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—Sh-sh, hijo de p... —siseó M'sieur Pierre—. Y después de todo, ¿por qué se están acomodando tanto? ¡Las manos fuera de los bolsillos! ¡Atención! —Rugiendo aún se sentó en la silla—. Rod, tengo un trabajito para ti: puedes ir limpiando la celda; pero no hagas mucho ruido.

A través de la puerta le fue alcanzada una escoba a Rodrig.

Para comenzar, con el mango de la escoba golpeó la reja de la ventana; un distante, débil «hurra», llegó como desde un abismo, y una ráfaga de aire fresco invadió la celda; las hojas de papel volaron de la mesa y Rodrig las amontonó en un rincón. Luego, con la escoba derribó la gruesa telaraña gris y con ella la araña, a quien una vez mimara con tanto afecto. Para pasar el tiempo Roman la recogió. Confeccionada burda, pero inteligentemente, ésta consistía en un cuerpo redondo de felpa con patas retorcidas hechas con resortes y tenía prendido en el medio de la espalda un largo elástico, de cuya punta la sujetaba Roman moviendo la mano arriba y abajo de modo que el elástico se contrajera y estirara alternativamente y la araña subiera y bajara. M'sieur Pierre dirigió una helada mirada de reojo al juguete y a Roman, y éste, levantando las cejas, se lo guardó apresuradamente en el bolsillo. Rod, mientras tanto, queriendo arrancar el cajón de la mesa, tiraba con todas sus fuerzas, meneándolo, y la mesa se partió en dos. Al mismo tiempo, la silla en que estaba sentado M'sieur Pierre emitió un sonido quejumbroso, como cediendo, y a éste casi se le cae el reloj. Del techo comenzó a caer yeso. Una grieta dibujó un tortuoso camino en la pared. La celda, ya no era necesaria, evidentemente estaba desintegrándose.

... Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta —contó M'sieur Pierre—. Listo. Arriba, por favor. Es un hermoso día, el paseo será de lo más agradable, cualquiera en su lugar estaría ansioso por partir.

—Sólo un instante más. Es ridículo y desgraciado que las manos me tiemblen así, pero no puedo evitarlo ni esconderlas, y, sí, me tiemblan y eso es todo. Destruirán mis papeles, barrerán la basura, la polilla volará hacia la noche a través de la ventana rota, de modo que nada mío quedará entre estas cuatro paredes, que ya están a punto de desmoronarse. Pero ahora el polvo y el olvido ya no significan nada para mí; sólo siento una cosa: temor, temor, vergonzante, vano temor. —En realidad, Cinci

—¡Vamos! —chilló M'sieur Pierre.

Cinci

CAPITULO XX

Cinci

Entonces se les unieron varios soldados con las máscaras caninas de reglamento, y Rodrig y Roman, con permiso de su jefe, se adelantaron con largos y complacidos pasos moviendo los brazos formalmente, y pasándose uno al otro. Gritando, se perdieron al doblar una esquina.



Cinci

Durante todo el camino Cinci

Frente a la tercera puerta esperaba el coche. Los soldados no los escoltaron más, sino que se sentaron sobre troncos apilados junto al muro y comenzaron a sacarse sus máscaras de tela. El personal de la prisión y los familiares de los guardias se apiñaban tímida y vorazmente alrededor de la puerta —niños de pies desnudos se adelantaban, tratando de ingresar al cuadro, e inmediatamente se hacían atrás, y sus madres los llamaban a chistidos; y la cálida luz doraba la paja derramada, y había olor a ortigas calientes mientras en un rincón se apretaban una docena de gansos que graznaban discretamente.

—Bueno, en marcha —dijo M'sieur Pierre garbosamente calándose su sombrero verde con una pluma de faisán.

Un viejo coche lleno de cicatrices que se inclinó con un gruñido cuando el pequeño y ágil M'sieur Pierre subió al estribo, era tirado por una yegua baya con los dientes desnudos y lesiones que brillaban de moscas en sus puntiagudas ancas, tan flaca y costillosa era que su tronco parecía estar encerrado dentro de unos aros. En la crin lucía una cinta roja. M'sieur Pierre se corrió para hacer lugar a Cinci

—¡Whoo!

—Tranquilo, tranquilo —dijo M'sieur Pierre con una sonrisa palmeando la espalda de Rodrig con una mano elegantemente enguantada.

El pálido camino se enrolló varias veces con endiablado pintoresquismo alrededor de la base de la fortaleza. En ciertos lugares la cuesta era bastante empinada y Rodrig tiraba de la chasqueante manija del freno. M'sieur Pierre, con las manos apoyadas sobre la cabeza de bulldogde la empuñadura de su bastón, miraba alegremente las colinas, los verdes valles, los tréboles y las vides, y el arremolinado polvo blanco. Al mismo tiempo acariciaba con su mirada el perfil de Cinci