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(Suspirando) —Partió, partió... (a la araña). Bastante, ya has tenido bastante... (mostrando su palma). Nada tengo para ti... (A Cinci

Después de cenar, bastante formalmente, no ya vestido con ropa de prisión, sino con una chaqueta de terciopelo, una elegante chalina y botas insinuantemente crujientes, de taco alto y brillante caña (que le hacían parecer un leñador de ópera), entró M'sieur Pierre, y, tras él, dándole respetuosamente prioridad en la entrada, en la palabra, y en todo, entraron Rodrig Ivanovich y el abogado con su cartera. Los tres se acomodaron en sillas de mimbre (traídas de la sala de espera), mientras Cinci

Algo torpemente (pero con una torpeza que era, sin embargo, ejercitada y familiar) afanándose con la cartera, abriendo su negra boca, apoyándola parte en la rodilla, parte en la mesa —se escapaba ora de un lugar, ora de otro— el abogado sacó un anotador y cerró, o mejor abotonó la cartera, la que accedió demasiado fácilmente, y le hizo errar el primer cierre; la estaba colocando sobre la mesa, pero mudó de opinión y, tomándola por el cuello, la bajó al piso, apoyándola en la pata de su silla, donde tomó la inestable posición de un borracho; entonces sacó de su solapa un lápiz esmaltado, al volver la mano alzó la tapa del anotador y, sin prestar atención a nada ni a nadie, comenzó a cubrir las hojas movibles con escritura pareja; sin embargo, esta misma desatención hizo aún más obvia la conexión entre los rápidos movimientos de su lápiz y la conferencia para la cual todos se habían reunido allí.

Rodrig Ivanovich estaba sentado en una butaca, ligeramente inclinado hacia atrás; ésta crujía por la presión de su fuerte espalda y una garra purpúrea descansaba sobre su brazo. Tenía la otra mano apoyada sobre el pecho bajo la levita; de vez en cuando sacudía sus flaccidas mejillas y su mentón espolvoreado como un polvorón, como para liberarlos de algún elemento viscoso y absorbente.

M'sieur Pierre, sentado en el centro, se sirvió agua de un botellón, colocó luego cuidadosamente sus manos sobre la mesa, los dedos entrelazados (una aguamarina artificial brillaba en su meñique) y, bajando sus largas pestañas durante unos diez segundos más o menos, elucubró reverentemente cómo empezar su discurso.

—Gentiles caballeros —dijo finalmente en alta voz sin alzar la vista— primeramente y antes que nada, permitidme delinear por medio de unos pocos y diestros trazos, lo que ya ha sido realizado por mí.

—Proceded, os lo rogamos —dijo el director sonoramente, haciendo emitir a su silla un torvo crujido.

—Vosotros, caballeros, estáis desde luego al tanto de las razones que motivan la graciosa mistificación que exige la tradición de nuestro oficio. Después de todo, ¿qué hubiera ocurrido de haberme identificado desde el principio y ofrecido mi amistad a Cinci

El disertante bebió un sorbo de su vaso y lo dejó cuidadosamente a un lado.

Continuó, parpadeando:

—No necesito explicar cuán preciosa es, para el éxito de nuestra labor común, esa atmósfera de cálida camaradería que, con ayuda de paciencia y gentileza, se crea gradualmente entre el sentenciado y el ejecutor de la sentencia. Es difícil o aún imposible, recordar sin estremecerse la barbarie de los tiempos idos, cuando estos dos seres, sin haberse visto jamás, extraños uno al otro pero unidos por la ley implacable, se encontraban cara a cara en el último instante antes del sacramento mismo. Todo esto ha cambiado, igual que la antigua y salvaje ceremonia de las bodas, que más parecía un sacrificio humano —cuando la sumisa virgen era arrojada por sus padres dentro dé la tienda de un extraño— ha cambiado con el pasar del tiempo.

(Cinci

—Y así, caballeros, para establecer las más amigables relaciones con el condenado, me mudé a una sombría celda como la suya, vestí de prisionero igual que él, sino más. Mi inocente mentira debía tener éxito, y por lo tanto me es ajeno el remordimiento; pero no quiero que el cáliz de nuestra amistad sea envenenado por la más ligera gota de amargura. A pesar del hecho de que hay testigos presentes y que me sé absolutamente en la razón, os pido (extendió su mano a Cinci



—Sí, eso es realmente tacto —dijo el director en voz baja, y sus inflamados ojos de rana se humedecieron; sacó su pañuelo doblado y estaba por frotarse su palpitante párpado, pero lo pensó mejor y en lugar de ello fijó una severa y expectante mirada en Cinci

—¡Su mano! —gritó el director dando tal golpe sobre la mesa que se lastimó el pulgar.

—No, no lo fuerce si no quiere hacerlo —dijo M'sieur Pierre gentilmente—. Después de todo es sólo una formalidad. Continuemos.

—Oh, virtuoso —trinó Rodrig Ivanovich lanzando a M'sieur Pierre una mirada tan húmeda como un beso.

—Continuemos —dijo M'sieur Pierre—. Durante este tiempo he conseguido establecer una firme amistad con nii vecino. Pasamos...

Cinci

—Pasamos —continuó M'sieur Pierre con voz dolorida— largas tardes juntos en constantes conversaciones, juegos y otras diversiones. Cual niños, nos enzarzamos en pruebas de fuerza; yo, pobre, débil, pequeño M'sieur Pierre, naturalmente, oh, naturalmente, no fui rival para mi poderoso coetáneo. Lo discutimos todo —el sexo y otros elevados temas, y las horas volaron cual minutos y los minutos cual horas. Algunas veces, en tranquilo silencio...

Aquí, repentinamente, Rodrig Ivanovich rió entre dientes —Impayable, ce «naturalmente» —murmuró, reaccionando tardíamente a la broma.

—... algunas veces, en tranquilo silencio nos sentábamos uno junto al otro, prácticamente con los brazos sobre los hombros, cada uno meditando sus propios pensamientos crepusculares, y las meditaciones de ambos fluían juntas cual ríos cuando abríamos nuestros labios. Compartí con él mi experiencia sobre el amor, le enseñé el arte del ajedrez, le divertí con una oportuna anécdota. Y así pasaron los días. Los resultados están ante vosotros. Llegamos a amarnos uno al otro, y la estructura del alma de Cinci