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Mi atención regresó paulatinamente a Smurov. Por cierto, resultó que, a pesar de su interés por Vanya, Smurov había puesto los ojos, a hurtadillas, en la criada de los Khrushchov, una muchacha de dieciocho años, cuyo especial atractivo era la soñolienta forma de sus ojos. Ella misma no era sino soñolienta. Resulta divertido pensar qué depravadas estratagemas de juegos amorosos estaba imaginando esta muchacha de aspecto modesto —llamada Gretchen o Hilda, no recuerdo cuál de los dos nombres— cuando la puerta estaba cerrada y la bombilla prácticamente desnuda, suspendida de un largo cordón, iluminaba la fotografía de su novio (un tipo robusto con sombrero tirolés) y una manzana de la mesa de los señores. Smurov contaba estos hechos con todo detalle, y no sin cierto orgullo, a Weinstock, quien detestaba las historias indecentes y emitía un vigoroso y elocuente «¡puf!» cuando oía algo salaz. Y es por eso por lo que la gente ansiaba especialmente contarle este tipo de cosas.

Smurov llegaba a su habitación por la escalera de servicio y se quedaba mucho tiempo con ella. Al parecer, Evgenia una vez notó algo —una retirada precipitada al final del pasillo, o risas apagadas detrás de la puerta— porque mencionó con irritación que Hilda (o Gretchen) estaba liada con algún bombero. Durante este arranque, Smurov carraspeó complacido unas cuantas veces. La criada, bajando sus encantadores ojos apagados, atravesaba el comedor; lenta y cuidadosamente colocaba un frutero y sus pechos en el aparador; se detenía soñolienta para apartar un apagado rizo rubio de la sien, y luego regresaba sonámbula a la cocina; y Smurov se frotaba las manos como si fuera a pronunciar un discurso, o sonreía en el momento inoportuno durante la conversación general. Weinstock gesticulaba y escupía asqueado cuando Smurov se explayaba en el placer de contemplar a la remilgada criada trabajando cuando, muy poco antes, pisando suavemente con los pies descalzos en el suelo sin alfombra, había estado bailando el fox con la moza de cremosas ancas en su angosto cuartillo, al lejano son de un gramófono que llegaba de las dependencias de los señores: Mister Mukhin había traído de Londres algunos discos realmente encantadores con los dulces gemidos de la música de baile hawaiana.

—Es usted un aventurero —decía Weinstock—, un Don Juan, un Casanova.

Sin embargo, para sus adentros, sin duda consideraba a Smurov un espía doble o triple, y esperaba que la mesita dentro de la cual se agitaba nervioso el fantasma de Azef ofreciera nuevas e importantes revelaciones. Esta imagen de Smurov, no obstante, ahora me interesaba muy poco: estaba condenada a desvanecerse gradualmente debido a la falta de pruebas confirmatorias. Naturalmente, el misterio de la personalidad de Smurov permanecía, y era posible imaginar a Weinstock, varios años más tarde y en otra ciudad, mencionando, de pasada, a un hombre extraño que una vez había trabajado para él como vendedor, y que ahora estaba Dios sabe dónde. «Sí, un tipo muy raro», diría pensativamente Weinstock. «Un hombre hecho de un tejido de indicaciones incompletas, un hombre con un secreto oculto. Podía echar a perder a una muchacha... Es difícil decir quién le había enviado y a quién vigilaba. Sin embargo, supe de fuente fidenigna... Pero no quiero decir nada.»

Mucho más divertido era el concepto que Gretchen (o Hilda) tenía de Smurov. Un día de enero desapareció del ropero de Vanya un par de medias de seda nuevas, con lo que todo el mundo recordó una multitud de otras pequeñas pérdidas: setenta pfe

—No era bombero, no era bombero en absoluto —dijo Evgenia, riendo—, sino un poeta extranjero, ¿no es delicioso?... Este poeta extranjero había tenido una trágica aventura amorosa y una finca familiar del tamaño de Alemania, pero le habían prohibido volver a casa, realmente delicioso, ¿no es cierto? Es una lástima que la mujer del portero no preguntase cómo se llamaba: estoy segura de que era ruso, y no me sorprendería que fuese alguien que viene a vernos... Por ejemplo, ese tipo del año pasado, ya saben a quién me refiero... el chico moreno con aquel encanto fatal, ¿cómo se llamaba?

—Ya sé a quién te refieres —dijo Vanya—. Ese barón de lo que sea.

—O tal vez era otra persona —prosiguió Evgenia—. ¡Oh, es tan delicioso! Un caballero que era todo alma, un «caballero espiritual», dice la mujer del portero. Podría morirme de risa...

—No dejaré de tomar nota de todo eso —dijo Román Bogdanovich con voz almibarada—. Mi amigo de Tallin recibirá una carta muy interesante.

—¿No se aburre nunca? —preguntó Vanya—. Empecé varias veces a escribir un diario, pero siempre lo dejaba. Y cuando lo volvía a leer me avergonzaba siempre de lo que había escrito.





—Oh, no —dijo Román Bogdanovich—. Si se hace concienzudamente y con regularidad se tiene una sensación agradable, una sensación de autoconservación, por así decirlo: conservas toda tu vida y, años más tarde, releyéndolo, puedes encontrar que no carece de fascinación. Por ejemplo, he hecho una descripción de usted que sería la envidia de cualquier escritor profesional. Una pincelada aquí, una pincelada allá, y ya está: un retrato completo...

—¡Oh, por favor, enséñemelo! —dijo Vanya.

—No puedo —contestó Román Bogdanovich con una sonrisa.

—Entonces enséñeselo a Evgenia —dijo Vanya.

—No puedo. Me gustaría, pero no puedo. Mi amigo de Tallin archiva mis colaboraciones semanales a medida que llegan, y yo, deliberadamente, no conservo copias para no caer en la tentación de hacer cambios ex post jacto: tachar cosas, etc. Y un día, cuando Román Bogdanovich sea muy viejo, Román Bogdanovich se sentará a su escritorio y empezará a releer su vida. Es para él para quien estoy escribiendo: para el futuro anciano con la barba de Santa Claus. Y si encuentro que mi vida ha sido rica y útil, entonces dejaré estas memorias como una lección para la posteridad.

—¿Y si todo es una tontería? —preguntó Vanya.

—Lo que es tontería para uno puede tener sentido para otro —contestó Román Bogdanovich en tono más bien agrio.

La idea de este diario epistolar me había interesado hacía mucho tiempo y me tenía algo preocupado. El deseo de leer por lo menos un extracto se fue convirtiendo en un violento tormento, en una preocupación constante. No tenía la menor duda de que esos apuntes contenían una descripción de Smurov. Sabía que muy a menudo un relato trivial de conversaciones y paseos por el campo, y los tulipanes o los loros del vecino, y lo que uno comió aquel día encapotado en que, por ejemplo, el rey fue decapitado: sabía que esas notas triviales a menudo viven centenares de años y que uno las lee por placer, por el sabor de antigüedad, por el nombre de un plato, por el aspecto de festiva espaciosidad allí donde ahora se apiñan altos edificios. Y, además, ocurre a menudo que el diarista, que durante su vida ha pasado desapercibido o había sido ridículizado por nulidades olvidadas, surge doscientos años más tarde como un escritor de primera clase que supo cómo inmortalizar, con un trazo de su anticuada pluma, un paisaje ventoso, el olor de una diligencia o las rarezas de un conocido. Ante la sola idea de que la imagen de Smurov pudiese conservarse tan segura, tan perdurable, sentía un escalofrío sagrado, enloquecía de deseo y sentía que tenía que interponerme espectralmente a toda costa entre Román Bogdanovich y su amigo de Tallin. Naturalmente, la experiencia me advertía que la imagen concreta de Smurov, destinada tal vez a vivir para siempre (para deleite de los eruditos), podría producirme una conmoción; pero el deseo apremiante de adquirir este secreto, de ver a Smurov a través de los ojos de los siglos venideros, era tan deslumbrante que ninguna idea de decepción podía asustarme. Sólo una cosa temía: un largo y meticuloso recorrido, pues resultaba difícil imaginar que, ya en la primera carta que interceptara, Román Bogdanovich iba a empezar directamente (como la voz que de pronto estalla en los oídos cuando encendemos la radio por un momento) con un elocuente informe sobre Smurov.