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Aquí termina el puente. Y, bueno..., no hay nadie para recibirnos.
Krug tenía toda la razón. Los guardias del lado sur habían abandonado su puesto, y sólo la sombra del hermano gemelo de Neptuno, una sombra compacta que parecía un centinela, pero no lo era, permanecía allí como recuerdo de los que se habían marchado. Cierto que, unos pasos más allá, en el malecón, tres o cuatro hombres, posiblemente uniformados, fumando dos o tres cigarrillos encendidos, descansaban en un banco, mientras alguien tañía discretamente, románticamente, una amorandola de siete cuerdas en la oscuridad; pero nadie increpó a Krug ni a su delicioso compañero, ni les prestó atención al pasar.
CAPITULO III
Entró en el ascensor, que le saludó con el conocido ruidito, medio chasquido, medio temblor, mientras se iluminaba su semblante. Pulsó el tercer botón. El pequeño gabinete frágil, de delgadas paredes, anticuado, pestañeó pero no se movió. Volvió a tocar el botón. De nuevo el pestañeo, la intranquila quietud, la mirada inescrutable de una cosa que no funciona y que sabe que no funcionará. Salió. Y al momento, con un chasquido óptico, el ascensor cerró sus brillantes ojos castaños. El hombre subió la descuidada pero digna escalera.
Krug, jorobado en esta ocasión, insertó la llave en la cerradura y, recobrando lentamente su estatura normal, penetró en el cavernoso, susurrante, rumoroso, retumbante y rugiente silencio de su piso. Sola, una media tinta del milagro de Da Vinci —trece personas en una mesa tan estrecha (con cacharros prestados por los monjes dominicos)— manteníase apartada. El relámpago encendió el paraguas de ella, de corto puño de concha, al alejarse de su propia y grande sombrilla, que dejó indemne. El hombre se quitó el único guante que llevaba, se despojó del gabán y colgó su negro sombrero de fieltro y de ala ancha.
El sombrero negro y de ala ancha sintiéndose incómodo, se cayó de la percha y quedó abandonado en el suelo.
Krug recorrió el largo pasillo, en cuyas paredes unas negras pinturas al óleo, sobrante de su estudio, sólo mostraban resquebrajaduras al cegador reflejo de la luz. Una pelota de goma, del tamaño de una naranja grande, dormía en el suelo.
Entró en el comedor. Una fuente de lengua fría, adornada con rodajas de pepino, y la pintada mejilla de un queso, le estaban esperando en silencio.
La mujer tenía un oído excelente. Salió de su habitación, contigua al cuarto del niño, y se reunió con Krug. Se llamaba Claudina y, desde hacía más o menos una semana, era la única servidora en el hogar de Krug: el cocinero se había marchado, censurando lo que calificó claramente de «ambiente subversivo».
—Gracias a Dios —dijo ella— que ha vuelto sano y salvo a casa. ¿Quiere un poco de té caliente?
Él sacudió la cabeza, volviéndole la espalda y tanteando en las cercanías del aparador, como si buscase algo.
—¿Cómo está esta noche la señora? —preguntó ella.
Sin responder, y con los mismos lentos y torpes movimientos, pasó él al saloncito turco que nadie utilizaba, lo cruzó y llegó a otro recodo del pasillo. Allí abrió un armario, levantó la tapa de un baúl vacío, miró en su interior y, después, deshizo su camino.
Claudina permanecía absolutamente inmóvil en mitad del comedor, donde la había dejado. Estaba con la familia desde hacía varios años, y como es de rigor en tales casos, era agradablemente rolliza, de mediana edad y muy sensible. Se le quedó mirando, con ojos negros y líquidos, entreabierta la boca, que mostraba un diente con funda de oro, mirándole también con sus aretes de coral, y apoyada una mano sobre el amorfo pecho gris.
—Quiero que me haga un favor —dijo Krug—. Mañana voy a llevarme el niño al campo por unos días; durante mi ausencia, tenga la bondad de recoger toda la ropa de ella y ponerla en el baúl negro vacío. También sus efectos personales, el paraguas y demás. Póngalo todo en el armario, por favor, y ciérrelo. Cualquier cosa que encuentre.
El baúl será tal vez demasiado pequeño...
Salió de la estancia sin mirar a la mujer; se disponía a inspeccionar otro armario, pero, pensándolo mejor, giró sobre sus talones y empezó a andar automáticamente de puntillas al acercarse al cuarto del niño. Se detuvo ante la puerta blanca, y las palpitaciones de su corazón se vieron súbitamente interrumpidas por la voz especial, de dormitorio, de su hijo, una voz clara y cortés que empleaba David, con graciosa precisión, para notificar a sus padres (cuando éstos volvían, por ejemplo, de una cena en la ciudad) que todavía estaba despierto y dispuesto a recibir unas segundas buenas noches de cualquiera que quisiera deseárselas.
No podía dejar de ocurrir. No son más que las diez y cuarto. Y yo pensaba que la noche estaba a punto de terminar. Krug cerró los ojos un momento y entró en la habitación.
Distinguió un rápido, vago y tumultuoso movimiento de ropas de cama; el interruptor de la lámpara de la mesita de noche dio un chasquido, y el chico se sentó, tapándose los ojos. A esta edad (ocho años) no puede decirse que los niños sonrían de un modo definido. La sonrisa no está localizada; se difunde en toda la estructura... si el niño se siente feliz, naturalmente. Este niño era todavía feliz. Krug dijo las frases convencionales sobre la hora y el sueño. Pero, apenas hubo acabado de decirlas, cuando un fuerte caudal de amargas lágrimas brotó del fondo de su pecho, subió hacia la garganta, fue detenido por fuerzas interiores, y permaneció a la espera, maniobrando en las negras profundidades, preparándose para otro asalto. Pourvu qu'il ne pose pas la question atroce. Te lo ruego, divinidad local.
—¿Te han disparado? —preguntó David.
—¡Qué tontería! —contestó él—. Nadie dispara por la noche.
—Pues lo han hecho. Oí las detonaciones. Mira, una nueva manera de llevar el pijama.
Se levantó ágilmente, extendiendo los brazos, balanceándose sobre los piececitos de un blanco polvoriento, surcados de venas azules, y que parecían agarrarse a la manera de los monos a la revuelta sábana, sobre el hundido y crujiente colchón. Pantalones azules, chaqueta de un verde pálido (la mujer debía ser ciega para los colores).
—Dejé caer el bueno en el baño —expücó, alegremente.
Las posibilidades de levitación ejercieron en él una atracción súbita, y, con la colaboración de secos sonidos, saltó, una, dos, tres veces, más alto, más alto, y, después de una vertiginosa suspensión, cayó de rodillas, dio una voltereta y se levantó de nuevo sobre la revuelta cama, oscilando, tambaleándose.
—Acuéstate, acuéstate —dijo Krug—. Se está haciendo muy tarde. Tengo que marcharme. Vamos, acuéstate. De prisa.
(Tal vez no lo preguntaría.)
Esta vez cayó sobre el trasero y, hurgando con los doblados dedos de los pies, metió éstos debajo de la manta, entre la manta y la sábana, se echó a reír, acertó la segunda vez, y Krug lo arropó rápidamente.