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—Me has hecho daño —dijo David.

Krug sintió que le Saqueaban las rodillas y dijo a David que se apresurase, a fin de que no viese el ave muerta.

—¿Cuántas veces...? —dijo Krug.

Una copia en pequeño del vehículo asesino (cuyas vibraciones persistían aún en el plexo solar de Krug, aunque, probablemente, el coche había llegado ya o incluso rebasado el punto en que el haragán del pueblo estaba sentado en su valla) fue descubierta inmediatamente por David entre las muñecas baratas y las latas de conserva. Aunque un tanto polvoriento y con rascaduras, tenía esos neumáticos desmontables que gustaban al niño, y era particularmente apetecible por haber sido encontrado en un sitio inesperado. Krug pidió al joven y rubicundo tendero un frasco-petaca de coñac (los Maximov eran abstemios). Mientras pagaba éste y el cochecito que David hacía rodar delicadamente arriba y abajo, sobre el mostrador, retumbó en el exterior la voz nasal de el Sapo, prodigiosamente amplificada. El tendero se colocó en posición de firmes, mirando con cívico fervor las banderas que decoraban la casa del Ayuntamiento, que, junto con una franja de cielo blanco, podían verse a través de la puerta.

—...ya todos aquellos que confían en mí como en ellos mismos —rugió el altavoz, terminando una frase.

La salva de aplausos que siguió fue seguramente interrumpida por un ademán del orador.

—De ahora en adelante —prosiguió el tremendamente hinchado Tiranosaurio— queda abierto el camino hacia la felicidad total. La alcanzaréis, hermanos, a fuerza de una ardiente comunicación de unos con otros, siendo como niños dichosos en un susurrante dormitorio, ajustando vuestras ideas y emociones a las de una armónica mayoría; la alcanzaréis, ciudadanos, extirpando todos los conceptos arrogantes que la comunidad no comparte ni debe compartir; la alcanzaréis, adolescentes, dejando que vuestra persona se disuelva en la unicidad del Estado; entonces, y sólo entonces, será alcanzada la meta. Vuestras individualidades, que andan a tientas, se volverán intercambiables, y el alma desnuda, en vez de permanecer acurrucada en la celda carcelaria de un ego ilegal, estará en contacto con las de los demás hombres de este país; digo mal, más aún: cada uno de vosotros podrá construir su morada en el elástico interior de cualquier otro ciudadano, y revolotear de uno a otro, hasta que no sepa ya si es Pedro o Juan, tan íntimamente unidos estaréis en el abrazo del Estado, tan felices os sentiréis todos juntos...

El discurso se desintegró en una sucesión de chasquidos. Se hizo una especie de silencio aturdido: evidentemente, la radio del pueblo no funcionaba muy bien.

—Casi se podría untar el pan con las modulaciones de esta voz admirable —observó Krug.

Siguió una cosa totalmente inesperada: el tendero le hizo un guiño.

—¡Dios sea loado! —dijo Krug—. ¡Un destello en la penumbra!

Pero aquel guiño tenía una intención específica. Krug se volvió. Un soldado ekwilistaestaba en pie detrás de él.

Sin embargo, sólo quería una libra de pipas de girasol. Krug y David inspeccionaron una casa de cartón que había en el suelo, en un rincón. David se agachó para mirar el interior a través de las ventanas. Pero éstas sólo estaban pintadas en la pared. Volvió a levantarse despacio, sin dejar de mirar la casa y deslizando automáticamente su mano en la de Krug.

Salieron de la tienda y, para evitar la monotonía del trayecto de regreso, decidieron dar un rodeo por el lago y seguir por un sendero que serpenteaba entre los prados y les conduciría al cottagede los Maximov después de rodear el bosque.

¿Trató de salvarme aquel estúpido? ¿De qué? ¿De quién? Perdón, yo soy invulnerable. Aunque, a fin de cuentas, no ha sido una estupidez mucho mayor que la de sugerir que me deje crecer la barba y cruce la frontera.

Tenía otras muchas cosas que arreglar, antes de pensar en cuestiones políticas..., si aquella ñoñería podía llamarse una cuestión política. Si, dentro de quince días más o menos, no se le ocurría a algún admirador impaciente asesinar a Paduk. Confundiendo, por decirlo así, el sentido del canibalismo espiritual predicado por el pobre muchacho. Uno se preguntaba también (al menos, alguien podía preguntárselo, aunque la cuestión tenía poco interés) qué sacaban los campesinos de aquella elocuencia. Tal vez les recordaba vagamente la iglesia. Ante todo, tengo que buscarle una buena niñera, una niñera de libro de cuentos, amable, prudente y escrupulosamente limpia. Después, tendré que hacer algo por ti, querido. Hemos imaginado que un blanco tren hospital, con una blanca máquina «Diesel», te ha llevado a través de muchos túneles a un país montañoso a orillas del mar. Allí te estás poniendo bien. Pero no puedes escribir, porque tus dedos están muy, muy débiles. Los rayos de luna no pueden sostener siquiera un lápiz blanco. La imagen es bonita, pero ¿cuánto tiempo permanecerá en la pantalla? Esperamos la placa siguiente, pero ya no queda ninguna más en la linterna mágica. ¿Debemos dejar que el tema de una larga separación se dilate hasta romperse en lágrimas? ¿Diremos (traduciendo remilgadamente en símbolos la desinfectada blancura) que el tren es la Muerte y que el sanatorio es el Paraíso? ¿O dejaremos que la imagen se desvanezca por sí sola, que se confunda con otras impresiones evanescentes? Pero nosotros queremos escribirte cartas, aunque no puedas contestarlas. ¿Debemos sufrir que los lentos y vacilantes garabatos (podemos poner nuestro nombre y dos o tres palabras de saludo) se abran, consciente e i

—A ver si puedes subir a lo alto de aquella piedra. Yo creo que no podrás.

David trotó sobre un prado muerto en dirección a una peña que tenía la forma de una oveja (dejada atrás por algún descuidado glaciar). El coñac era malo, pero de algo serviría. De pronto, recordó un día de verano en que había paseado por estos mismos campos en compañía de una muchacha alta y de negros cabellos, labios gordezuelos y dulces brazos, a la que había cortejado antes de conocer a Olga.

—Sí, te estoy mirando. Magnífico. Ahora, trata de bajar.

Pero David no pudo hacerlo. Krug se acercó a la peña y lo bajó de ella cariñosamente. Ese pequeñín... Se sentaron un rato en otra piedra en forma de oveja que estaba cerca de allí y contemplaron un interminable tren de mercancías que resoplaba más allá de los campos, dirigiéndose a la estación próxima al lago. Un cuervo pasó volando majestuosamente, y el lento susurro de sus alas hizo que el corrompido herbazal y el incoloro cielo pareciesen aún más tristes de lo que eran en realidad.

—Vas a perderlo. Será mejor que yo lo guarde en mi bolsillo.