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Los parientes de ella habían llegado la mañana siguiente al día de su muerte. La noche antes, Ember les había informado del fallecimiento. Observad con qué finura funciona la maquinaria retrospectiva: todo encaja en todo lo demás. Ellos (pongamos una marcha más corta del pasado) llegaron e invadieron el piso de Krug. David estaba terminando su velvetina. Llegaron en masa: su cuñada Viola, el irritante esposo de Viola, un hermanastro y su mujer, dos primas lejanas, apenas visibles en la niebla, y un anciano indefinido al que Krug no había visto nunca. Aumenta la vanidad de la profundidad ilusoria.
Viola no había querido nunca a su hermana; durante los últimos veinte años sólo se habían visto de tarde en tarde. Llevaba un velito lleno de lunares: le llegaba al puente de la nariz, no más abajo, y detrás de sus oscuras violetas podía distinguirse un brillo tan voluptuoso como duro. Su barbirrubio marido la sostenía delicadamente aunque, en realidad, la solicitud con que el pomposo truhán envolvía su afilado codo sólo servía para estorbar los vivos y dominantes movimientos de ella. Viola tardó poco en sacudírselo. Cuando Krug lo vio por última vez, estaba en la ventana, contemplando con digno silencio los dos coches negros que esperaban junto al bordillo. Un caballero de negro, de mandíbulas empolvadas de azul, representante de la empresa incineradora, entró para decir que ya era hora de ponerse en marcha. Mientras tanto, Krug había escapado con David por la puerta de atrás.
Cargado con una maleta, todavía húmeda de lágrimas de Claudine, condujo al niño a la cercana parada del tranvía y, en compañía de un grupo de adormilados soldados que se dirigían al cuartel, llegaron a la estación del ferrocarril. Antes de permitirle tomar el tren con destino a los Lagos, los agentes del Gobierno examinaron sus papeles y los globos de los ojos de David. Resultó que el hotel de los Lagos estaba cerrado, y, después de rondar un rato por allí, un amable cartero los llevó en su automóvil amarillo (junto con la carta de Ember) a casa de los Maximov. Esto completa la reconstrucción.
En una casa amable, el cuarto de baño común es el único sector inhospitalario, especialmente cuando el agua sale tibia al principio y muy fría después. Un largo cabello de plata estaba incrustado en una pastilla de jabón de almendra barato. Recientemente, había habido dificultades para conseguir papel higiénico, y éste había sido sustituido por pedazos de periódico ensartados en un gancho. En el fondo de la taza flotaba un sobrecito de hoja de afeitar con la cara y la firma del doctor S. Freud. Si me quedo una semana aquí, pensó él, este bosque extraño será gradualmente amansado y purificado por sus repetidos contactos con mi prudente carne. Limpió delicadamente la bañera. El tubo de goma de la ducha se desprendió con un sordo chasquido. Dos toallas limpias estaban colgadas en una cuerda junto con unas medias negras que habían sido, o serían, lavadas. Una botella de aceite mineral, medio llena, y un cilindro de cartón gris que había sido eje de un rollo de papel higiénico, aparecían juntos en un estante. Éste contenía también dos novelas populares ( Rosas lanzadasy Sin novedad en el Don). El cepillo de dientes de David le dirigió una sonrisa de reconocimiento. Se le cayó el jabón de afeitar al suelo y, al recogerlo, se habían pegado a él unos cabellos de plata.
Maximov estaba solo en el comedor. El apuesto anciano introdujo una marca en su libro, se levantó de un salto y estrechó vigorosamente la mano de Krug, como si el sueño de una noche hubiese sido para él un largo y peligroso viaje.
—¿Ha descansado bien ( Kat pochivali) —le preguntó, y después, frunciendo el ceño, comprobó la temperatura de la cafetera tocando su almohadillada cubierta.
Su cara reluciente y sonrosada aparecía limpiamente afeitada como la de un actor (sonrisa anticuada); un gorro con una borla protegía su cráneo absolutamente calvo; llevaba una chaqueta de abrigo con hebillas.
—Le recomiendo ése —dijo, señalando con el meñique—. He descubierto que es el único queso de su clase que no atasca los intestinos.
Era una de esas personas que se hacen querer, no porque tengan brillantes destellos de talento (aquel hombre de negocios retirado no tenía ninguno), sino porque todos los momentos que se pasan con ellos se adaptan exactamente al patrón de la vida de uno. Hay amistades comparables a circos, a cascadas, a bibliotecas; hay otras que parecen batas viejas. La mentalidad de Maximov no tenía ningún atractivo especial, si se consideraba aisladamente: sus ideas eran conservadoras; sus gustos, nada distinguidos; pero, de algún modo, estos opacos componentes formaban un conjunto maravillosamente tranquilizador y armónico. Ninguna sutileza de ideas teñía su honradez; era tanto de fiar como el hierro y el roble, y, cuando Krug dijo una vez que la palabra «lealtad» le recordaba, visual y fonéticamente, un tenedor de oro expuesto al sol sobre un fino paño de seda extendido, Maximov le respondió, con cierta acritud, que, para él, la lealtad significaba únicamente lo que decía el diccionario. En él, el sentido común se salvaba de la pulida vulgaridad gracias a una delicada corriente subterránea emocional, y la un tanto desnuda y monótona simetría de sus ramificados principios era también ligeramente turbada por un húmedo viento que soplaba de regiones que él, ingenuamente, creía que no existían. Las desgracias de los demás le preocupaban más que sus propios apuros, y, si hubiese sido un viejo capitán de barco, se habría hundido con su buque antes que saltar con una frase de disculpa en el último bote salvavidas. En el momento actual se estaba preparando para ofrecer a Krug algo que tenía en la mente, y ganaba tiempo hablando de política.
—El lechero —dijo— me ha dicho esta mañana que se han fijado carteles en todo el pueblo invitando a la población a celebrar espontáneamente la restauración del orden total. Se sugiere un plan de conducta. Debemos reunimos en nuestros acostumbrados lugares de asueto, en los cafés, los clubs o los salones de nuestras sociedades, y cantar himnos a coro, en alabanza del Gobierno. Se han elegido directores de bollonas cívicas en todos los distritos. Desde luego, uno se pregunta qué van a hacer los que no saben cantar y los que no pertenecen a ninguna corporación.
—He soñado en él —dijo Krug—. Por lo visto, es ésta la única manera en que mi antiguo condiscípulo puede asociarse conmigo en la actualidad.
—¿Debo entender que no se tenían mucha simpatía en el colegio?
—Bueno, esto hay que analizarlo. Desde luego, yo le detestaba, pero la cuestión es: ¿era mutuo este sentimiento? Recuerdo un incidente extraño. Las luces se apagaron súbitamente; un cortocircuito o algo parecido.
—A veces suele ocurrir. Pruebe esa compota. A su hijo le ha gustado mucho.
—Yo estaba leyendo en el aula —siguió diciendo Krug—. Sabe Dios por qué me había quedado aquella tarde. El Sapo se había deslizado en la clase y estaba buscando en su pupitre; siempre tenía caramelos en él. Fue entonces cuando se apagaron las luces. Yo me recliné en mi asiento, esperando en la oscuridad total. De pronto, sentí algo húmedo y suave en el dorso de la mano. El Beso de el Sapo. Consiguió largarse antes de que yo pudiese agarrarle.
—Muy sentimental, diría yo —observó Maximov.