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A veces, una pelota de reglamento, con su hígado rojo embutido y apretado debajo de su corsé de cuero y con el nombre de un fabricante inglés cruzando las casi apetitosas secciones de su dura y resonante esfericidad, era introducida subrepticiamente y driblada prudentemente en un rincón; pero éste era un objeto prohibido en el patio, limitado como estaba por frágiles ventanas.
Aquí está la pelota, la pelota, la suave pelota de goma, aprobada por las autoridades y súbitamente exhibida en una caja de cristal, como una pieza de museo: en realidad, tres pelotas en tres cajas, porque nos muestran todas sus fases: primero, la nueva, tan limpia que es casi blanca —la blancura de la panza de un tiburón—; después, la adulta, de un gris sucio, con granos de arena adheridos a sus mejillas ajadas por el tiempo; después, un fláccido y amorfo cadáver. Suena una campana. El museo vuelve a estar a oscuras y vacío.
¡Pasa la pelota, Adamka! Un tiro desviado de la meta o una patada deliberada raras veces provocaban un estallido de cristales, pero era frecuente que un pinchazo siguiese a la colisión con cierto saliente maligno formado por un ángulo del porche cubierto. El colapso de la pelota herida no era inmediatamente perceptible. Pero, al siguiente patadón, su aire vital empezaba a escaparse, y la pelota rodaba flaccidamente como una vieja alpargata, antes de pararse —mísera medusa de goma sucia— sobre el fangoso suelo, donde unas botas terriblemente irritadas acababan haciéndola pedazos. El fin de la bollona (festival de baile). Ella se quita la diadema de brillantes delante del espejo.
Krug jugaba al fútbol ( vooter); Paduk, no (nekht). Krug, un muchacho corpulento, carirredondo, de rizados cabellos, con bombachos de tweedabrochados debajo de las rodillas (los calzones cortos de fútbol eran tabú), luchaba sobre el barro con más celo que destreza. Ahora se encontró corriendo (¿de noche, patán? Sí, de noche, muchachos), sobre algo que parecía una vía férrea, a lo largo de un húmedo túnel (por lo visto, los que habían montado el escenario del sueño habían empleado el primer decorado disponible para hacer un «túnel», sin preocuparse en quitar los raíles ni las lámparas rojas que brillaban a intervalos en las rocosas, negras y sudadas paredes). Había una pesada pelota delante de sus pies; la pisaba continuamente al tratar de darle puntapiés; por último, quedó pegada de algún modo a un saliente de la pared de roca, que, aquí y allá, tenía unos tragaluces claramente iluminados y animados por un matiz extraño de acuario (corales, erizos de mar, burbujas de champaña). En uno de ellos, hallábase sentada ella, quitándose sus anillos brillantes de rocío y desabrochándose el collier de chien de diamantes que rodeaba su tersa y blanca garganta; sí, despojándose de todas sus joyas terrenales. Fue a coger a tientas la pelota de encima del saliente y pescó una zapatilla, una cubeta roja con la imagen de un barco de vela, y una goma de borrar, todo lo cual volvió a formar en cierto modo la pelota. Era difícil seguir driblando a través de la maraña de desvencijados andamiajes, donde tuvo la impresión de que estorbaba a unos obreros que fijaban cables o algo por el estilo, y, cuando llegó al comedor, la pelota rodó debajo de una de las mesas, y allí, medio oculto por una servilleta caída, estaba el umbral de la portería, porque la meta era una puerta.
Si abrieses esta puerta, encontrarías unos pocos zaft-pupen(buenos chicos) soñando en los asientos del ventanal, detrás de las perchas de la ropa, y Paduk estaría también allí, comiendo algo dulce y pegajoso que le ha dado el celador, un veterano lleno de medallas, con barba venerable y ojos lascivos. Cuando sonase la campana, Paduk esperaría a que cesase el rumor de los chicos acalorados y llenos de barro en dirección a la clase, y entonces subiría en silencio la escalera, acariciando la baranda con su mano pegajosa. Krug, que se había detenido a guardar la pelota (había una caja grande de juegos y de joyas falsas debajo de la escalera), le alcanzó y le pellizcó las rollizas nalgas al pasar.
El padre de Krug era un biólogo de considerable reputación. El padre de Paduk era un pequeño inventor, vegetariano, teósofo, gran experto en conocimientos hindúes baratos; parece que hubo un tiempo en que se dedicó al negocio de imprenta, imprimiendo principalmente obras de chiflados y de políticos fracasados. La madre de Paduk, una mujer flaccida y linfática de las Marismas, había muerto de parto, y, poco después, el viudo se había casado con una joven lisiada para la que había inventado un nuevo tipo de aparato ortopédico (ella le sobrevivió, con ortopedia y todo, y todavía sigue cojeando en algún lugar). El joven Paduk tenía la cara pastosa y el cráneo de un gris azulado, con bultos: su padre le afeitaba personalmente la cabeza una vez a la semana —sin duda, alguna clase de místico ritual.
No se sabe de dónde le vino el apodo de Sapo, pues su cara no recordaba en absoluto la de este animal. Era una cara extraña, con todas las facciones en su sitio, pero con algo difuso y anormal en ella, como si el muchacho hubiese sufrido una de esas operaciones faciales en que se emplea piel de otra parte del cuerpo. Esta impresión se debía tal vez a la inmovilidad de sus facciones: nunca reía y, cuando estornudaba, lo hacía con una contracción mínima y sin el menor ruido. Su naricita absolutamente blanca y sus mejillas claramente azules hacían que se pareciese, en laid, a los colegiales de cera de los escaparates de las sastrerías, pero sus caderas eran mucho más rollizas que las de estos maniquíes, y andaba contoneándose ligeramente y calzaba unas sandalias que solían provocar muchos y cáusticos comentarios. Una vez, al zarandearle brutalmente, se descubrió que llevaba sobre la piel una camiseta verde, verde como un paño de billar y visiblemente confeccionada con la misma tela. Tenía las manos permanentemente viscosas. Hablaba con voz curiosamente suave y nasal, con fuerte acento noroccidental, y tenía la irritante manía de llamar a sus condiscípulos por anagramas de sus nombres: Adam Krug, por ejemplo, era Gumakrad o Dramaguk; no lo hacía por sentido del humor, del que carecía totalmente, sino porque, según explicaba cuidadosamente a los colegiales nuevos, uno debía recordar constantemente que todos los hombres se componen de las mismas veinticinco letras diversamente combinadas.
Estas peculiaridades se le habrían perdonado de buen grado si hubiese sido un compañero amable, un buen camarada, un nuevo rico colaborador o un muchacho raro pero agradable, con músculos bien dispuestos (caso de Krug). Paduk, a pesar de sus rarezas, era soso, vulgar e insufriblemente ruin. Pensándolo después, uno llega a la inesperada conclusión de que era un verdadero héroe en el campo de la ruindad, pues, cada vez que se entregaba a ella, debía saber que le esperaba el infierno de dolores físicos que sus vengativos condiscípulos le obligaban cada vez a sufrir. Aunque resulte curioso, no podemos recordar ningún ejemplo aislado definido de su ruindad, aunque sí recordamos vivamente lo que Paduk tenía que padecer en represalia de sus recónditos crímenes. Había, por ejemplo, el caso del paidógrafo.
Tendría él catorce o quince años cuando su padre inventó la única de sus concepciones destinada a tener cierto éxito comercial. Era un aparato portátil, parecido a una máquina de escribir, y que reproducía con repelente perfección la escritura de su dueño. Uno proporcionaba al inventor un gran número de muestras de su escritura; él estudiaba los trazos y los enlaces, y le entregaba su paidógrafo individual. El escrito resultante copiaba exactamente el «tono» medio de su escritura, mientras que varias teclas al servicio de cada letra reproducían las pequeñas variaciones de los caracteres. Los signos de puntuación estaban cuidadosamente diversificados dentro de los límites de este o aquel estilo individual, y también se preveían los espacios y lo que los expertos llaman «gradaciones», a fin de disimular la regularidad mecánica. Aunque, naturalmente, un examen minucioso del escrito revelaba siempre la presencia de un medio mecánico, se podía conseguir una buena y más o menos inocente falsificación. Se podía, por ejemplo, encargar el paidógrafo a base de la escritura de un corresponsal, y gastar toda clase de bromas a él mismo y a sus amigos. A pesar de este vano matiz de torpe falsedad, el aparato captó la fantasía del honrado consumidor: los artificios que, de alguna manera nueva y curiosa, imitan la Naturaleza, suelen atraer a las mentalidades sencillas. Un paidógrafo realmente bueno, que reprodujese una multitud de sombras, era un artículo muy caro. Sin embargo, menudearon los pedidos, y fueron muchos los compradores que gozaron del lujo de ver la esencia de su nada complicada personalidad destilada por la magia de un complicado instrumento. En el curso de un año, se vendieron tres mil paidógrafos, y, de éstos, más de una décima parte, según un calculo optimista, se empleó con propósitos fraudulentos (mostrando, tanto los estafadores como los estafados, una notable estupidez en las operaciones). Paduk, padre, estaba a punto de construir una fábrica especial para la producción en gran escala cuando una disposición del Parlamento prohibió la fabricación y venta de paidógrafos en todo el país. Filosóficamente hablando, el paidógrafo subsistió como símbolo ekwilista, como prueba del hecho de que un ingenio mecánico puede reproducir la personalidad, y de que la Cualidad es meramente el aspecto distributivo de la Cantidad.