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Con un rápido, casi restallante, delicado y preciso plumazo, completamente en desacuerdo con su corpulenta complexión, Krug insertó una coma en la cuarta línea. Después (chmok) volvió a tapar la pluma, se la metió en el bolsillo (chmok) y devolvió el documento al aturrullado Rector.
—Fírmelo —dijo el rector, con voz curiosamente automática.
—Dejando aparte los documentos legales —respondió Krug—, y aun no todos, dicho sea de paso, nunca he firmado ni firmaré nada que no haya escrito yo mismo.
El doctor Azureus miró a su alrededor y alzó lentamente los brazos. Por alguna circunstancia, nadie miraba en su dirección, salvo Hedron, el matemático, un hombre macilento, con un bigote llamado «inglés» y una pipa en la mano. El gato estaba durmiendo en la mal ventilada habitación de la hija del rector, la cual estaba soñando que no podía encontrar cierto bote de jalea de manzana que ella sabía que era un barco que había visto una vez en Bervok, y un marinero estaba apoyado allí y escupía por la borda y miraba cómo su salivazo caía, caía, caía en la jalea de manzana de un mar que partía el corazón, pues su sueño estaba teñido de un amarillo de oro, debido a que no había apagado la lámpara, deseosa de mantenerse despierta hasta que se hubiesen marchado los invitados de su anciano padre.
—Además —dijo Krug—, las metáforas son puras paparruchas, mientras que la frase que dice que estamos dispuestos a añadir al programa las asignaturas que se consideren necesarias para fomentar la comprensión política y a hacer cuanto podamos, es un lenguaje tan mezquino que ni siquiera mi coma puede salvarlo. Y ahora, quiero irme a casa.
— Prakhtata meta! —gritó el pobre doctor Azureus a la calladísima asamblea—. Prakhta tuen vadust, mohen kern! Profsar Krug malarma ne donje... Prakhtata!
El doctor Alexander, ligeramente parecido al fugaz marinero, reapareció e hizo una seña; después, llamó al rector, el cual, sin soltar el papel no firmado, se acercó, rápidamente y gimiendo, a su fiel ayudante.
—Vamos, muchacho, no sea estúpido. Firme ese maldito papel —dijo Hedron, inclinándose sobre Krug y apoyando en el hombro de éste el puño con que sostenía la pipa—. ¿Qué diablos importa esto? Estampe su comercialmente valioso garabato. ¡Vamos! Nadie puede tocar nuestros círculos..., pero debemos tener algún sitio donde trazarlos.
—No en el barro, señor, no en el barro —dijo Krug, con su primera sonrisa de la noche.
—Oh, no se las dé de orgulloso pedante —dijo Hedron—. ¿Por qué quiere hacer que me sienta tan incómodo? Yo lo firmé... y mis dioses no se movieron.
Krug, sin mirarle, levantó la mano y tocó ligeramente la manga de tweedde Hedron.
—Está bien —dijo—. Me importa un bledo su ética, con tal de que trace sus círculos y muestre sus trucos de conjuro a mi chico.
Durante un peligroso momento, volvió a sentir la cálida y negra oleada de dolor, y la estancia casi se derritió... Pero el doctor Azureus volvía ya a toda prisa.
—Mi pobre amigo —dijo el rector, con gran entusiasmo—. Ha hecho usted una heroicidad al venir. ¿Por qué no me lo ha dicho? ¡Ahora lo comprendo todo! Desde luego, no podía usted prestar la debida atención... Su decisión y su firma pueden aplazarse..., y tenga la seguridad de que todos nos sentimos profundamente avergonzados de haberle molestado en un momento como éste.
—Siga hablando —dijo Krug—. Adelante. Sus palabras son como un acertijo para mí, pero no se detenga por esto.
Con la horrible impresión de haberse dejado engatusar por una falsa información, Azureus le miró fijamente y, después, balbució:
—Espero no haberme... Quiero decir, espero haberme... Quiero decir, ¿no ha tenido usted..., no ha ocurrido una desgracia en su familia?
—Si ha ocurrido, esto no es de su incumbencia —dijo Krug—. Quiero marcharme a casa —añadió, estallando de pronto, con aquella voz terrible que sonaba como un trueno al llegar al punto culminante de una conferencia—. ¿Podrá ese hombre..., como se llame..., llevarme allá?
Desde lejos, el doctor Alexander hizo una señal de asentimiento al doctor Azureus.
El mendigo había sido relevado. Dos soldados estaban sentados, acurrucados, en el estribo del coche, probablemente custodiándolo. Krug, vivamente deseoso de evitar una charla con el doctor Alexander, se apresuró a subir a la parte de atrás del automóvil. Sin embargo, para su gran pesar, el doctor Alexander, en vez de sentarse al volante, lo hizo a su lado. Con uno de los soldados conduciendo, y el otro apoyando cómodamente un codo en el respaldo de su asiento, el coche chirrió, carraspeó y salió zumbando por las oscuras calles.
—Tal vez le gustaría... —dijo el doctor Alexander, y, rebuscando en el suelo, trató de levantar una manta de viaje para unir debajo de ellas sus propias piernas y las de su compañero de cama. Krug gruñó y apartó de una patada aquella cosa. El doctor Alexander se arrebujó, rebulló y se abrigó él solo, y después, se relajó y descansó lánguidamente una mano en la correa de su lado del coche. Una farola incidental encontró y perdió su ópalo.
—Debo confesar que le he admirado, profesor. Desde luego, ha sido usted el único hombre de verdad entre aquellos pobres y queridos fósiles. Sin duda no ve usted mucho a sus colegas, ¿no es cierto? ¡Oh! Debió sentirse bastante desplazado...
—Se equivoca de nuevo —dijo Krug, rompiendo su voto de silencio—. Aprecio a mis colegas tanto como a mí mismo. Y los aprecio por dos razones: porque son capaces de encontrar la felicidad perfecta en el conocimiento especializado, y porque son incapaces de cometer un asesinato físico.
El doctor Alexander tomó esto por una de las oscuras sutilezas que, según le habían dicho, solía permitirse Krug, y rió prudentemente.
Krug le echó una mirada a través de la movible oscuridad y se volvió sin dar explicaciones.
—Mire usted —siguió diciendo el joven biodinamicista—, yo tengo, profesor, la curiosa impresión de que, sea por lo que fuere, un rebaño de ovejas vale menos que un lobo solitario. Me pregunto qué va a ocurrir ahora. Me pregunto, por ejemplo, cuál sería su actitud si nuestro caprichoso Gobierno, con aparente incongruencia, prescindiese de las ovejas y ofreciese al lobo la posición más brillante que imaginarse pueda. Desde luego, no es más que una idea que me ha pasado por la cabeza, y puede usted reírse de la paradoja —y el orador demostró brevemente que también él podía hacerlo—, pero ésta y otras posibilidades, tal vez de naturaleza completamente opuesta, acuden a veces a mi mente. Mire, cuando yo era estudiante y vivía en una buhardilla, mi patrona, esposa del droguero de abajo, sostenía que yo acabaría pegando fuego a la casa, con el número de velas que quemaba todas las noches mientras escudriñaba las páginas de su en todos aspectos admirable...
—Cállese, ¿quiere? —dijo Krug, revelando de súbito una extraña faceta de vulgaridad e incluso de crueldad, pues nada, en el inocente y bien intencionado, aunque no muy inteligente parloteo del joven científico (que indudablemente había sido transformado en un charlatán por la timidez característica de los jóvenes que padecen exceso de tensión y tal vez falta de alimentos, víctimas del capitalismo, del comunismo y de la masturbación, cuando se hallan en compañía de hombres realmente grandes, como por ejemplo alguien que saben que es amigo personal de su patrono, o el propio jefe de la empresa, o incluso el cuñado del jefe, Gogolevitch, etc.), justificaba la rudeza de su interjección, la cual tuvo empero la virtud de asegurar un completo silencio durante el resto del trayecto.