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Debajo de esto estaba la cálida y blanca piel. Saliendo de la oscuridad, un rastro de hormiga, una estrecha caravana capilar, subía por la mitad del abdomen para terminar en el borde del ombligo; y una espesura más negra y más tupida se extendía como las alas de un águila sobre su pecho.
Debajo de esto estaban una esposa muerta y un hijo dormido.
El rector inclinó la cabeza sobre una mesa de palisandro colocada por sus ayudantes en una posición conspicua. Se caló las gafas empleando una sola mano, sacudió la plateada cabeza para que cesaran las cortesías y procedió a recoger e igualar, con unos golpecitos, los papeles que había estado contando. El doctor Alexander se dirigió de puntillas a un rincón y se sentó en una silla que acababan de traer. El rector depositó sobre la mesa el grueso e igualado fajo de hojas escritas a máquina, se quitó las gafas y, manteniendo éstas apartadas de su oreja derecha, inició su discurso preliminar. Pronto advirtió Krug que, él mismo, se había convertido en una especie de foco de atracción de aquella estancia de ojos de Argos. Sabía que, a excepción de dos de los reunidos, Hedron y, tal vez, Orlik, nadie le tenía verdadera simpatía. A todos —o sobre todos— sus colegas había dicho alguna vez algo... algo imposible de recordar con detalle y difícil de definir en términos generales, alguna descuidada, aguda y dura nimiedad que había rozado un sector en carne viva. Sin que nadie le buscase ni llamase, un rollizo, pálido y granujiento adolescente entró en un aula oscura y miró a Adam, el cual desvió la mirada. —Les he convocado, caballeros, para informarles de ciertas gravísimas circunstancias, circunstancias que sería estúpido ignorar. Como saben ustedes, nuestra Universidad ha estado virtualmente cerrada desde el último día del mes pasado. Ahora me han dado a entender que, a menos que declaremos claramente al Jefe cuáles van a ser nuestro programa, nuestras intenciones y nuestra conducta, este organismo, este viejo y querido organismo, dejará de funcionar definitivamente y será sustituido por otra institución, con otro personal. Dicho en otras palabras, el glorioso edificio construido piedra a piedra por estos dos albañiles, Ciencia y Administración, durante siglos, se derrumbará... Se derrumbará por nuestra falta de iniciativa y de tacto. En la hora undécima, se ha planeado una línea de conducta que, así lo espero, puede evitar el desastre. Mañana podría ser demasiado tarde.
»Todos ustedes saben lo mucho que me disgusta el espíritu de compromiso. ¡Pero no creo que al animoso esfuerzo que realizaremos juntos se le pueda aplicar aquel término ofensivo! ¡Caballeros! Cuando un hombre ha perdido a su amada esposa, cuando un animal ha perdido sus piesen el proceloso océano, cuando un gran ejecutivo ve destrozado el trabajo de toda una vida..., lo lamenta. Lo lamenta demasiado tarde. Así, coloquémonos, por nuestra propia culpa, en el lugar del desolado esposo, del almirante cuya flota se ha hundido en las furiosas olas, del administrador en bancarrota: tomemos nuestro sino en nuestras manos, como una antorcha llameante.
»Ante todo, voy a leerles un breve memorándum, una especie de manifiesto si lo prefieren, que hay que someter al Gobierno y publicar debidamente..., y aquí viene el segundo punto que deseo plantear, un punto que alguno de ustedes habrá ya adivinado. Entre nosotros, hay un hombre... un gran hombre, me permito añadir, que, por singular coincidencia, resulta haber sido, en lejanos tiempos, compañero de escuela de otro gran hombre, el que rige nuestro Estado. Sean cuales fueren nuestras opiniones políticas, y durante mi larga vida yo he compartido la mayoría de ellas, no puede negarse que un Gobierno es un Gobierno y que, como tal, no puede esperarse que tolere una imprudente manifestación de disensión o de indiferencia no provocadas. Lo que nos parecía una bagatela, la simple bola de nieve de un credo político transitorio y sin consistencia, ha adquirido enormes proporciones, se ha convertido en flamígera bandera, mientras nosotros dormitábamos como unos benditos en la seguridad de nuestras grandes bibliotecas y caros laboratorios. Ahora hemos despertado. El despertar ha sido rudo, lo confieso, pero quizá no ha sido sólo culpa del centinela. Confío en que la delicada tarea de redactar este... esto que hemos preparado... este histórico documento que todos estaremos prestos a firmar, ha sido realizado con un profundo sentimiento de su enorme importancia. Confío también en que Adam Krug recordará sus felices días de colegial y llevará personalmente este documento al Jefe, el cual tengo la seguridad de que apreciará mucho la visita de un querido y mundialmente famoso ex condiscípulo, y así prestará un oído más benévolo a nuestro compromiso y a nuestras buenas resoluciones, que el que les habría prestado de no haberse dado esta milagrosa coincidencia. Adam Krug, ¿quiere usted salvarnos?
Las lágrimas habían acudido a los ojos del viejo y su voz había temblado al formular el dramático llamamiento. Una cuartilla resbaló de la mesa y fue a posarse suavemente sobre las rosas verdes de la alfombra. El doctor Alexander se acercó a ella sin ruido y volvió a colocarla sobre la mesa. Orlik, el viejo Zoólogo, abrió un librito que había cerca de él y descubrió que era una cajita vacía con un solo caramelo de menta en el fondo.
—Es usted víctima de una ilusión sentimental, mi querido Azureus —dijo Krug—. Lo que yo y el Sapo conservamos en fait de souvenirs d'enfancees la costumbre que yo tenía de sentarme sobre su cara.
Se oyó un súbito golpe de madera contra madera. El Zoólogo había mirado hacia arriba y, al mismo tiempo, dejado el Buxum biblioformiscon demasiada fuerza. Siguió un silencio. El doctor Azureus se sentó despacio y dijo, en otro tono de voz:
—No acabo de entenderle, profesor. No sé... a quién se refiere la palabra o el nombre que acaba de emplear, ni lo que quiere decir al recordar aquel extraño juego..., probablemente un juego de chiquillos... tenis o algo por el estilo.
—El Sapo era su apodo —dijo Krug—. Y no creo que usted pueda llamar a aquello tenis... ni a la una la mula, pongo por caso. Él no lo llamaba así. Yo era un poco bruto, siento decirlo, y solía echarle la zancadilla y sentarme sobre su cara... Una especie de cura de reposo.
—Por favor, mi querido Krug, por favor —dijo el rector, dando un respingo—. Esto es de dudoso gusto. En el colegio eran ustedes muchachos, y los muchachos siempre serán muchachos, y estoy seguro de que tendrán muchos buenos recuerdos en común, como discutir lecciones o hablar de grandes planes para el futuro; lo que hacen los chicos...
—Yo me senté sobre su cara —dijo Krug, imperturbable— todos los benditos días durante unos cinco años escolares; lo cual representa, si no me equivoco, unas mil sentadas.
Algunos se miraron los pies; otros, la manos; otros encendieron cigarrillos. El Zoólogo, después de mostrar un momentáneo interés por la sesión, se volvió a un estante recién descubierto. El doctor Alexander eludió negligentemente la desviada mirada del viejo Azureus, que sin duda buscaba ayuda en aquel sector inesperado.
—Los detalles del ritual... —prosiguió Krug, pero fue interrumpido por el retintín de una pequeña esquila, una chuchería suiza que la desesperada mano del viejo había encontrado sobre el escritorio.
—Todo esto está completamente fuera de lugar —gritó el rector—. No tengo más remedio que llamarle al orden, mi querido colega. Nos hemos desviado de lo principal...