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Hacía frío en la calle, y Krug lamentó no haber rellenado su frasco de aquel coñac que le había ayudado a vivir aquel día. También estaba muy silenciosa, más silenciosa que de costumbre. En las anticuadas y airosas fachadas del otro lado de la empedrada calle se habían apagado la mayor parte de las luces. Un hombre al que conocía, ex miembro del Parlamento, un poco latoso, que solía sacar a sus dos educados y abrigados perros de largo cuerpo y patas cortas, al anochecer, había sido trasladado dos días atrás del número cincuenta, en un camión atestado ya de otros prisioneros. Por lo visto, el Sapo había decidido hacer su revolución lo más convencional posible. El coche se retrasaba.

Azureus, rector de la Universidad, le había dicho que un tal doctor Alexander, profesor ayudante de Biodinámica, a quien Krug no conocía, iría a buscarle. El tal Alexander había estado recogiendo gente toda la tarde, y el rector había tratado de ponerse al habla con Krug desde después del mediodía. El doctor Alexander era un caballero enérgico, dinámico, eficiente, una de esas personas que, en tiempos calamitosos, salen de la mate oscuridad para florecer súbitamente con salvoconductos, pases, cupones, coches, contactos y listas de direcciones. Los personajes de la Universidad se habían derrumbado inevitablemente, y, desde luego, la reunión no habría sido posible si no hubiese surgido un perfecto organizador en la periferia de su clase, gracias a una afortunada mutación que casi sugería la discreta intervención de una fuerza trascendental. Cuando el coche oficial autorizado, sacado por el mago en medio de nosotros, se detuvo junto al bordillo, rozándolo adrede con un neumático, se podía distinguir, a la vacilante luz de la calle, el emblema (curiosamente parecido a una araña aplastada y dislocada, pero que aún se estremecía) del nuevo Gobierno, sobre una banderita roja fijada en el capó.

Krug se sentó al lado del conductor, que no era más que el propio doctor Alexander, un hombre de cara sonrosada, muy rubio y muy atildado, de treinta y pico de años, con una pluma de faisán en su elegante sombrero verde y una pesada sortija con un ópalo en el cuarto dedo de la mano. Tenía las manos muy blancas y finas, y las apoyaba ligeramente sobre el volante. De las dos (?) personas que viajaban en el asiento de atrás, Krug reconoció a Edmond Beuret, el profesor de Literatura Francesa.

— Bonsoir, cher collegue—dijo Beuret—. On m'a tiré du lit au grand désespoir de ma femme. Comment va la vôtre?

—Hace unos días —dijo Krug— tuve el placer de leer su artículo sobre... —(no podía recordar el nombre de aquel general francés, una honrada aunque algo limitada figura histórica que había sido llevada al suicidio por unos políticos calumniadores).

—Sí —dijo Beuret—, me gustó escribirlo. Les morts, les pauvres morts ont de grandes douleurs. Et quand Octobre souffle...

El doctor Alexander hizo girar el volante con mucha suavidad y habló sin mirar a Krug; después, le echó una rápida mirada, y volvió a mirar seguidamente al frente.

—Tengo entendido, profesor, que esta noche será usted nuestro salvador. La suerte de nuestra Alma Mater está en buenas manos.

Krug gruñó, sin comprometerse. No tenía la menor idea... —¿o era una velada alusión al hecho de que el Jefe, conocido vulgarmente por el Sapo, había sido condiscípulo suyo?—. Pero esto habría sido una tontería.

El coche fue detenido en medio de la plaza de Skotoma (ex Libertad, ex Imperial) por tres soldados, dos policías y la mano levantada del pobre Teodoro Tercero, que siempre quería que le llevasen o ir a una plaza más pequeña; pero el doctor Alexander les señaló la banderita roja y negra, y ellos saludaron y se retiraron a la oscuridad.

Las calles estaban desiertas, como suele ocurrir en las lagunas de la Historia, en los terrains vagues del tiempo. En total, la única criatura viviente que encontraron fue un joven que volvía a casa de un intempestivo y, por lo visto, truncado baile de disfraces: iba vestido de mujikruso —camisa bordada, que flotaba libremente sobre un cinturón adornado con borlas; culotte bouffante; botas carmesí y reloj de pulsera.

— On va lui torcher le derrière, à ce gaillard-là—observó tristemente el profesor Beuret.

La otra persona —anónima— del asiento de atrás murmuró algo inaudible y se respondió a sí mismo de un modo afirmativo, pero también inarticulado.

—No puedo correr mucho más —dijo el doctor Alexander, mirando fijamente al frente— porque los neumáticos están gastados. Si quiere usted meter la mano en mi bolsillo de la derecha, profesor, encontrará unos cigarrillos.

—No fumo —dijo Krug—. Y, de todos modos, no creo que haya ninguno.

Siguieron rodando un rato en silencio.

—¿Por qué? —preguntó el doctor Alexander, pisando y soltando suavemente el acelerador.

—Una idea que pasó por mi cabeza —dijo Krug.

El simpático conductor apartó discretamente una mano del volante y palpó su bolsillo; después, hizo lo mismo con la otra. Al cabo de un momento, repitió la operación con la derecha.

—Los habré perdido —dijo, después de otro minuto de silencio—. Y usted, profesor, no sólo no fuma, y es un hombre genial, como todo el mundo sabe, sino que es también —con una rápida mirada— un jugador extraordinariamente afortunado.

—Esto es verad —dijo Beuret, pasando súbitamente al inglés, que sabía que Krug conocía, y hablándolo como un inglés que lee un libro francés—, esto es verdad, y sé por fuentes bien informadas que el depuesto chef del Estado ha sido capturado junto con otros dos tipos (aquí el autor empieza a aburrirse... o se olvida) en algún lugar de la montaña... ¿y fusilados? Pero no; esto no puedo creerlo..., es demasiado horrible (aquí el autor vuelve a recordar).

—Probablemente un poco exagerado —observó el doctor Alexander en su lengua vernácula—. En la actualidad pueden circular toda clase de feos rumores, y, aunque domusta barbarn kapusta(las esposas más feas son las más fieles), yo no lo creo en este caso particular —terminó, con una alegre carcajada, y se hizo otro silencio.

¡Oh, mi extraña ciudad natal! Tus estrechas callejuelas, por donde pasaron antaño los romanos, sueñan de noche en cosas diferentes de las que sueñan las fugaces criaturas que pisan tus piedras. ¡Oh, extraña ciudad! Cada una de tus piedras guarda tantos viejos recuerdos como motas de polvo hay en ellas. Cada una de tus piedras grises y calladas ha visto arder un largo cabello de bruja, atrepellar a un pálido astrónomo, patear un pordiosero a otro pordiosero en la ingle... y los cabellos del Rey arrancando chispas de tu suelo, y los lechuguinos de traje castaño y los poetas vestidos de negro entrando en los cafés, mientras tú rezumabas agua sucia a los divertidos ecos de ¡agua va! Ciudad de sueños, sueño cambiante, oh tú, piedra inconstante. Las pequeñas tiendas, cerradas todas en la limpia noche, los desvaídos muros, la hornacina compartida por la paloma sin hogar y el clérigo esculpido, el rosetón, la sudorosa gárgola, el sayón que abofeteó a Cristo: esculturas sin vida mezclando sus plumas con las de una vida oscura... Tus angostas y rudas calles no fueron hechas para las ruedas de unos ingenios borrachos de gasolina... Y al detenerse al fin el automóvil y apearse trabajosamente de él el corpulento Beuret, siguiendo la estela de su barba, el hombre anónimo y susurrante que había estado sentado a su lado, se partió en dos y produjo, por súbita germinación, a Gleeman, el enclenque profesor de Poesía Medieval, y al igualmente diminuto Yanovsky, que enseñaba escansión eslava: dos homúnculos recién nacidos, puestos ahora a secar sobre el paleolítico pavimento.