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—Allí no hay ganchos —dijo Aliocha en voz baja y mirando a su padre gravemente.
—Entonces habrá sombras de ganchos. Sí, ya sé. Un francés describe así el infierno:
»He visto la sombra de un cochero
que con la sombra de un cepillo
frotaba la sombra de una carroza.
»¿Cómo sabes, querido, que allí no hay ganchos? Cuando estés en el monasterio, entérate bien y ven a informarme. Me iré más tranquilo al otro mundo cuando sepa lo que pasa allí. Será mejor para ti estar con los monjes que conmigo, viejo borracho, rodeado de muchachas..., aunque tú eres como un ángel y estás por encima de todo esto. Por eso lo dejo ir, aunque pienso que tal vez allí ocurra lo mismo. En ese caso, como no eres tonto, tu fervor se extinguirá y volverás curado. Y yo lo recibiré con los brazos abiertos, pues eres el único que no me censuras, mi amado hijo. Y ante esto no puedo menos de conmoverme.
Y empezó a lloriquear. Estaba sentimental: con su maldad se había mezclado el sentimentalismo.
CAPITULO V
Los «startsy»
El lector se imaginará tal vez a mi héroe como un ser pálido, soñador, enfermizo. Por el contrario, Aliocha era un joven (diecinueve años) de buena figura y desbordante de salud. Era alto, de cabellos castaños, rostro regular aunque un tanto alargado, mejillas coloradas, ojos de un gris profundo, grandes, brillantes, y expresión pensativa y serena. Se me dirá que tener las mejillas coloradas no impide ser un místico fanático. Pues bien, me parece que Aliocha era tan realista como el primero. Ciertamente, creía en los milagros, pero, a mi modo de ver, los milagros no afectan al realista, pues no le llevan a creer. El verdadero realista, si es incrédulo, halla siempre en sí mismo la voluntad y la energía para no creer en el milagro, y si éste se le presenta como un hecho incontrastable, dudará de sus sentidos antes que admitir el hecho. Y si lo admite, lo considerará como un hecho natural que anteriormente no conocía. Para el realista no es la fe lo que nace del milagro, sino el milagro el que nace de la fe. Si el realista adquiere fe, ha de admitir también el milagro, en virtud de su realismo. El apóstol Santo Tomás dijo que sólo creía lo que veía, y después exclamó: «¡Señor mío y Dios mío! [4]» ¿Había sido el milagro lo que le había obligado a creer? Probablemente, no. Creyó porque deseaba creer, y tal vez llevaba ya una fe íntegra en los repliegues más ocultos de su corazón cuando afirmaba que no creía nada que no hubiera visto.
Se dirá, sin duda, que Aliocha no estaba completamente formado, puesto que no había terminado sus estudios. Esto es verdad, pero sería una injusticia deducir de ello que el muchacho era obtuso o necio. Repito que escogió este camino solamente porque entonces era el único que le atraía, ya que representaba la ascensión hacia la luz, la liberación de su alma de las tinieblas. Además, era un joven de nuestra época, es decir, ávido de verdades, de esos que buscan la verdad con ardor y que, una vez que la encuentran, se entregan a ella con todo el fervor de su alma, anhelantes de realizaciones, y se muestran dispuestos a sacrificarlo todo, incluso la vida, por sus fines. Lo malo es que estos jóvenes no comprenden que suele ser más fácil sacrificar la vida que dedicar cinco o seis años de su hermosa juventud al estudio, a la ciencia —aunque sólo sea para multiplicar sus posibilidades de servir a la verdad y alcanzar el fin deseado—, lo que supone para ellos un esfuerzo del que no son capaces.
Aliocha había elegido el camino opuesto al de la juventud en general, pero con el mismo afán de realidades inmediatas. Apenas se hubo convencido, tras largas reflexiones, de que Dios y la inmortalidad del alma existían, se dijo que quería vivir para alcanzar la inmortalidad. Del mismo modo, si hubiera llegado a la conclusión de que no existían ni la inmortalidad del alma ni Dios, se habría afiliado al socialismo y al ateísmo. Porque el socialismo no es sólo una doctrina obrera, sino que representa el ateísmo en su forma contemporánea; es la cuestión de la torre de Babel, que se construyó a espaldas de Dios no por alcanzar el cielo desde la tierra, sino por bajar a la tierra el cielo.
A Aliocha le pareció imposible seguir viviendo como habla vivido hasta entonces. Se dijo: «Si quieres ser perfecto, da todo lo que tienes y sígueme» [5]. Y luego pensó: «No puedo dar sólo dos rublos en vez de darlo todo, ni limitarme a ir a misa en vez de seguirle.» Acaso entre los recuerdos de su infancia conservaba el del monasterio, adonde su madre pudo llevarle para asistir a alguna función religiosa. Tal vez había obedecido a la influencia de los rayos oblicuos del sol poniente, al recuerdo de aquel atardecer en que se hallaba ante la imagen hacia la cual lo acercaba su madre, la endemoniada. Llegó a nuestro pueblo pensativo, preguntándose si aquí habría que darlo todo o solamente dos rublos, y se encontró en el monasterio con el starets.
Me refiero al staretsZósimo, del que ya he hablado antes. Convendría decir unas palabras del papel que desempeñan los startsyen nuestros monasterios. Lamento no tener la competencia necesaria en esta cuestión, pero intentaré tratar el asunto someramente. Los especialistas competentes afirman que la institución apareció en los monasterios rusos en una época reciente, hace menos de un siglo, siendo así que en todo el Oriente ortodoxo, y sobre todo en el Sinaí y en el monte Athos, existe desde hace mil años. Se dice que los startsydebían de existir en Rusia en una remota antigüedad, pero que a consecuencia de una serie de calamidades y disensiones que sobrevinieron, como la interrupción de las seculares relaciones con Oriente y la caída de Constantinopla, esta institución desapareció en nuestro país. Andando el tiempo resurgió por impulso de uno de nuestros más grandes ascetas, Paisius Velitchkovski, y de sus discípulos; pero ha transcurrido ya un siglo y aún no rige sino en un reducido número de monasterios. Además, no está libre de persecuciones, por considerarla como una i
¿Qué es un starets? Un staretses el que absorbe nuestra alma y nuestra voluntad y hace que nos entreguemos a él, obedeciéndole en todo y con absoluta resignación. El penitente se somete voluntariamente a esta prueba, a este duro aprendizaje, con la esperanza de conseguir, tras un largo período, tras toda una vida de obediencia, la libertad ante sí mismo, y evitar así la suerte de los que viven sin hacer jamás el hallazgo de su propio ser.