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—Eso es, eso es —dijo Aliocha—. Comparto su opinión.

—Por lo tanto, no está todo perdido. Dmitri está desesperado, y todavía le puedo salvar. ¿No le ha hablado de dinero, de tres mil rublos?

—No sólo me ha hablado, sino que he visto que es esto lo que más le mortifica —repuso Aliocha sintiendo renacer su esperanza al entrever la posibilidad de salvar a su hermano—. Me ha dicho que todo le es indiferente desde que ha perdido el honor. ¿Sabe usted qué ha hecho de ese dinero? —añadió, y se contuvo de pronto.

—Lo sé desde hace tiempo. Telegrafié a Moscú y me enteré de que no lo habían recibido. Sé que no lo ha enviado, pero no he dicho nada. La semana pasada me enteré de que no tenía un céntimo... Lo único que persigo es que sepa a quién debe dirigirse, dónde puede encontrar una amistad verdadera. Pero él se obstina en no ver que su más fiel amigo soy yo. Toda la semana me he estado atormentando con la pregunta de qué podría hacer para que Dmitri no se sonrojara ante mí por haber gastado esos tres mil rublos. Bien que se avergüence ante todos y ante sí mismo, pero no ante mí. No comprendo que ignore todavía lo que soy capaz de soportar por él. ¿Cómo es posible que no me conozca después de lo que ha pasado? Quiero salvarlo para siempre. ¡Que deje de ver en mí su prometida! Ante mí se siente deshonrado, pero con usted no vacila en franquearse, Alexei Fiodorovitch. No he conseguido su confianza...

Las lágrimas bañaron sus ojos mientras pronunciaba estas últimas palabras.

—He de decirle —manifestó Aliocha con voz trémula— que Dmitri acaba de tener una escena espantosa con mi padre.

Se lo contó todo: que Dmitri le había enviado a pedirle dinero, que de pronto había entrado en la casa y agredido a Fiodor Pavlovitch y que, hecho esto, le había pedido con insistencia que fuera a «saludarla».

—Ha ido a ver a esa mujer —añadió Aliocha en voz baja.

—¿Cree usted que yo no puedo soportar sus relaciones con esa mujer? —dijo Catalina Ivanovna con una risita nerviosa—. Lo mismo cree él. Sin embargo, no se casará con ella. Los Karamazov se abrasan en un ardor perpetuo. Lo que él siente es un arrebato, no amor. Nunca se casará con ella, porque ella no quiere casarse con él —terminó, con la misma risita extraña.

—Es capaz de casarse —dijo Aliocha tristemente, con la cabeza baja.

—¡Le digo que no se casará! —exclamó Catalina Ivanovna con vehemencia—. Esa muchacha es un ángel, ¿sabe usted? Es la más encantadora de las mujeres. Tiene el don de seducir, desde luego, pero posee un carácter noble y bondadoso. ¿Por qué me mira de ese modo, Alexei Fiodorovitch? Mis palabras le han dejado atónito. No me cree usted, ¿verdad? ¡Agrafena Alejandrovna! —llamó de pronto, volviendo la vista hacia la puerta—. Venga, querida. Este joven está al corriente de todos nuestros asuntos. Quiero que la vea.

—Estaba esperando que me llamase —dijo una voz dulce, incluso empalagosa.

La puerta se abrió y apareció... Gruchegnka en persona, gozosa, sonriendo. Aliocha se estremeció. Miraba fijamente a la recién llegada, y sentía como si no pudiera apartar de ella los ojos. «Ahí está esa mujer temible, ese monstruo, como Iván la ha llamado hace media hora», se dijo. Sin embargo, tenía ante él a un ser corriente, incluso sencillo a primera vista, una mujer encantadora, de expresión bondadosa, bonita, verdad es, pero semejante a todas las mujeres bonitas de tipo ordinario. En verdad, era incluso hermosa, muy hermosa, con esa belleza rusa que inspira tantas pasiones; de no escasa talla, aunque sin igualar a Catalina Ivanovna, que era alta y fuerte; movimientos suaves y silenciosos, de una suavidad que estaba en armonía con la dulzura de su voz. Avanzó, no con paso firme y seguro como el de Catalina Ivanovna, sino sin ruido: no se la oía andar.

Se dejó caer en un sillón, con un suave rumor de su elegante vestido de seda negra, y, friolera, cubrió con un chal de lana su cuello, blanco como la nieve, y sus anchos hombros. Su cara indicaba exactamente su edad: veintidós años. Su piel era blanquísima, con tonalidades de un rosa pálido; el óvalo de su rostro, un poco ancho, la mandíbula inferior, un tanto saliente; el labio superior era delgado; el inferior, prominente, como hinchado y mucho más enérgico. A esto había que añadir una magnífica y abundante cabellera de color castaño, unas cejas oscuras y unos ojos admirables, de un gris azulado, protegidos por largas pestañas. El hombre más indiferente, más distraído, el más extraviado entre la multitud durante el paseo, no habría dejado de detenerse ante este rostro y no habría podido olvidarlo en mucho tiempo.

Lo que más impresionó a Aliocha fue su expresión infantil e ingenua. Tenía miradas y alegrías de niña. Se acercó a la mesa, alborozada, alegre, impaciente y curiosa, como si esperase algo. Su mirada alegraba el alma. Aliocha lo notó. Además, había en ella un algo que no se sabía lo que era, pero que se percibía: aquella suavidad de movimientos, aquella ligereza felina de cuerpo, que, no obstante, era poderoso y robusto. Bajo su chal se dibujaban unos hombros llenos y unos senos firmes de mujer joven. En aquel cuerpo se presumían las formas de la Venus de Milo, pero con proporciones un tanto excesivas.

Los conocedores de la belleza rusa que hubieran contemplado a Gruchegnka, habrían predicho con plena convicción que cuando frisara en los treinta, aquella belleza, fresca aún, perdería la armonía: desaparecería la nitidez de sus facciones, se formarían rápidamente arrugas en la frente y alrededor de los ojos; el cutis se marchitaría, enrojecería tal vez. En una palabra, que Gruchegnka tenía esa belleza que parece otorgar el diablo, esa hermosura efímera tan frecuente en las mujeres rusas.

Aliocha, naturalmente, no pensaba en estas cosas, pero, aunque encantado, se preguntaba contrariado y como a pesar suyo: «¿Por qué arrastrará de ese modo las palabras y no hablará con naturalidad?»

A Gruchegnka le parecía sin duda bonito arrastrar las sílabas y darles una entonación cantarina. Sin embargo, esto no era sino un hábito de mal tono, que revelaba una educación deficiente y una falsa noción de las normas sociales.

Este modo de hablar afectado parecía a Aliocha incompatible con aquella expresión ingenua y radiante, con el alegre e infantil centelleo de aquellos ojos.

Catalina Ivanovna la hizo sentar frente a Aliocha y besó más de una vez los labios sonrientes de aquella joven como si estuviese enamorada de ella.

—Es la primera vez que nos vemos —explicó, y añadió ilusionada—: Alexei Fiodorovitch, yo quería verla, conocerla, y estaba dispuesta a ir en su busca, pero ella ha acudido a mi primera llamada. Tenía la seguridad de que lo arreglaríamos todo; lo presentía. Me rogaron que renunciara a dar este paso, pero yo preveía el resultado y no me equivoqué. Gruchegnka me ha explicado sus intenciones con todo detalle. Ha venido a mí como un ángel bueno y me ha traído la paz y la alegría.

—Lo que ocurre es que usted no me ha despreciado, mi querida señorita —dijo Gruchegnka con su dulce sonrisa y en tono humilde.

—¡No diga esas cosas, mi encantadora amiga! ¿Despreciarla yo? Voy a besar otra vez ese labio tan lindo. Parece hinchado, pero yo haré que lo parezca más aún... Mire cómo se ríe, Alexei Fiodorovitch. Se le alegra a uno el corazón mirando a este ángel.