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Aliocha enrojeció y se estremeció ligeramente.
—Es usted muy generosa, mi querida señorita, pero yo no creo merecer estas muestras de cariño.
—¡No cree merecerlas! —exclamó con la misma vehemencia Catalina Ivanovna—. Ha de saber, Alexei Fiodorovitch, que tiene ideas fantásticas, independientes, pero también un corazón digno, dignísimo. Es noble y generosa, ¿sabe usted, Alexei Fiodorovitch? Pero tuvo una desgracia, se apresuró a sacrificarse a un hombre tal vez indigno, o, por lo menos, ligero. Amaba a un oficial y le entregó todo su ser. De esto hace ya mucho tiempo, cinco años. Y el oficial la olvidó y se casó con otra. Se quedó viudo y entonces le escribió y se puso en camino. Sepa usted que es al único hombre que ha amado. Llega, y de nuevo Gruchegnka es feliz, después de cinco años de sufrimiento. ¿Qué se le puede reprochar, quién puede envanecerse de haber obtenido sus favores? Ese comerciante, ese viejo impotente, era para ella un amigo, un protector. La encontró desesperada, atormentada, abandonada. Quería arrojarse al agua y ese viejo la salvó.
—Me defiende usted con demasiado calor, mi querida señorita; se excede usted un poco —se humilló de nuevo Gruchegnka.
—¿Que yo la defiendo? ¿Quién soy yo para defenderla y qué necesidad de defensa tiene usted? Gruchegnka, querida Gruchegnka, deme su mano. Mire esta manita gordezuela, esta mano deliciosa, Alexei Fiodorovitch. Ella me ha traído la felicidad, ella me ha resucitado. Voy a besarla... Así, así...
Besó tres veces, como enajenada, aquella mano, verdaderamente encantadora pero tal vez demasiado gordezuela. Gruchegnka se dejaba mimar, riendo nerviosamente y sin dejar de observar a su «querida señorita».
«Se exalta demasiado», pensó Aliocha. Y enrojeció. Estaba intranquilo.
—Usted, mi querida señorita, quiere avergonzarme: por eso me besa la mano delante de Alexei Fiodorovitch.
—¿Yo avergonzarla? —dijo Catalina Ivanovna con cierto estupor—. ¡Ah, querida! ¡Qué poco me conoce usted!
—Tampoco usted me conoce a mí, mi querida señorita. Soy peor de lo que usted supone. No tengo corazón; soy caprichosa. He conquistado a Dmitri Fiodorovitch sólo para burlarme de él.
—Pero usted irá a salvarlo: me lo ha prometido. Usted le dirá francamente que desde hace mucho tiempo ama a otro hombre que está dispuesto a casarse con usted...
—¡Ah, no! Yo no le he prometido nada de eso. Es usted quien lo ha dicho, no yo.
—Habré entendido mal —murmuró Catalina Ivanovna, palideciendo ligeramente—. Usted me ha prometido...
—No, no, mi angelical señorita —la interrumpió Gruchegnka con su invariable expresión alegre, placentera, inocente—, yo no le he prometido nada. Ya ve, mi honorable señorita, como soy mala y voluntariosa. Todo lo que me gusta hacer, lo hago. Tal vez es verdad que hace un momento le he hecho la promesa que usted dice, y ahora me pregunto: «¿Y si Mitia volviera a gustarme?» Pues una vez me gustó durante una hora. Acaso vaya a decirle que se quede en mi casa desde hoy... Ya ve si soy inconstante.
—Hace unos momentos hablaba usted de otro modo —dijo Catalina Ivanovna.
—Sí, pero soy una tonta; mi corazón es débil. ¿Qué pasaría si le compadeciera sólo al pensar lo mucho que le he hecho sufrir?
—No esperaba que...
—¡Ah, señorita! ¡Cómo resplandece su bondad y su nobleza a mi lado!... Acaso ahora, al conocer mi carácter, deje de quererme. Deme su mano —le pidió cariñosamente, y se la llevó a los labios, con gesto respetuoso—. Voy a besarle la mano, señorita, como usted me la ha besado a mí. Usted me ha dado tres besos. Yo habría de darle trescientos para saldar la cuenta. Así lo haré, y después, sea lo que Dios quiera. Tal vez seré su esclava y la complaceré en todo, aunque no exista ningún convenio ni promesa. Deme su mano, deme su linda mano, mi querida señorita.
Se llevó lentamente la mano a los labios con el propósito de «saldar la cuenta». Catalina Ivanovna no retiró la mano. Había concebido cierta esperanza ante la promesa de Gruchegnka —a pesar de lo vagamente que la había expresado— de «complacerla en todo». La miraba a los ojos con ansiedad y vela en ellos una invariable expresión ingenua y confiada, una alegría serena... «Acaso sea demasiado ingenua», se dijo Catalina Ivanovna al sentir aquella sombra de esperanza. Pero Gruchegnka, después de llevarse lentamente la «linda manecita» a los labios, ni siquiera la rozó con ellos y quedó pensativa, reteniéndola entre las suyas.
De pronto, arrastrando las palabras y con su voz melosa, dijo:
—Lo he pensado bien, ángel mío, y he decidido no besarle la mano.
Y lanzó una alegre risita.
—Como usted quiera —dijo Catalina Ivanovna, estremeciéndose—. ¿Pero qué ha pasado?
—Acuérdese bien de esto: usted me ha besado la mano y yo no se la he besado a usted.
Sus ojos fulguraban. Miraba a Catalina Ivanovna con obstinada fijeza.
—¡Insolente! —exclamó Catalina Ivanovna.
Lo había comprendido todo en un instante. Se levantó, ciega de ira. Gruchegnka se puso también en pie, aunque sin apresurarse.
—Contaré a Mitia que usted me ha besado la mano y que yo no he querido besarle la suya. ¡Cómo se va a reír!
—¡Fuera de aquí, bribona!
—¡Qué vergüenza! Una señorita como usted no debería emplear semejantes expresiones.
—¡Fuera de aquí, mujer de la calle! —gritó Catalina Ivanovna, convulsa, temblando.
—¿Yo mujer de la calle? ¡Eso usted, que va en busca del dinero de los hombres jóvenes y trafica con sus encantos! Lo sé todo.
Catalina Ivanovna lanzó un grito y fue a arrojarse sobre ella, pero Aliocha la detuvo, poniendo en ello todas sus fuerzas.
—¡Quieta! ¡No le conteste! Se marchará por su propia voluntad.
Las dos tías de Catalina Ivanovna y la doncella acudieron al oír sus gritos y se precipitaron sobre ella.
—Bueno, ya me voy —dijo Gruchegnka, cogiendo su Mantilla—. Aliocha, querido, acompáñame.
—¡Váyase, váyase enseguida! —imploró Aliocha, con las manos enlazadas.
—Aliocha, querido, acompáñame. Por el camino te diré algo que te encantará. Sólo por ti he hecho todo esto. Ven conmigo y no te arrepentirás.
Aliocha le volvió la espalda, retorciéndose las manos. Gruchegnka huyó, corriendo y riéndose con risa sonora.
Catalina Ivanovna sufrió un ataque de nervios. Gemía, se ahogaba entre espasmos. La rodearon solícitamente.
—Ya te lo advertí —dijo la tía de más edad—. Te has precipitado. No debiste exponerte a dar un paso así. No conoces a estas mujeres. Y dicen que ésta es la peor de todas. Siempre has de hacer lo que se te mete entre ceja y ceja.