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Iván obedeció, conservando la seriedad.
—No creas que no te quiero —le dijo su padre—. Te quiero tanto como a Aliocha. ¿Un poco de coñac?
—Sí, gracias.
Y se preguntó en su fuero interno, mirando fijamente a su padre: «¿Qué querrá de mí?»
Luego observó a Smerdiakov con profunda curiosidad.
—¡Tú estás ya excomulgado! —estalló Grigori—. ¿Cómo te atreves a discutir, cretino?
—No insultes, Grigori. Cálmate —dijo Fiodor Pavlovitch.
—Tenga un poco de paciencia, Grigori Vasilievitch, pues no he terminado todavía. En el momento en que reniego de Dios, en ese mismo instante, me convierto en una especie de pagano. Mi bautismo se borra, queda sin efecto. ¿No es así?.
—Termina pronto, muchacho —le dijo Fiodor Pavlovitch mientras paladeaba con fruición un sorbo de coñac.
—Cuando contesto a la pregunta de los verdugos diciendo que ya no soy cristiano, yo no miento, pues ya estoy «descristianizado» por el mismo Dios, que me ha excomulgado apenas he pensado decir que no soy cristiano. Por lo tanto, ¿con qué derecho se me pedirían cuentas en el otro mundo como cristiano, por haber abjurado de Cristo, si en el momento de abjurar ya no era cristiano? Si no soy cristiano, no puedo abjurar de Cristo, puesto que ya lo he hecho anteriormente. ¿Quién, incluso desde el cielo, puede reprochar a un pagano no haber nacido cristiano e intentar castigarlo? ¿No dice el proverbio que no se puede desollar dos veces al mismo toro? Si el Todopoderoso pide cuentas a un pagano a su muerte, supongo que, ya que no lo puede absolver del todo, lo castigará ligeramente, pues no sé cómo puede acusarle de ser pagano habiendo nacido de padres paganos. ¿Puede el Señor coger a un pagano y obligarle a ser cristiano aunque no lo sienta? Esto sería contrario a la verdad, y no es posible que el que reina sobre los cielos y la tierra diga la mentira más insignificante.
Grigori se quedó mirando al orador con ojos desorbitados y expresión estúpida. Aunque no comprendía del todo lo dicho por Smerdiakov, había captado una parte de aquel galimatías y tenía el gesto del hombre que acaba de dar una cabezada contra la pared. Fiodor Pavlovitch apuró su copa y se echó a reír ruidosamente.
—¡Qué hombre, Aliocha, qué hombre! Es un casuista. Sin duda tiene tratos frecuentes con jesuitas, ¿verdad, Iván? Hueles a jesuita, Smerdiakov. ¿Quién te ha enseñado esas cosas? Pero mientes desvergonzadamente, casuista; mientes y divagas. No te aflijas, Grigori: lo vamos a hacer polvo. Responde a esto, burro: admito que no faltas ante los verdugos, pero has abjurado interiormente y tú mismo has reconocido que al instante ha caído sobre ti la excomunión. Pues bien, no creo que en el infierno acaricien la cabeza a un excomulgado. ¿Qué dices a eso, mi buen padre jesuita?
—Es indudable que he abjurado desde el fondo de mi corazón; sin embargo, si hay pecado en ello, el pecado es muy venial.
—¡Eso es falso, maldito! —dijo Grigori.
—Escúcheme y juzgue por usted mismo, Grigori Vasilievitch —continuó Smerdiakov impertérrito, consciente de su victoria, pero como mostrándose generoso con un adversario vencido—. Juzgue por usted mismo. En las Escrituras se dice que si uno tiene fe, aunque sea por el valor de un grano, y ordena a una montaña que se precipite en el mar, la montaña obedecerá sin la menor vacilación. Pues bien, Grigori Vasilievitch, ya que yo no soy creyente y usted cree serlo hasta tal punto de insultarme sin cesar, pruebe a decir a una montaña que se arroje, no ya al mar, que está muy lejos de aquí, sino simplemente a ese río infecto que pasa por detrás de nuestro jardín, y verá usted como la montaña no se mueve ni se produce el menor cambio en ella, por mucho que usted grite. Esto quiere decir, Grigori Vasilievitch, que usted no tiene verdadera fe y que, para desquitarse, abruma a su prójimo con sus invectivas. Supongamos que nadie en nuestra época, nadie absolutamente, desde la persona de más elevada posición hasta el último patán, puede arrojar las montañas al mar, exceptuando a uno o dos hombres que hacen vida de santos en los desiertos de Egipto, donde no se les puede encontrar. Si es así, si todos los demás carecen de verdadera fe, ¿es posible que éstos, es decir, la población del mundo entero, excepto los dos anacoretas, reciban la maldición del Señor? ¿Es posible que el Señor no perdone a ninguno de ellos, a pesar de su misericordia infinita? No es posible, ¿verdad? Por lo tanto, espero que se me perdonen mis dudas cuando derrame lágrimas de arrepentimiento.
—¿De modo —exclamó Pavlovitch en el colmo del entusiasmo— que tú crees que hay dos hombres capaces de mover las montañas? Observa este detalle, Iván: toda Rusia está con él.
—Exacto: es un rasgo característico de la fe popular de nuestro país —dijo Iván Fiodorovitch con una sonrisa de aprobación.
—Si estás de acuerdo conmigo, eso prueba que mi observación es exacta. ¿Verdad, Aliocha? Eso se ajusta perfectamente a la fe rusa.
—No, Smerdiakov no posee la fe rusa —repuso Aliocha con acento grave y firme.
—No me refiero a su fe, sino a ese detalle, a esos dos anacoretas. ¿No es un detalle muy ruso?
—Sí, ese detalle es completamente ruso —concedió Aliocha sonriendo.
—Esa observación merece una moneda de oro, burra de Balaam, y hoy mismo te la enviaré. Pero todo lo demás que has dicho es falso. Has de saber, imbécil, que si nosotros no tenemos más fe es por pura frivolidad: los negocios nos absorben; los días no tienen más que veinticuatro horas; uno no tiene tiempo no ya para arrepentirse, sino ni para dormir sus libaciones. Pero tú has abjurado ante los verdugos, cuando lo único que tenías que hacer era pensar en la fe y en el momento que era preciso demostrarla. Me parece, joven, que esto constituye un pecado, ¿no?
—Sí, pero un pecado venial. Juzgue por usted mismo, Grigori Vasilievitch. Si yo hubiese creído entonces de verdad, tal como se debe creer, hubiera cometido un verdadero pecado al no querer sufrir el martirio y preferir convertirme a la maldita religión de Mahoma. Pero si hubiese tenido verdadera fe, tampoco habría sufrido el martirio, pues me habría bastado decir a una montaña que avanzara y aplastase al verdugo, para que ella se hubiera puesto al punto en movimiento y hubiese dejado a mis enemigos como viles gusanos pisoteados. Y entonces yo me habría marchado como si nada hubiera ocurrido, glorificando y loando a Dios. Pero si lo hubiese intentado, si hubiese gritado a la montaña que aplastara al verdugo y ella no lo hubiese hecho, ¿cómo habría sido posible impedir que me asaltara la duda en aquel momento de espanto mortal? En tal caso, yo sabría ya que no iba a ir al reino de los cielos, puesto que la montaña no había obedecido a mi voz, lo que demostraba que mi fe no gozaba de gran crédito allá arriba y que la recompensa que me esperaba en el otro mundo no era demasiado importante. ¿Y quiere usted que, sabiendo esto, me dejara despellejar? La montaña no habría obedecido a mis gritos ni siquiera cuando estuviese despellejado hasta media espalda. En tales momentos, no sólo puede asaltarnos la duda, sino que el terror puede volvernos locos. En consecuencia, ¿puedo sentirme culpable si, no viendo por ninguna parte provecho ni recompensa, decido salvar al menos la vida? He aquí por qué, confiando en la misericordia divina, espero que se me perdone.