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Fiodor Pavlovitch empezó a mirarlo desde un punto de vista algo distinto. Sus ataques eran más frecuentes. Marta Ignatievna tenía que sustituirlo en la cocina, y esto no convenía en modo alguno a su dueño.
—¿Por qué tus ataques son ahora más frecuentes que antes? —preguntó al nuevo cocinero, mirándole de hito en hito—. Debes casarte. ¿Quieres que te busque esposa?
Pero Smerdiakov, pálido de enojo, no contestó a esta pregunta. Fiodor Pavlovitch se encogió de hombros y se fue. Sabía que era honrado a carta cabal, incapaz de quitar a nadie un alfiler, y esto era para él lo más importante. Una vez, Fiodor Pavlovitch, estando embriagado, había perdido en el patio tres billetes de cien rublos que acababa de recibir. Hasta el día siguiente no se dio cuenta de la pérdida, y cuando estaba buscando en sus bolsillos, los vio encima de la mesa. El día anterior, Smerdiakov los había encontrado y se los había puesto allí.
—No he visto jamás nada semejante, mi buen Smerdiakov —dijo simplemente Fiodor Pavlovitch. Y le regaló diez rublos.
Hay que decir que, además de estimar su honradez, le tenía afecto, aunque él lo tratara con tan poca amabilidad como a todos. Quien lo observara y se preguntase: «¿Qué es lo que interesa a este hombre? ¿Cuáles son sus principales preocupaciones?», no habría sabido qué contestarse. Sin embargo, Smerdiakov permanecía a veces, estuviera en la casa, en el patio o en la calle, sumido en sus pensamientos durante diez minutos. En estos momentos, su semblante no habría revelado nada al mejor fisonomista. Por lo menos, éste no habría leído en él pensamiento alguno; solamente habría observado que Smerdiakov se hallaba en una especie de estado contemplativo. Hay un notable cuadro de Kramskoi titulado El contemplativo. Un bosque en invierno. En el camino hay un hombre del campo que lleva una hopalanda deshilachada y unas viejas botas, y que parece estar reflexionando. En realidad, no piensa: lo que hace es contemplar algo. Si lo tocarais, se estremecería y os miraría como si saliera de un sueño, sin comprender nada. Se tranquilizaría enseguida, pero si le preguntaseis en qué pensaba, seguramente no se acordaría, aunque volviera a experimentar las impresiones recibidas durante su estado contemplativo. Estas impresiones son para él valiosísimas y se van acumulando en su ser, sin que él se dé cuenta ni sepa con qué fin. Y puede ocurrir que un día, tras haberlas almacenado durante años, lo deje todo y se vaya a Jerusalén a salvar su alma, o que prenda fuego a su pueblo natal. También es posible que haga las dos cosas. Hay muchos contemplativos de esta índole en nuestro país. Smerdiakov era evidentemente un tipo de este género: almacenaba sus impresiones sin saber para qué.
CAPITULO VII
Una controversia
Pues bien, la burra de Balaam empezó a hablar de pronto, cuando se comentaba un suceso extraordinario.
Por la mañana, hallándose en la tienda de Lukianov, Grigori había oído referir al comerciante lo siguiente: un soldado ruso había caído prisionero en un lugar lejano de Asia, y el enemigo quiso obligarle, bajo la amenaza de la tortura y de la muerte, a abjurar del cristianismo y abrazar la religión del islam. El soldado se negó a traicionar a su fe y sufrió el martirio: se dejó despellejar y murió glorificando a Cristo. Este acto heroico se relataba en el periódico recibido aquella misma mañana. Grigori lo comentó en la sobremesa de Fiodor Pavlovitch. A éste le gustaba charlar y bromear en tales momentos, incluso con Grigori. En esta ocasión, Fiodor Pavlovitch se hallaba de un humor excelente y experimentaba una despreocupación sumamente agradable. Después de haber escuchado a Grigori, saboreando su copa de coñac, dijo que se debería canonizar al soldado y enviar su piel a un monasterio.
—El pueblo la cubriría de dinero.
Grigori frunció las cejas al ver que, lejos de enmendarse, Fiodor Pavlovitch seguía burlándose de las cosas santas.
En este momento, Smerdiakov, que estaba cerca de la puerta, sonrió. Ya hacía tiempo que se le admitía en el comedor en el momento de los postres, y, desde la llegada de Iván Fiodorovitch, no faltaba casi ningún día.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Fiodor Pavlovitch, comprendiendo que su sonrisa iba dirigida a Grigori.
Y Smerdiakov dijo de pronto, levantando la voz:
—Estoy pensando en ese valiente soldado. Su heroísmo es sublime, pero, a mi modo de ver, no habría cometido ningún pecado si, en un caso como éste, hubiese renegado del nombre de Cristo y del bautismo, para salvar la vida y poder dedicarse a hacer buenas obras, que le redimirían de su momentánea debilidad.
—¿De modo que crees que eso no sería pecado? —replicó Fiodor Pavlovitch—. Irás al infierno y te asarán como a un cordero.
En ese momento apareció Aliocha, lo que, como se ha visto, produjo gran satisfacción a Fiodor Pavlovitch.
—Estamos hablando de tu tema favorito —dijo el padre tras una alegre risita. E hizo sentar a Aliocha.
—Eso son tonterías —replicó Smerdiakov—. No tendré ningún castigo. No puedo tenerlo, porque sería injusto.
—¿Cómo injusto? —exclamó Fiodor Pavlovitch con redoblado regocijo y tocando a Aliocha con la rodilla.
—¡Es un granuja! —exclamó Grigori, dirigiendo a Smerdiakov una mirada colérica.
—¿Un granuja? —replicó Smerdiakov sin perder la sangre fría—. Reflexione. Si caigo en poder de unos hombres que torturan a los cristianos y se me exige que maldiga el nombre de Dios y reniegue de mi bautismo, mi razón me autoriza plenamente a hacerlo, pues no puede haber en ello ningún pecado.
—Eso ya lo has dicho —exclamó Fiodor Pavlovitch—. No lo repitas: pruébalo.
—¡Marmitón! —murmuró Grigori en un tono de desprecio.
—Tan marmitón como usted quiera, Grigori Vasilievitch; pero, en vez de insultar, piense en esto. Apenas digo a los verdugos: «Yo no soy cristiano y maldigo al verdadero Dios», quedo excomulgado por la justicia divina, apartado de la santa Iglesia, como un pagano. Y no sólo en el momento de pronunciar estas palabras, sino antes, cuando tomo la decisión de decirlas. ¿Es esto verdad o no lo es, Grigori Vasilievitch?
Smerdiakov se dirigía a Grigori con satisfacción evidente aunque contestaba a las palabras de Fiodor Pavlovitch. Fingía creer que era Grigori el que había hablado, aunque sabía perfectamente que era Fiodor Pavlovitch.
Éste pidió a Iván que se inclinara hacia él y le susurró al oído:
—Habla para ti. Busca tus elogios. Complácelo.
Iván escuchó gravemente la observación de su padre.
—Espera un momento, Smerdiakov —dijo Fiodor Pavlovitch—. Iván, acerca el oído otra vez.