Страница 36 из 243
»En lo que a mí concierne, no decía palabra y continuaba mi alegre vida. Entonces hice una jugada de mi estilo, que dio que hablar a toda la población. Una noche, en casa del comandante de la batería, Catalina Ivanovna me miró de arriba abajo. Yo no me acerqué a ella: desprecié la ocasión de conocerla. Algún tiempo después, en otra velada, la abordé, y ella apenas se dignó mirarme con una mueca desdeñosa. “¡Ah!, ¿sí? —me dije—. Me vengaré.” Yo era entonces especialista en abatir arrogancias. Me di cuenta de que Katineka, lejos de ser una ingenua colegiala, tenía carácter, orgullo, virtud y, sobre todo, inteligencia e instrucción, que era lo que a mí me faltaba por completo. ¿Crees que quería pedir su mano? Nada de eso. Solamente quería vengarme de su indiferencia. Entonces me corrí una gran juerga, y el viejo teniente coronel me impuso tres días de arresto. Durante esos días, el viejo me envió seis mil rublos a cambio de la renuncia en toda regla a mis derechos y aspiraciones sobre la fortuna de mi madre. Yo no entendía nada de esto entonces. Hasta mi llegada aquí, hasta estos últimos días y tal vez hasta ahora mismo, yo no he comprendido nada de estos asuntos de dinero entre mi padre y yo. ¡Pero que se vaya todo esto al diablo! Ya hablaremos de ello más adelante. El caso es que, cuando ya había recibido yo los seis mil rublos, un amigo me enteró por carta de algo sumamente interesante: estaban descontentos del teniente coronel sospechoso de malversación de fondos, y sus enemigos le preparaban una sorpresa. Así fue: el jefe de la división se presentó y le reprendió duramente. Poco después, el teniente coronel hubo de dimitir. No contaré todos los detalles de este asunto. En él influyó desde luego, la acción de sus enemigos. La población entera mostró una súbita frialdad hacia la familia del teniente coronel. Todo el mundo se apartaba de ella. Entonces hice mi primera jugada. Al encontrarme un día con Ágata Ivanovna, de la que seguía siendo amigo, le dije:
»—A su padre le faltan cuatro mil quinientos rublos en la caja.
»—¿Cómo es posible? Cuando vino el general, hace poco, no faltaba nada.
»—Entonces no faltaba, pero ahora sí.
»Ágata Ivanovna se estremeció:
»—No me asuste. ¿De dónde ha sacado usted eso?
»—Tranquilícese —repuse—. No diré nada a nadie. Para estas cosas soy mudo como una tumba. Sólo le he dicho esto para que esté prevenida. Cuando reclamen a su padre esos cuatro mil quinientos rublos que faltan en la caja, no espere a que, a su edad, lo lleven a los tribunales: envíeme a su hermana en secreto. Acabo de recibir dinero. Le entregaré los cuatro mil quinientos rublos y nadie se enterará de nada.
»—¡Qué villano es usted! ¡Qué miserable villano! ¿Cómo tiene valor para proponer esas cosas?
»Se fue, roja de indignación, y yo le dije a voces que todo quedaría en el mayor secreto.
»Ágata y su tía eran dos verdaderos ángeles. Adoraban a la altiva Katia y la servían humildemente. Ágata informó a su hermana de nuestra conversación, como supe enseguida. Era precisamente lo que yo deseaba.
»Entre tanto, llegó un nuevo jefe de división. El viejo teniente coronel se puso enfermo. Hubo de guardar cama durante dos días y no presentó las cuentas. El doctor Kravtchenko aseguró que la enfermedad no fue simulada. Pero yo sabía a ciencia cierta y desde hacía tiempo lo siguiente: después de las inspecciones de estos jefes, el teniente coronel retiraba cierta cantidad de la caja: así lo venía haciendo desde cuatro años atrás. Esta suma la prestaba a un hombre de confianza llamado Trifinov, que era viudo y barbudo y usaba lentes de oro. Éste negociaba con el dinero en las ferias y lo devolvía enseguida al militar, acompañado de una buena comisión y de un regalo. Pero esta vez, al regresar de la feria, Trifinov no había devuelto nada, de lo cual me enteré casualmente por un hijo suyo, un mozalbete que era un ejemplar de perversión. El teniente coronel fue a pedirle el dinero, y el muy bribón le contestó que no había recibido nunca nada de él. Mi desgraciado jefe se encerró en su casa, abrumado. Llevaba la frente vendada y las tres mujeres le aplicaban hielo en el cráneo. En esto recibió la orden de entregar la caja al término de dos horas. Él firmó: lo sé porque vi más tarde su firma en el registro. Se puso en pie, dijo que iba a ponerse el uniforme y entró en su dormitorio. Una vez allí, cogió su rifle de caza y lo cargó, descalzó su pie derecho, apoyó el cañón del arma en su pecho y empezó a tantear con el pie en busca del gatillo. Pero Ágata, que se acordaba de lo que yo le había dicho, sospechó algo y le acechaba. Se arrojó sobre él, lo rodeó con sus brazos por la espalda y el disparo se perdió en el aire sin herir a nadie. Las otras dos mujeres acudieron y le quitaron el arma.
»Yo estaba entonces en mi casa, a punto de marcharme. Era el atardecer. Me había acabado de vestir. Estaba peinado y me había perfumado el pañuelo. Incluso había cogido la gorra... De pronto se abrió la puerta y vi entrar a Catalina Ivanovna.
»A veces ocurren cosas extrañas. Nadie se había fijado en ella en la calle cuando venía a mi casa; nadie la había conocido. Yo vivía entonces en casa de dos mujeres de edad, esposas de funcionarios, serviciales y atentas conmigo, y que, a petición mía, guardaron sobre este asunto un secreto absoluto.
»Cuando vi a Katia comprendí al instante lo que pretendía. Entró con la mirada fija en mí. Sus sombríos ojos expresaban resolución, incluso audacia, pero la mueca de sus labios revelaba perplejidad.
»—Mi hermana me ha dicho que usted me daría cuatro mil quinientos rublos si venía a buscarlos yo misma. Pues bien, aquí estoy: deme el dinero.
»El temor la ahogaba; su voz era apenas perceptible; sus labios temblaban... Aliocha, ¿me escuchas o estás durmiendo?
—Dime toda la verdad, Dmitri —dijo Aliocha con profunda emoción.
—Cuenta con ello: seré franco. Mi primer pensamiento fue el propio de un Karamazov. Un día, hermano mío, me picó un ciempiés y tuve que guardar cama durante quince días, con fiebre. Pues bien, en aquel momento sentí en mi corazón la picadura de un ciempiés; un mal bicho, ¿sabes? Miré a Katia de pies a cabeza. ¿La has visto? Es una beldad. Pero entonces estaba hermosa por la nobleza de su corazón, por su grandeza de alma y su devoción filial, junto a mí, que soy una persona vil y repugnante. En aquel momento ella dependía de mí enteramente, en cuerpo y alma. Te confieso que el pensamiento inspirado por el ciempiés se apoderó de mi corazón con tal intensidad, que creí morir de angustia. No me parecía posible luchar: no veía más solución que conducirme vilmente, como una maligna tarántula, sin sombra de piedad... Desde luego, al día siguiente habría ido a pedir su mano, para poner un fin noble a mi proceder, y nadie se habría enterado de nada. Pues aunque tengo bajos instintos, soy una persona cortés. Pero, de pronto, oigo murmurar a mi oído: «Mañana, cuando vayas a pedir su mano, ella no querrá verte y te hará echar por el cochero. Dirá que no le importa que vayas pregonando su deshonor por toda la ciudad.» La miré para ver si esta voz decía la verdad, y advertí que la expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas: me echarían a la calle. La cólera se apoderó de mí. Sentí el deseo de proceder con ella del modo más vil, de jugarle una mala pasada de tendero, de mirarla irónicamente mientras permanecía plantada ante mí y decirle con ese tono que sólo saben emplear los tenderos: