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Piotr Alejandrovitch no pudo continuar. En el colmo de la confusión, se dispuso a dirigirse a la puerta.
—No se inquiete, por favor —dijo el starets, levantándose sobre sus débiles piernas.
Cogió a Piotr Alejandrovitch de las manos y le obligó a sentarse de nuevo.
—Cálmese. Es usted mi huésped.
Piotr Alejandrovitch hizo una reverencia y volvió a sentarse.
—Eminente starets—exclamó de pronto Fiodor Pavlovitch—, le ruego que me diga si, en mi vehemencia, le he ofendido.
Y sus manos se aferraban a los brazos del sillón, como si estuviese dispuesto a saltar si la respuesta era afirmativa.
—También a usted le suplico que no se inquiete —dijo el staretscon acento y ademán majestuosos—. Esté tranquilo, como si estuviese en su casa. Y, sobre todo, no se avergüence de sí mismo, pues de ahí viene todo el mal.
—¿Que esté como en mi casa?, ¿que me muestre como soy? Esto es demasiado; me conmueve usted con su amabilidad. Pero le aconsejo, venerable starets, que no me anime a mostrarme al natural: es un riesgo demasiado grande. No, no iré tan lejos. Le diré sólo lo necesario para que sepa a qué atenerse; lo demás pertenece al reino de las tinieblas, de lo desconocido, aunque algunos se anticipen a darme lecciones. Esto lo digo por usted, Piotr Alejandrovitch. A usted, santa criatura —añadió, dirigiéndose al starets—, he aquí lo que le digo: Estoy desbordante de entusiasmo —se levantó, alzó los brazos y exclamó—: ¡Bendito sea el vientre que lo ha llevado dentro y los pechos que lo han amamantado, los pechos sobre todo! Al decirme usted hace un momento: «No se avergüence de sí mismo, pues todo el mal viene de ahí», su mirada me ha taladrado y leído en el fondo de mi ser. Efectivamente, cuando me dirijo a alguien, me parece que soy el más vil de los hombres y que todo el mundo ve en mí un payaso. Entonces me digo: «Haré el payaso. ¿Qué me importa la opinión de la gente, si desde el primero hasta el último son más viles que yo?» He aquí por qué soy un payaso, eminente starets: por vergüenza, sólo por vergüenza. No alardeo por timidez. Si estuviera seguro de que todo el mundo me había de recibir como a un ser simpático y razonable, ¡Dios mío, qué bueno sería!
Se arrodilló ante el staretsy preguntó:
—Maestro, ¿qué hay que hacer para conseguir la vida eterna?
Era difícil dilucidar si estaba bromeando o si hablaba con emoción sincera.
El staretsle miró y dijo sonriendo:
—Hace mucho tiempo que usted mismo sabe lo que hay que hacer, pues no le falta inteligencia: no se entregue a la bebida ni a las intemperancias del lenguaje; no se deje llevar de la sensualidad y menos del amor al dinero; cierre sus tabernas, por los menos dos o tres si no puede cerrarlas todas. Y, sobre todo, no mienta.
—¿Lo dice por lo que he contado de Diderot?
—No, no lo digo por eso. Empiece por no mentirse a sí mismo. El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los demás. Al no respetar a nadie, deja de querer, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos. Llega a la bestialidad en sus vicios. Y todo ello procede de mentirse continuamente a sí mismo y a los demás. El que se miente a sí mismo, puede ser víctima de sus propias ofensas. A veces se experimenta un placer en autoofenderse, ¿verdad? Un hombre sabe que nadie le ha ofendido, sino que la ofensa es obra de su imaginación, que se ha aferrado a una palabra sin importancia y ha hecho una montaña de un montículo; sabe que es él mismo el que se ofende y que experimenta en ello una gran satisfacción, y por esta causa llega al verdadero odio... Pero levántese y vuelva a ocupar su asiento. Ese arranque también es falso.
—¡Déjeme besar su mano, bienaventurado padre!
Y Fiodor Pavlovitch se levantó y posó sus labios en la mano descarnada del starets.
—Tiene usted razón —siguió diciendo—. Ofenderse a uno mismo es un placer. Nunca había oído decir eso tan certeramente. Sí, durante toda mi vida ha sido para mí un placer ofenderme. Por una cuestión de estética, pues recibir ofensas no sólo deleita, sino que, a veces, es hermoso. Se ha olvidado usted de este detalle, eminente starets: el de la belleza. Lo anotaré en mi carné. En cuanto a mentir, no he hecho otra cosa en toda mi vida. He mentido diariamente y a todas horas. En cierto modo, yo mismo soy una mentira y padre de la mentira. Pero no, no creo que pueda llamarme padre de la mentira. ¡Me armo unos líos! Digamos que soy hijo de la mentira: es más que suficiente... Pero mentir acerca de Diderot no perjudica a nadie. En cambio, hay ciertas mentiras que hacen daño. Por ejemplo, eminente starets, recuerdo que hace tres años me propuse venir aquí, pues deseaba ávidamente conocer, descubrir la verdad. Le ruego que diga a Piotr Alejandrovitch que no me interrumpa. Dígame, reverendísimo padre: ¿es cierto que en los «Mensuales [12]» se habla de un santo taumaturgo que sufrió el martirio y, una vez decapitado, levantó su propia cabeza, la besó y la llevó en brazos largo tiempo? ¿Es eso verdad, padres?
—No, dijo el starets—, eso no es verdad.
—No se cuenta nada semejante en ningún «Mensual» —afirmó el padre bibliotecario—. ¿A qué santo se aplica eso?
—No lo sé. Es una cuestión que desconozco. El error viene de otros. Lo oí decir. ¿Y saben ustedes a quién? A este mismo Piotr Alejandrovitch Miusov que acaba de enfurecerse por lo que he contado de Diderot.
—Yo no le he contado eso jamás, por la sencilla razón de que nunca hablo con usted.
—Cierto que usted no me lo ha contado a mi directamente, pero lo dijo, hace cuatro años, a un grupo de personas en el que yo figuraba. Si he recordado el hecho es porque usted quebrantó mi fe con este relato cómico. Aunque no lo crea, volví a mi casa con la fe aniquilada. Desde entonces, cada vez dudé más. Sí, Piotr Alejandrovitch, usted me hizo mucho daño. Aquello fue muy distinto de mi invención sobre Diderot.
Fiodor Pavlovitch se exaltó patéticamente, aunque todos se dieron cuenta de que de nuevo adoptaba una actitud teatral. Pero Miusov se sentía herido en lo más vivo.
—¡Qué absurdo! —exclamó—. Tan absurdo como todo lo demás que usted ha contado. Desde luego, yo no le dije eso a usted. Lo ocurrido fue que yo oí en Paris contar a un francés que, en una misa dicha en nuestro país, se leyó este episodio en los «Mensuales». El francés era un erudito que permaneció largo tiempo en Rusia, dedicado especialmente al estudio de cuestiones de estadística. En lo que a mí concierne, no he leído los «Mensuales» ni los leeré nunca... En la mesa se dicen muchas cosas. Y entonces estábamos comiendo.
—Si —dijo Fiodor Pavlovitch para mortificarle—. Usted comía mientras yo perdía la fe.
«¿Qué me importa a mí su fe?», estuvo a punto de exclamar Miusov.