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- ¿Y luego?
- El tanque no podía alcanzarnos, pero tampoco podíamos salir porque dominaba la carretera. Por fin se marchó, y entonces pude salir.
- ¿Y tu gente? -preguntó Agustín, buscando todavía camorra.
- Cállate -dijo Pablo, mirándole a la cara, y su cara era la de un hombre que se había batido bien antes de que sucediera lo otro-. No eran de nuestra banda.
Podían ver ahora a los caballos atados a los árboles. El sol les daba de lleno por entre las ramas y los animales, inquietos, sacudían la cabeza y tiraban de las trabas. Robert Jordan vio a María y un instante después la estrechaba entre sus brazos. La abrazó con tanta vehemencia, que el tapallamas del fusil ametrallador se le hundió en las costillas. María dijo:
- Roberto, Tú. Tú. Tú.
- Sí, conejito, conejito mío. Ahora nos iremos de aquí. -Pero ¿eres tú de verdad? -Sí, sí, de verdad.
No había pensado nunca que pudiera llegarse a saber que una mujer podía existir durante una batalla ni que ninguna parte de sí mismo pudiera saberlo o responder a ello; ni que, si había realmente una mujer, pudiera tener pequeños senos redondos y duros apretados contra uno, a través de una camisa; ni que se pudiera tener conciencia de esos senos durante una batalla. «Pero es verdad -pensó-. Y es bueno. Es bueno. No hubiera creído jamás en esto.» La apretó contra él, fuerte, muy fuerte, pero no la miró y le dio un cachete en un lugar donde no se lo había dado nunca, diciéndole:
- Sube a ese caballo, guapa.
Luego desataron las bridas. Robert Jordan había devuelto el arma automática a Agustín y había cogido su fusil ametrallador, cargándoselo al hombro. Sacó las granadas de los bolsillos para meterlas en las alforjas; luego metió una de las mochilas vacías en la otra y las ató detrás de la montura. Pilar llegó tan agotada por la cuesta, que no podía hablar más que por gestos.
Pablo metió en unas alforjas las tres maniotas que tenía en la mano, se irguió y dijo: -¿Qué tal, mujer? Ella le contestó con un gesto para tranquilizarle, y todos montaron en los caballos.
Robert Jordan iba sobre el gran tordillo, que había visto por vez primera la víspera, por la mañana, bajo la nieve, y sus piernas y manos sentían lo que valía aquel magnífico caballo.
Como llevaba alpargatas de suela de cáñamo, los estribos le quedaban un poco cortos. Llevaba el fusil al hombro, los bolsillos repletos de municiones, y, una vez montado, con las riendas debajo del brazo, cambió el cargador, echando de vez en cuando una mirada a Pilar, que aparecía en lo alto de una extraña pirámide de mantas y paquetes atados a la silla.
- Deja todo eso, por el amor de Dios -dijo Primitivo-. Te vas a caer y tu caballo no podrá aguantar tanta carga.
- Cállate -repuso Pilar-. Con todo esto podremos vivir en otra parte.
- ¿Podrás cabalgar así, mujer? -le preguntó Pablo, que se había encaramado al gran caballo bayo, aparejado con una montura de guardia civil.
- Como cualquier lechero -dijo Pilar-. ¿Adonde vamos, hombre?
- Derechos, hacia abajo. Atravesaremos la carretera. Subiremos la cuesta del otro lado y nos meteremos por el bosque, por la parte más espesa.
- ¿Hay que atravesar la carretera? -preguntó Agustín, poniéndose a su lado, mientras hincaba las alpargatas en los flancos duros e inertes de uno de los caballos que Pablo había traído la noche anterior.
- Pues claro, hombre; es el único camino que nos queda -dijo Pablo. Le entregó uno de los caballos de carga; Primitívo y el gitano llevaban los otros dos.
- Puedes venir a retaguardia, inglés, si quieres -dijo Pablo-. Cruzaremos muy arriba, para estar lejos del alcance de esa máquina. Pero iremos separados al cruzar la carretera y volveremos a juntarnos más arriba, donde el camino se hace más estrecho.
- Bien -dijo Robert Jordan.
Descendieron entre los árboles hasta el borde de la carretera. Robert Jordan iba detrás de María. No podía ir a su lado por los árboles. Acarició su caballo con las piernas y lo mantuvo bien sujeto, mientras descendían rápidamente, deslizándose entre los pinos, guiando al animal con los muslos, como lo hubiera hecho con las espuelas de haberse encontrado en terreno llano.
- Oye, tú -exclamó, dirigiéndose a María-. Ponte en segundo lugar cuando atravesemos la carretera. Pasar el primero no es tan malo como parece. Pero el segundo es mejor. Los que corren más peligro son los que van después.
- Pero tú…
- Yo pasaré muy aprisa. No hay problema. Lo más peligroso es pasar en fila.
Veía la redonda y peluda cabeza de Pablo hundida entre los hombros mientras cabalgaba con el fusil automático cruzado a la espalda. Miró a Pilar, que iba con la cabeza descubierta, amplios los hombros, más altas las rodillas que los muslos, con los talones hundidos en los bultos que llevaba. Una vez se volvió a ella a mirarle y movió la cabeza.
- Adelanta a Pilar antes de atravesar la carretera -dijo Robert Jordan a María. Luego, mirando por entre los árboles, que estaban más separados, vio la superficie oscura y brillante de la carretera por debajo de ellos, y, más allá, la pendiente verde de la montaña. «Estamos justamente por encima de la cuneta -observó-, y un poco más acá del repecho, a partir del cual la carretera desciende hacia el puente en una pendiente larga. Estamos a unos ochocientos metros por encima del puente. Eso no está fuera del alcance de la «Fiat» del tanque, si se han acercado al puente.»
- María -dijo-, ponte delante de Pilar antes que lleguemos a la carretera y sube de prisa por esa cuesta.
María volvió la cabeza para mirarle, pero no dijo nada. El le devolvió la mirada para asegurarse de que le había entendido.
- ¿Comprendes? -le preguntó.
Ella hizo un gesto afirmativo.
- Pasa delante -dijo.
- No -respondió ella, volviéndose hacia él y negando con la cabeza-. Me quedaré en el lugar que me corresponde.
Entonces Pablo hundió las espuelas en los ijares del gran bayo y se precipitó cuesta abajo, por la pendiente cubierta de hojas de pino, atravesando la carretera entre un martillar y relucir de cascos. Los otros le siguieron y Robert Jordan los vio atravesar la carretera y subir la cuesta cubierta de hierba y oyó la ametralladora que tableteaba desde el puente. Luego oyó un ruido que se asemejaba a un silbido -¡psiii crac bum!- seguido de un golpe sordo y una explosión, y vio levantarse un surtidor de tierra de la ladera y una nube de humo gris. -¡Psiiii, crac, bum!- Inmediatamente se repitió la escena y una nube de polvo y humo se levantó un poco más arriba, en la ladera.
Delante de él se paró el gitano al borde de la carretera, al abrigo de los últimos árboles. Miró la cuesta y luego se volvió hacia Robert Jordan.