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- María. María, tu inglés está bien. ¿Me oyes? Muy bien. Sin novedad.
María se agarró con las dos manos a la montura, apretó su cabeza rapada contra ella y rompió a llorar. Oyó el vozarrón que volvía a elevarse y, apartando el rostro de la montura, gritó entre sollozos:
- Sí, gracias. -Y luego, sin dejar de llorar, añadió:- Gracias. Muchas gracias.
Al oír los aviones levantaron todos la cabeza. Venían de la parte de Segovia, volando muy altos en el cielo, plateados a la luz del sol, ahogando con su zumbido los otros ruidos.
- Ahí están ésos -dijo Pilar-; es lo que nos faltaba.
Robert Jordan le pasó el brazo por el hombro, sin dejar de observarlos.
- No -dijo-, esos no vienen por nosotros. No tienen tiempo que perder con nosotros. Cálmate.
- Los odio.
- Yo también; pero ahora tengo que irme a buscar a Agustín.
Rodeó el cerro por entre los pinos, con el zumbido de los aviones sobre su cabeza, mientras desde el otro lado del puente demolido, más abajo, por la carretera, le llegaba el tableteo intermitente de una ametralladora pesada.
Se acurrucó junto a Agustín, que estaba tumbado en medio de un grupo de abetos detrás de la ametralladora, y vio que venían otros aviones.
- ¿Qué pasa ahí abajo? -preguntó Agustín-. ¿Qué está haciendo Pablo? ¿No sabe que lo del puente ha acabado?
- Quizás esté atrapado ahí.
- Entonces, nos iremos. Peor para él.
- Va a venir en seguida, si puede -dijo Robert Jordan-. Debiéramos estar viéndole ya.
- Hace más de cinco minutos que no le oigo -dijo Agustín-. Más de cinco minutos. No. Mira. Ahí está. Sí, es él.
Se oyó el tableteo del fusil automático de caballería. Primero, una serie breve de disparos. Luego otra y, en seguida, una tercera serie de disparos.
- Ahí está ese hijo de puta -dijo Robert Jordan.
Vio llegar más aviones por el alto cielo azul limpio de núbes y observó la expresión de Agustín cuando éste levantó la vista hacia ellos. Luego miró hacia el puente destrozado y el trecho de carretera de más allá que seguía sin nadie. Tosió, escupió y prestó oído al tableteo de la ametralladora pesada, que comenzaba a disparar al otro lado del recodo de la carretera. Parecía hallarse en el mismo sitio que antes.
- ¿Qué ha sido eso? -preguntó Agustín-. ¿Qué es esa porquería?
•-Ha estado disparando desde antes que volara el puente -dijo Robert Jordan.
Podía ver ahora la corriente de agua mirando por entre los soportes descuajados y distinguir los restos del tramo central colgando en el vacío, semejantes a un mandil de hierro, retorcido. Oyó a los primeros aviones, que estaban descargando sus bombas más arriba del puerto, y vio que acudían otros en la misma dirección. El ruido de los motores parecía llenar el alto cielo y, mirando con atención, distinguió los diminutos y ágiles cazas que iban detrás de ellos, describiendo círculos mucho más altos, entre las nubes.
- No creo que ésos cruzaran las líneas el otro día -dijo Primitivo-. Han debido de ir hacia el Oeste y ahora están volviendo. No se hubiera organizado una ofensiva de haberlos visto.
- La mayor parte de esos aparatos son nuevos -dijo Robert Jordan.
Tenía la impresión de que algo que había comenzado normalmente provocaba de golpe repercusiones enormes, desproporcionadas, gigantescas. Era como si se hubiera arrojado una piedra al agua, la piedra hubiese descrito un círculo y ese círculo se hubiera ido haciendo más grande, rugiendo, hinchándose, abriéndose en círculos más grandes hasta hacerse una montaña de olas. O como si se hubiera gritado y el eco hubiese respondido, desencadenando una tormenta aparatosa, una tormenta mortal. O como si se hubiera golpeado a un hombre, como si el hombre hubiese caído y como si por alguna parte hubieran aparecido otros hombres provistos de armas. Se alegraba de no encontrarse en lo alto del puerto con Golz.
Tumbado en el suelo, junto a Agustín, mirando a los aviones que pasaban, escuchando el tiroteo, vigilando la carretera, esperaba que sucediera algo, aunque no sabía qué, y se sentía aún como entontecido por la sorpresa de no haber muerto en el puente. Había aceptado de manera tan completa el morir, que todo aquello se le antojaba irreal. «Espabila -se dijo-. Deja todo eso. Hay mucho, mucho, mucho que hacer todavía.» Pero no lograba zafarse de aquella especie de entontecimiento y sentía de manera inconsciente que todo aquello se estaba convirtiendo en un sueño.
«Has tragado demasiado humo.» Pero sabía que no era aquello. Se daba muy bien cuenta de hasta qué punto todo aquello era irreal a través de la realidad absoluta. Miró al puente; luego al centinela que yacía sobre la carretera, no lejos del sitio en donde Anselmo yacía también; después, a Fernando, tumbado en la cuesta, y luego volvió a mirar la carretera, oscura y bien asfaltada hasta el camión reventado, y todo aquello le pareció enteramente irreal.
«Sería mejor que dejaras de pensar en esas cosas -reflexionó-. Eres como esos gallos de pelea, que nadie ve la herida que han recibido, y están ya muertos. Estupideces. Estás un poco entontecido; eso es todo, y deprimido por tanta responsabilidad; eso es todo. Tranquilízate.»
Agustín le cogió del brazo para llamar su atención sobre alguna cosa. Miró al otro lado del desfiladero y vio a Pablo. Vieron a Pablo desembocar, corriendo, por el recodo de la carretera. En el ángulo de rocas en que la carretera desaparecía le vieron detenerse, pegarse a la muralla rocosa y disparar con la pequeña ametralladora de caballería, que arrojaba al sol una cascada de cobre brillante. Vieron a Pablo agacharse y disparar otra vez. Luego, sin mirar hacia atrás, volvió a correr, pequeño, con las piernas torcidas y la cabeza inclinada camino del puente.
Robert Jordan apartó a Agustín y se hizo cargo de la gran ametralladora automática. Apuntó cuidadosamente hacia el recodo. Su fusil automático estaba en el suelo, a su izquierda. No le servía para disparar a aquella distancia.
Mientras Pablo corría hacia ellos, Robert Jordan seguía apuntando hacia el recodo; pero nada apareció por él. Pablo, al llegar al puente, se volvió hacia atrás, echó por encima del hombro una mirada rápida, giró hacia la izquierda y descendió por el desfiladero, perdiéndose de vista. Robert Jordan seguía vigilando el recodo, pero nada aparecía. Agustín se irguió sobre sus rodillas. Veía a Pablo deslizándose por el desfiladero como una cabra. Desde que Pablo apareció, el tiroteo había cesado.
- ¿Ves algo por allá arriba, entre las rocas? -preguntó Robert Jordan. -Nada.
Jordan seguía vigilando el recodo. Sabía que el paredón era demasiado abrupto para que pudiera escalarse por aquella parte; pero más abajo la cuesta se hacía más suave y se podía subir dando un rodeo.