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- Dejadme ya; haced el favor. Os lo ruego -dijo. Sus ojos estaban cerrados por el dolor y los labios le temblaban-: Estoy bien aquí.
- Aquí tienes un fusil y algunas balas -dijo Primitivo.
- ¿Es mi fusil? -preguntó Fernando, sin abrir los ojos.
- No. Pilar tiene el tuyo -dijo Primitivo-. Este es el mío.
- Hubiese preferido el mío -dijo Fernando-; le conozco mejor.
- Yo te lo traeré -dijo el gitano, mintiendo a conciencia-. Ten éste mientras tanto.
- Estoy muy bien situado aquí -dijo Fernando-; tanto para cubrir la carretera como para el puente. -Abrió los ojos, volvió la cabeza y miró al otro lado del puente; luego volvió a cerrarlos al sentir un nuevo acceso de dolor.
El gitano se golpeó la cabeza y con el pulgar hizo un gesto a Primitivo para marcharse.
- Volveremos a buscarte -dijo Primitivo. Y se puso a subir la cuesta detrás del gitano, que trepaba rápidamente.
Fernando se pegó a la pendiente. Delante de él había una de esas piedras blancas que señalan el borde de la carretera. Tenía la cabeza a la sombra, pero el sol daba sobre su herida taponada y vendada y sobre sus manos arqueadas que la cubrían. Las piernas y los pies también los tenía al sol. El fusil estaba a su lado y había tres cargadores que brillaban al sol cerca del fusil. Una mosca se puso a pasearse por su mano, pero no sentía el cosquilleo por el dolor.
- Fernando -gritó Anselmo, desde el sitio en donde estaba acurrucado con el alambre en la mano.
Había hecho una lazada y se la había puesto alrededor de la muñeca.
- Fernando -gritó nuevamente.
Fernando abrió los ojos y le miró.
- ¿Cómo va eso? -preguntó Fernando.
- Muy bien -dijo Anselmo-. Dentro de un minuto vamos a hacerlo saltar.
- Me alegro. Si os hago falta, para lo que sea, decídmelo -dijo Fernando.
Y cerró los ojos abrumado por el dolor.
Anselmo apartó la mirada y se puso a observar el puente.
Esperaba el momento en que el rollo de alambre fuese arrojado sobre el puente, seguido por la cabeza bronceada del inglés que volvería a subir. Al mismo tiempo miraba más allá del puente para ver si aparecía algo por el recodo de la carretera. No tenía miedo de nada; no había tenido miedo de nada aquel día. «Fue todo tan rápido y tan normal -pensó-. No me gustó matar al centinela y me impresionó; pero ahora ya ha pasado todo. ¿Cómo pudo decir el inglés que disparar sobre un hombre es lo mismo que disparar sobre un animal? En la caza sentí siempre alegría y nunca tuve la sensación de hacer daño. Pero matar al hombre causa la misma sensación que si se pega a un hermano cuando se es mayor. Y disparar varias veces para matarle… No, no pienses en ello. Te ha producido demasiada emoción y has llorado como una mujer, al correr por el puente. Ahora todo se ha acabado. Y podrás tratar de expiar eso y todo lo demás. Ahora tienes lo que pedías ayer por la noche, al cruzar los montes, de regreso a la cueva. Estás en el combate y eso no te plantea ningún problema. Si muero esta mañana, todo estará bien.»
Miró a Fernando, tendido contra la pendiente, con las manos arqueadas por encima del vientre, los labios azulados, los ojos cerrados, la respiración pesada y lenta, y pensó: «Si muéro, que sea de prisa. No, he dicho que no pediría nada si conseguía hoy lo que hacía falta. Así es que no pido nada. ¿Entendido? No pido nada de ninguna manera. Dame lo que te he pedido y abandono todo lo demás a tu voluntad.»
Escuchó el fragor lejano de la batalla en el puerto, y se dijo: «Verdaderamente, hoy es un gran día. Es preciso que piense y que sepa qué clase de día es.»
Pero no abrigaba alegría ni entusiasmo en su corazón. Todo aquello había pasado y sólo quedaba la calma. Y ahora, acurrucado detrás del poyo, con una lazada de hierro en sus manos y otra alrededor de su muñeca y la gravilla del borde de la carretera bajo sus rodillas, no se sentía aislado, no se sentía solo en absoluto. Estaba unido al hilo de hierro que tenía en la mano, unido al puente y unido a las cargas que el inglés había colocado. Estaba unido al inglés, que trabajaba debajo del puente; estaba unido a toda la batalla y estaba unido a la República. Pero no sentía entusiasmo. Todo estaba tranquilo. El sol le daba en la nuca y en los hombros, y cuando levantó los ojos vio el cielo sin una nube y la pendiente de la montaña que se levantaba tras la garganta, y no se sintió dichoso, pero tampoco solo ni asustado.
En lo alto de la cuesta, Pilar, acurrucada detrás de un árbol, observaba el fragmento de carretera que descendía del puerto. Tenía tres fusiles cargados y tendió uno de ellos a Primitivo cuando éste fue a colocarse a su lado.
- Ponte ahí -le dijo-, detrás de ese árbol. Tú, gitano, más abajo -y señaló un árbol más abajo-. ¿Ha muerto?
- No. Todavía no -dijo Primitivo.
- ¡Qué mala suerte! -dijo Pilar-. Si hubiéramos sido dos más, no hubiera sucedido. Fernando debería haberse tumbado detrás de los montones de serrín. ¿Está bien donde le habéis dejado?
Primitivo afirmó con la cabeza.
- Cuando el inglés vuele el puente, ¿llegarán hasta aquí los pedazos? -preguntó el gitano detrás del árbol.
- No lo sé -dijo Pilar-; pero Agustín, con la máquina, está más cerca que tú. El inglés no le hubiera colocado allí si estuviera demasiado cerca.
- Me acuerdo de que cuando hicimos saltar el tren, la lámpara de la locomotora pasó por encima de mi cabeza y los trozos de acero volaban como golondrinas.
- Tienes recuerdos muy poéticos -dijo Pilar-. Como golondrinas. ¡Joder! Oye, gitano, te has portado bien hoy. Ahora, cuidado no vaya a cogerte otra vez el miedo.
- Bueno, yo he preguntado solamente si llegarían hasta aquí los hierros, para saber si tendría que seguir detrás del tronco del árbol -dijo el gitano.
- Quédate ahí -dijo Pilar-. ¿A cuántos has matado?
- Pues a cinco. Dos, aquí, ¿no ves al otro extremo del puente? Mira, fíjate. ¿Ves? -Y señaló con el dedo.- Había ocho en el puesto de Pablo. Estuve vigilando ese puesto por orden del inglés.
Pilar soltó un bufido y luego dijo, encolerizada:
- ¿Qué le pasa a ese inglés? ¿Qué porquería está haciendo debajo del puente? ¡Vaya mandanga! ¿Está construyendo un puente o va a volarlo?
Irguió la cabeza y miró a Anselmo acurrucado detrás del poyo.
- ¡Eh, viejo! -gritó-; ¿qué es lo que le pasa a ese puerco de inglés?
- Paciencia, mujer -gritó Anselmo, sosteniendo el alambre con suavidad aunque con firmeza entre sus manos-. Está terminando su trabajo.
- La gran puta, ¿por qué tarda tanto?