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Salió de la oscuridad fresca del puente hacia el sol brillante, y gritó a Anselmo, que tenía la cara inclinada hacia él:

- Dame el rollo grande de alambre.

«Por amor de Dios, no dejes que se aflojen. Esto las sostendrá sujetas. Quisieras poder atarlas a fondo. Pero con la extensión de hilo que empleas quedará bien», pensó Robert Jordan palpando las clavijas de las granadas. Se aseguró de que las granadas sujetas de lado tenían suficiente espacio para permitir a las cucharas levantarse cuando se tirase de las clavijas (el hilo que las mantenía sujetas pasaba por debajo de las cucharas), luego fijó un trozo de cable a una de las anillas, lo sujetó con el cable principal que pasaba por el anillo de la granada exterior, soltó algunas vueltas del rollo y pasó el hilo al través de una viga de acero. Por último, tendió el rollo a Anselmo:

- Sujétalo bien.

Saltó a lo alto del puente, tomó el rollo de las manos del viejo y retrocedió todo lo deprisa que pudo hacia el sitio donde el centinela yacía en medio de la carretera; sacó el alambre por encima de la balaustrada y fue soltando cable a medida que avanzaba.

- Trae las mochilas -gritó a Anselmo sin detenerse, marchando siempre de espaldas. Al pasar se inclinó para recoger la ametralladora, que colgó otra vez de su hombro.

Fue entonces cuando, al levantar los ojos, vio a lo lejos, en lo alto de la carretera, a los que volvían del puesto de arriba.

Vio que eran cuatro, pero inmediatamente tuvo que ocuparse del hilo de alambre, para que no se enredara en los salientes del puente. Eladio no estaba entre los que volvían.

Llevó el alambre hasta el extremo del puente, hizo un rizo alrededor del último puntal y luego corrió hacia la carretera, hasta un poyo de piedra, en donde se detuvo, cortó el alambre y le entregó el extremo a Anselmo.

- Sujeta eso, viejo. Y ahora, vuelve conmigo al puente. Ve recogiendo el alambre a medida que avanzas. No. Lo haré yo.

Una vez en el puente, soltó el enganche que había hecho unos momentos antes y, dejando el alambre de manera que ya no estuviese enredado en ninguna parte desde el extremo que unía las granadas hasta el que llevaba en la mano, se lo entregó de nuevo a Anselmo.

- Lleva esto hasta esa piedra que está allí. Sujétalo con firmeza, pero sin tirar; no hagas fuerza. Cuando tengas que tirar, tira fuerte, de golpe, y el puente volará. ¿Comprendes?

Sí -Llévalo suavemente, pero no lo dejes que se arrastre para que no se enrede. Sujétalo fuerte, pero no tires hasta que tengas que tirar de golpe. ¿Comprendes?

- Sí.

- Cuando tires, tira de golpe, no poco a poco.

Mientras hablaba, Robert Jordan seguía mirando hacia arriba por la carretera, en donde estaban los restos de la banda de Pilar. Estaban muy cerca ya y vio que a Fernando le sostenían Primitivo y Rafael. Parecía que le hubiesen herido en la ingle, porque se sujetaba el vientre con las dos manos, mientras el hombre y el muchacho le sostenían por las axilas. Arrastraba la pierna derecha y el zapato se deslizaba de costado, rozando el suelo. Pilar subía la cuesta camino del bosque, llevando al hombro tres fusiles. Robert Jordan no podía verle la cara, pero ella iba con la cabeza erguida y andaba todo lo de prisa que podía.

- ¿Cómo va eso? -gritó Primitivo.

- Bien, casi hemos acabado -contestó Robert Jordan, gritando también.

No era menester preguntar cómo les había ido a ellos. En el momento que apartó la vista del grupo estaban todos a la altura de la cuneta y Fernando movía la cabeza cuando los otros dos querían hacerle subir por la pendiente.

- Dadme un fusil y dejadme aquí -le oyó decir Robert Jordan con voz débil.

- No, hombre; te llevaremos hasta donde están los caballos.

- ¿Y para qué quiero yo un caballo? -contestó Fernándo-. Estoy bien aquí.

Robert Jordan no pudo oír lo que siguieron diciendo, porque se puso a hablar a Anselmo.

- Hazlo saltar si vienen tanques -dijo al viejo-; pero solamente si están ya sobre el puente. Hazlo saltar si aparecen coches blindados. Pero si los tienes ya del todo encima. Si se trata de otra cosa, Pablo se encargará de detenerlos.

- No voy a volar el puente mientras estés tú debajo.

- No te cuides de mí. Hazlo saltar en caso de que sea necesario. Voy a sujetar el otro alambre y vuelvo. Luego lo volaremos juntos.

Salió corriendo hacia el centro del puente.

Anselmo vio a Robert Jordan correr por el puente con el rollo de alambre debajo del brazo, las tenazas colgadas de la muñeca y la ametralladora a la espalda. Le vio trepar por la barandilla y desaparecer, con el hilo en la mano derecha. Anselmo se acurrucó detrás de un poyo de piedra y se puso a mirar la carretera y el terreno más allá del puente. A mitad de camino entre el puente y él estaba el centinela, que parecía más aplastado sobre la superficie lisa de la carretera, ahora que el sol le daba en la espalda. El fusil estaba en el suelo con la bayoneta calada apuntando hacia Anselmo. El viejo miró más allá del puente, sombreado por los vástagos de la barandilla, hasta el lugar en que la carretera torcía hacia la izquierda, siguiendo la garganta, y volvía a torcer para desaparecer tras la pared rocosa. Miró la garita más alejada, iluminada por el sol, y luego, siempre con el hilo en la mano, volvió la cabeza hacia donde estaba Fernando hablando con Primitivo y el gitano.

- Dejadme aquí -decía Fernando-; me duele mucho y tengo una hemorragia interna. Lo siento cada vez que me muevo.

- Déjanos llevarte allí arriba -dijo Primitivo-. Échanos los brazos por el cuello, que vamos a cogerte por las piernas.

- Es inútil -dijo Fernando-; ponedme ahí detrás de una piedra. Aquí soy tan útil como arriba.

- Pero ¿y cuando tengamos que irnos? -preguntó Primitivo.

- Déjame aquí -dijo Fernando-; no se puede andar conmigo tal como estoy. Así que tendréis un caballo más; estoy muy bien aquí. Y ellos no tardarán en llegar.

- Podríamos subirte fácilmente hasta lo alto del cerro -dijo el gitano. Sentía a todas luces prisa por marcharse, como Primitivo. Pero como le habían llevado ya hasta allí, no querían dejarle.

- No -dijo Fernando-; estoy muy bien aquí. ¿Qué le ha pasado a Eladio?

El gitano se llevó un dedo a la cabeza para indicar el sitio de la herida:

- Aquí -dijo-; después que tú. Cuando cargamos contra ellos.

- Dejadme -dijo Fernando.

Anselmo veía que Fernando estaba padeciendo mucho. Se sujetaba la ingle con las dos manos. Tenía la cabeza apoyada contra la ladera, las piernas extendidas ante él y su cara estaba gris y transida de sudor.