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Golz sabía que, en cuanto pasaran por encima, las bombas caerían como marsopas aéreas. Luego saltarían las crestas de los parapetos, se levantarían nubes rugientes de polvo y de piedra que desaparecerían en una misma masa. Luego avanzarían los tanques trepando por las dos laderas y, tras ellos, se lanzarían al ataque sus dos brigadas. Y si el ataque hubiera sido una sorpresa, las brigadas hubieran podido avanzar y proseguir su marcha, cruzando y siguiendo adelante, y pasar por encima, desplegándose, haciendo lo que había que hacer, y habría mucho que hacer, inteligentemente, con la ayuda de los tanques, con los tanques, que avanzarían y retrocederían cubriendo las propias líneas de fuego y con camiones que llevarían las tropas de ataque hasta lo más alto, adelantando y situando a las que encontrasen libre el camino. Así tendría que realizarse la operación si no se interponía la traición y cada cual hacía lo que debía hacer.
Allí estaban las dos cumbres, y allí estaban los tanques, y allí estaban aquellas dos buenas brigadas, dispuestas a salir del bosque, y en aquel momento llegaban los aviones.
Todo lo que él tenía que haber hecho, estaba preparado en debida forma.
Pero al ver los aviones, que volaban sobre su cabeza, sintió un malestar en el estómago, ya qué sabía, después de haberle sido leído el mensaje de Jordan por teléfono, que no habría nadie en aquellas colinas. Las tropas enemigas se habrían retirado un poco más abajo, refugiándose en estrechas trincheras, para estar a salvo de las esquirlas, o estarían escondidas en los bosques, y cuando los bombarderos hubieran pasado, volverían a su antigua posición con sus ametralladoras y sus fusiles automáticos y con los cañones antitanques que Jordan había visto subir por la carretera, y sería la misma historia de siempre. Pero los aviones, avanzando ensordecedores, eran una prueba de cómo podía haber sido, y mientras los observaba, Golz respondió al teléfono: «No. Ríen a faire. Ríen. Faut pas penser. Faut accepter.»
Golz seguía mirando los aviones con ojos duros y orgullosos sabiendo cómo podrían haber ocurrido las cosas y cómo iban a suceder en cambio. Y, orgulloso por lo que pudiera haberse hecho, convencido de que hubiera podido hacerse bien, aunque nunca llegara a realizarse, dijo: «Eon. Nous ferons notre petit possible.» Y colgó el teléfono.
Pero Duval no le oía. Sentado a la mesa, con el auricular en la mano, lo único que oía era el rugido de los aviones, mientras pensaba: «Quizá sea esta vez. Óyelos llegar. Quizá tus bombarderos hagan saltar todo. Quizá podamos abrir una brecha. Quizá se nos manden las reservas que Golz ha pedido. Quizá. Quizá. Quizá sea esta vez… Vamos. Vamos. Adelante.» Y el ruido de los aviones se hizo tan fuerte que ya ni él mismo lograba oír lo que pensaba.
Capítulo cuarenta y tres
Robert Jordan, tumbado tras un pino en la pendiente de un cerro que dominaba la carretera y el puente, miraba cómo amanecía. Siempre le había gustado aquella hora del día, y ahora sentía como si él mismo fuese una parte del amanecer, como si fuese una porción de esa luz gris, de ese lento aclarar que precede a la salida del sol, cuando los objetos sólidos se oscurecen, el espacio se ilumina, las luces de la noche se hacen amarillas y se esfuman a medida que avanza el día. Los troncos de los pinos detrás de él se divisaban claros y nítidos, la corteza oscura y con relieve, y la carretera brillaba bajo un velo de bruma. Estaba húmedo de rocío y el suelo del bosque era blando y sentía la dulzura de las agujas de pino hundiéndose debajo de sus codos. Más abajo, a través de la bruma ligera, que subía del lecho del río, podía divisar el puente de acero, erguido y rígido, por encima del paso, con las garitas de los centinelas a uno y otro extremo, y la estructura fina, aérea que lo sostenía, envuelto en la niebla que flotaba sobre el agua.
Podía ver al centinela que, de pie, en su garita, con la espalda vuelta, envuelto en un capote y con un casco en la cabeza, se calentaba las manos en el bidón de gasolina agujereado que le servía de brasero. Robert Jordan oía el ruido del torrente, que golpeaba más abajo, entre las rocas, y veía una ligera humareda gris levantarse de la garita del centinela.
Miró su reloj y se dijo: «¿Habrá llegado Andrés hasta Golz? Si hay que hacer que salte el puente, quisiera respirar muy despacio, prolongar el paso del tiempo y sentirlo pasar. ¿Crees que habrá llegado Andrés? Y en ese caso, ¿renunciarán a la ofensiva? ¿Están todavía a tiempo de renunciar? ¡Qué va! No te preocupes. Sucederá una u otra cosa. Tú no tienes que decidir nada. Y pronto sabrás lo que tienes que hacer. Imagina que la ofensiva fuera un éxito. Golz dice que puede tener éxito, que hay una posibilidad. Con nuestros tanques viniendo por esa carretera, los hombres llegando por la derecha, avanzando hasta más allá de La Granja, rodeando todo el flanco izquierdo del cerro… ¿Por qué no crees que alguna vez podemos ganar? Hemos estado tanto tiempo a la defensiva, que no eres capaz siquiera de imaginarlo. Claro. Pero eso sucedía antes que todo este material subiese por la carretera. Eso era antes de la llegada de los aviones. No seas tan ingenuo. Pero recuerda que si nosotros aguantamos aquí, los fascistas se verán inmovilizados. No pueden atacar por ninguna otra parte antes de haber acabado con nosotros, y no terminarán nunca con nosotros. Si los franceses nos ayudan, sencillamente, si dejan la frontera abierta, y si recibimos aviones de Norteamérica, no podrán jamás acabar con nosotros. Jamás, si recibimos ayuda, por poca que sea. Esta gente se batirá indefinidamente si está bien armada.
»No, no se puede esperar aquí una victoria, al menos en muchos años. Este no es más que un ataque para ir aguantando. No debes hacerte ilusiones sobre eso. ¿Y si se consiguiera hoy abrir realmente una brecha? Este es nuestro primer gran ataque. No te ilusiones. Acuérdate de lo que has visto subir por la carretera. Tú has hecho en esto lo que has podido. Pero haría falta tener transmisores portátiles de onda corta. Con el tiempo, los tendremos. Pero no los tenemos todavía. Ahora dedícate a observar todo lo que te corresponda. Hoy no es más que un día como otro cualquiera de los que van a venir. Pero lo que suceda en los días venideros puede que dependa de lo que hagas hoy. Durante este año ha ocurrido así y en el transcurso de esta guerra ha sido así en muchas ocasiones. Vaya, estás muy pomposo esta mañana. Mira lo que viene ahora.»
Vio a dos hombres envueltos en capotes y cubiertos con sus cascos de acero, que doblaban en aquel momento la curva hacia el puente con los fusiles a la espalda. Uno se detuvo en la orilla opuesta del puente y desapareció en la garita del centinela. El otro cruzó el puente a pasos lentos y pesados. Se detuvo para escupir en el río y luego avanzó hacia el extremo del puente más cerca de donde estaba Robert Jordan. Cambió unas palabras con el otro centinela; luego, el centinela a quien relevaba se encaminó hacia el otro extremo del puente. El que acababa de ser relevado iba más de prisa de lo que había ido el otro. «Sin duda, va a tomarse un café», pensó Robert Jordan. Pero tuvo tiempo para detenerse y escupir al torrente.
«¿Será superstición? -pensó Robert Jordan-. Convendría que yo también escupiera al fondo de esa garganta, si soy capaz de escupir en estos momentos. No. No puede ser un remedio muy poderoso. No puede servir de nada. Pero tengo que probar que no sirve antes de irme de aquí.»