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André Marty apartó los ojos y los fijó de nuevo en el mapa. -¿Qué decía el joven Jordan en su mensaje? -preguntó Karkov.
- No he leído el mensaje -contestó Marty-. Et maintenant, fiche-moi la paix,camarada Karkov.
- Bien -dijo Karkov-, te dejo entregado a tus tareas militares.
Salió de la habitación y se fue al cuarto de guardia. Andrés y Gómez se habían marchado ya. Se detuvo un instante mirando el camino y las cumbres que se perfilaban en la luz cenicienta de la madrugada. «Hay que llegar allá arriba -pensó-. Esto va a comenzar muy pronto.»
Andrés y Gómez estaban de nuevo en la motocicleta, corriendo por la carretera, que poco a poco se iba iluminando por la luz del día. Andrés, agarrado al asiento, mientras la moto trepaba por la carretera, en curvas cerradas, envuelta en una bruma gris, que descendía de lo alto del puerto, sentía la máquina deslizarse bajo él. Luego la sintió estremecerse y pararse. Se quedaron de pie, al lado de la moto, en un fragmento de carretera descendente envuelta en bosques. A su izquierda había tanques cubiertos con ramas de pino. Por todas partes había tropas. Andrés vio a los camilleros, con los largos palos de las camillas al hombro. Tres coches del Estado Mayor estaban alineados a la derecha, bajo los árboles, a un lado de la carretera y debajo de una enramada de pinos. Gómez llevó la motocicleta hasta apoyarla en un pino, junto a uno de los automóviles. Se dirigió al chófer que estaba sentado en el coche, con la espalda apoyada en un árbol.
- Yo os llevaré -dijo el chófer-. Esconde la moto y cúbrela con algunas de esas ramas -añadió, señalando un montón de ramas cortadas.
Mientras el sol comenzaba a asomar por las altas copas de los pinos, Gómez y Andrés siguieron al chófer, que se llamaba Vicente, al otro lado de la carretera y llegaron, caminando entre los árboles, por una pendiente, hasta la entrada de un refugio sobre cuyo techo se veían los hilos del teléfono y del telégrafo, que continuaban camino arriba. Quedaron aguardando mientras el chófer entraba con el mensaje, y Andrés admiró la construcción del refugio, que parecía un agujero desde el exterior de la colina, sin escombros alrededor, pero que en su interior era profundo, según podía ver desde la entrada, y los hombres se movían con holgura sin necesidad de agachar la cabeza para esquivar el grueso techo de maderos.
Por fin, Vicente, el chófer, salió.
- Está allá arriba, en lo alto de la montaña, en donde se están desplegando las tropas para el ataque -dijo-. Se lo he dado al jefe del Estado Mayor. Aquí está el recibo que ha firmado.
Entregó el sobre firmado a Gómez, que se lo entregó a Andrés, el cual le echó una ojeada y se lo metió en el bolsillo de su camisa.
- ¿Cómo se llama el que ha firmado? -preguntó.
- Duval -dijo Vicente.
- Bien -dijo Andrés-. Es uno de los tres a quien podía entregárselo.
- ¿Tenemos que aguardar respuesta? -preguntó Gómez a Andrés.
- Sería mejor; aunque, después de lo del puente, ni Dios sabe si podré encontrar a Jordan y a los otros.
- Venid conmigo a esperar a que vuelva el general -dijo Vicente-. Os buscaré un poco de café; debéis de estar hambrientos.
- ¿Y esos tanques? -preguntó Gómez.
Pasaban junto a los tanques de color de barro, cubiertos de ramas, cada uno de los cuales había dejado un profundo surco al virar para apartarse de la carretera. Los cañones del 45 asomaban horizontalmente bajo las ramas y los conductores y los artilleros, enfundados en sus chaquetas de cuero y cubiertos con casco de acero, descansaban junto a los árboles tendidos en el suelo.
- Esos son los de la reserva -dijo Vicente-. Todas esas tropas son de la reserva. Los que iniciarán el ataque están más arriba.
- Son muchísimos -dijo Andrés.
- Sí -asintió Vicente-; una división completa.
En el interior del refugio, Duval, sosteniendo con la mano izquierda abierto el mensaje de Robert Jordan, miraba su reloj de pulsera y volvía a leer la carta por cuarta vez, sintiendo cada vez que la leía que el sudor le goteaba por las axilas.
- Dadme la posición de Segovia -dijo-. ¿Ya se ha ido? Bueno, entonces, dadme la de Avila.
Continuó telefoneando. Pero no servía de nada. Había hablado a las dos brigadas. Golz estaba inspeccionando el dispositivo del ataque y había vuelto a salir hacia un puesto de observación. Llamó al puesto de observación, pero no estaba tampoco.
- Dadme la base aérea número 1 -dijo Duval, asumiendo repentinamente toda la responsabilidad. Tomaba sobre sí la responsabilidad de detenerlo todo. Era mejor detenerlo todo. No se podía lanzar un ataque por sorpresa contra un enemigo que lo esperaba. No se podía hacer eso. Era un asesinato. No se podía hacer. No se debía hacer. Pasara lo que pasara. Podían fusilarle si querían. Iba a telefonear directamente a la base aérea y suspendería el bombardeo. Pero ¿y si todo ello no fuera más que un ataque de diversión? ¿Si sólo se propusiera atraer hacia el sector un considerable número de tropas enemigas y gran cantidad de material para operar con libertad en otra parte? Imaginó que sería por eso. Nunca se dice que se trata de un ataque de diversión a quienes lo llevan a cabo.
- Anule la comunicación con la base 1 -dijo al telefonista-. Déme el puesto de observación de la 69 brigada.
Estaba esperando todavía la primera comunicación cuando oyó los primeros aviones.
En aquel momento el puesto de observación respondió.
- Sí -dijo suavemente Golz.
Estaba sentado con la espalda contra unos sacos de arena y tenía los pies apoyados sobre una peña, y un cigarrillo colgando de una de las comisuras de los labios; mientras hablaba, miraba por encima de su hombro, observando el despliegue, de tres en tres, de los aviones plateados que cruzaban rugiendo la lejana cresta de la montaña, iluminados por los primeros rayos del sol. Los veía hermosos, resplandecientes, con los dobles círculos de las hélices que parecían batir la luz solar.
- Sí -respondió en francés, sabiendo que Duval estaba al otro extremo del hilo-. Nous sommes foutus. Out, comme toujours. Out. C'est dommage. Out. Es una pena que eso haya llegado demasiado tarde.
Al ver llegar los aviones, sus ojos se llenaron de orgullo. Veía las marcas rojas en las alas y contemplaba el avance firme, soberbio y rugiente de los aparatos. Así era como hubieran podido hacerse las cosas. Aquéllos eran verdaderos aviones. Se habían traído desmontados desde el Mar Negro, en barco, a través de los estrechos, a través de los Dardanelos, a través del Mediterráneo; habían sido descargados cuidadosamente en Alicante, armados atentamente, probados. Se les había encontrado en perfectas condiciones y ahora volaban formando con minuciosa precisión uves agudas y puras; volaban altos y plateados en el sol de la mañana para ir a hacer saltar esas fortificaciones vecinas, haciéndolas volar por el aire, de forma que se pudiera avanzar.