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—Mi amo está enfermo y herido —dijo Sam airadamente—. No podría viajar durante toda la noche. Necesita descanso.

Glorfindel alcanzó a Frodo en el momento en que el hobbit caía al suelo, y tomándolo gentilmente en brazos le miró la cara con grave ansiedad.

Trancos le habló entonces brevemente del ataque al campamento en la Cima de los Vientos, y del cuchillo mortal. Sacó la empuñadura, que había conservado, y se la pasó al Elfo. Glorfindel se estremeció al tocarla, pero la miro con atención.

—Hay cosas malas escritas en esta empuñadura —dijo— aunque quizá tus ojos no puedan verlas. ¡Guárdala, Aragorn, hasta que lleguemos a la casa de Elrond! Pero ten cuidado, y tócala lo menos posible. Ay, las heridas causadas por esta arma están más allá de mis poderes de curación. Haré lo que pueda, pero ahora más que nunca os recomiendo que continuéis sin tomar descanso.

Buscó con los dedos la herida en el hombro de Frodo, y la cara se le hizo más grave, como si lo que estaba descubriendo lo inquietara todavía más. Pero Frodo sintió que el frío del costado y el brazo le disminuía; un leve calor le bajó del hombro hasta la mano, y el dolor se hizo más soportable. La oscuridad del crepúsculo le pareció más leve alrededor, como si hubieran apartado una nube. Veía ahora las caras de los amigos más claramente, y sintió que recobraba de algún modo la esperanza y la fuerza.

—Montarás en mi caballo —le dijo Glorfindel—. Recogeré los estribos hasta los bordes de la silla, y tendrás que sentarse lo más firmemente que puedas. Pero no te preocupes; mi caballo no dejará caer a ningún jinete que yo le encomiende. Tiene el paso leve y fácil, y si el peligro apremia, te llevará con una rapidez que ni siquiera las bestias negras del enemigo pueden imitar.

—¡No, no será así! —dijo Frodo—. No lo montaré, si va a llevarme a Rivendel o alguna otra parte dejando atrás a mis amigos en peligro.

Glorfindel sonrió.

—Dudo mucho —dijo— que tus amigos corran peligro si tú no estás con ellos. Los perseguidores te seguirían a ti y nos dejarían a nosotros en paz, me parece. Eres tú, Frodo, y lo que tú llevas lo que nos pone a todos en peligro.

Frodo no encontró respuesta, y tuvo que montar el caballo blanco de Glorfindel. El poney en cambio fue cargado con una gran parte de los fardos de los otros, de modo que ahora pudieron marchar más aliviados, y durante un tiempo con notable rapidez; pero los hobbits pronto descubrieron que les era difícil seguir el paso rápido e infatigable del Elfo. Allá iba, adelante, adentrándose en la boca de la oscuridad, y todavía más adelante hacia la noche profunda y nublada. No había luna ni estrellas. Hasta que asomó el gris del alba no les permitió que se detuviesen. Pippin, Merry y Sam estaban ya por ese entonces casi dormidos, sosteniéndose apenas sobre unas piernas entumecidas, y hasta el mismo Trancos encorvaba la espalda como si se sintiera fatigado. Frodo, a caballo, iba envuelto en un sueño oscuro.

Se echaron al suelo entre las malezas a unos pocos metros del Camino, y cayeron dormidos en seguida. Les pareció que habían cerrado apenas los ojos cuando Glorfindel, que se había quedado vigilando mientras los otros dormían, los despertó de nuevo. La mañana estaba ya bastante avanzada, y las nubes y nieblas de la noche habían desaparecido.

—¡Bebed esto! —les dijo Glorfindel, sirviéndoles uno a uno un poco del licor que llevaba en la bota de cuero adornada de plata. La bebida era clara como agua de manantial y no tenía sabor, y no era ni fresca ni tibia en la boca, pero les pareció mientras bebían que recobraban la fuerza y el vigor. Luego unos pocos bocados de pan rancio y de fruta seca (pues ya no les quedaba ninguna otra cosa) les calmaron el hambre mejor que muchos buenos desayunos de la Comarca.





Habían descansado bastante menos que cinco horas cuando retomaron el Camino. Glorfindel insistía en la necesidad de no detenerse, y sólo les permitió dos breves descansos en toda la jornada. Cubrieron así más de veinte millas antes de la caída de la noche, y llegaron al punto en que el Camino doblaba a la derecha y descendía abruptamente al fondo del valle, acercándose una vez más al río. Hasta ahora no había habido ninguna señal o sonido de persecución que los hobbits pudieran ver u oír. Pero a menudo, si los otros habían quedado atrás, Glorfindel se detenía y escuchaba, y una nube de preocupación le ensombrecía el rostro. Una vez o dos le habló a Trancos en lengua élfica.

Pero por inquietos que se sintieran los guías, era evidente que los hobbits no podrían ir más lejos esa noche. Caminaban tambaleándose, como borrachos de cansancio, e incapaces de pensar en otra cosa que en los pies y las piernas. El sufrimiento de Frodo se había duplicado, y las cosas de alrededor se le desvanecían durante el día en sombras de un gris espectral. Le alegraba casi la llegada de la noche, pues el mundo parecía entonces menos pálido y vacío.

Los hobbits se sentían todavía extenuados, cuando de nuevo partieron temprano a la mañana siguiente. Había que recorrer aún muchas millas para llegar al Vado, y marcharon de prisa, trastabillando.

—El peligro aumentará justo poco antes de llegar al río —dijo Glorfindel—, pues el corazón me dice que los perseguidores vienen ahora a toda prisa detrás de nosotros, y otro peligro puede estar esperándonos cerca del Vado.

El Camino corría aún regularmente ladera abajo, y ahora a veces había mucha hierba a los lados, y los hobbits caminaban por allí cuando podían, para aliviarse los pies. A la caída de la tarde llegaron a un lugar donde el Camino se metía de pronto entre las sombras oscuras de unos pinos, precipitándose luego en un desfiladero de paredes de piedra roja, escarpadas y húmedas. Unos ecos resonaron mientras se adelantaban de prisa, y pareció oírse el sonido de muchos pasos, que venían detrás. De pronto, el Camino desembocó otra vez en terreno despejado, saliendo del túnel como por una puerta de luz. Allí, al pie de una ladera muy inclinada, se extendía una llanura de una milla de largo, y luego el Vado de Rivendel. En el otro lado había una loma escarpada, de color ocre, recorrida por un sinuoso sendero, y más allá se superponían unas montañas altas, estribación sobre estribación, y cima sobre cima, en el cielo pálido.

Detrás se oía todavía un eco, como si unos pasos vinieran siguiéndolos por el desfiladero; un sonido impetuoso, como si un viento soplara derramándose entre las ramas de los pinos. Glorfindel se volvió un momento a escuchar, y dio un salto, gritando:

—¡Huid! ¡Huid! ¡El enemigo está sobre nosotros!

El caballo blanco se precipitó hacia delante. Los hobbits bajaron corriendo por la pendiente. Glorfindel y Trancos los siguieron como retaguardia. No habían cruzado aun la mitad del llano, cuando se oyó un galope de caballos. Saliendo del túnel de árboles que acababan de dejar apareció un Jinete Negro. Tiró de las riendas y se detuvo, balanceándose en la silla. Otro lo siguió, y luego otro, y en seguida otros dos.

—¡Corre! ¡Corre! —le gritó Glorfindel a Frodo.

Frodo no obedeció inmediatamente, como dominado por una extraña indecisión. Llevando el caballo al paso, se volvió para mirar atrás. Los Jinetes parecían alzarse sobre las grandes sillas como estatuas amenazadoras en lo alto de un cerro negro y macizo, mientras que todos los bosques y tierras de alrededor se desvanecían como en una niebla. De pronto el corazón le dijo a Frodo que los Jinetes estaban ordenándole en silencio que esperara. En seguida, y a la vez, el miedo y el odio despertaron en él. Soltó las riendas, y echando mano a la empuñadura de la espada, la desenvainó con un relámpago rojo.