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Las asentaderas del Troll son siempre las mismas,

¡y también el hueso que le birló al propietario!

—¡Bueno, hay ahí una advertencia para todos nosotros! —rió Merry—. ¡Es una suerte que hayas usado un palo y no la mano, Trancos!

—¿Dónde aprendiste eso, Sam? —preguntó Pippin—. Nunca lo había oído antes.

Sam murmuró algo inaudible.

—Lo sacó todo de la cabeza, por supuesto —dijo Frodo—. Estoy aprendiendo mucho sobre Sam Gamyi en este viaje. Primero fue un conspirador, y ahora es un juglar. Terminará por ser un mago... ¡o un guerrero!

—Espero que no —dijo Sam—. Ni lo uno ni lo otro.

A la tarde continuaron descendiendo por la espesura. Seguían quizá aquella misma senda que Gandalf, Bilbo y los enanos habían utilizado muchos años antes. Luego de unas pocas millas llegaron a la cima de una loma que dominaba el Camino. Aquí el Camino había dejado atrás el angosto valle del Fontegrís, y ahora se abrazaba a las colinas, bajando y subiendo entre los bosques y las laderas cubiertas de maleza hacia el Vado y las Montañas. No lejos de la loma Trancos señaló una piedra que asomaba entre el pasto. Toscamente talladas y ahora muy erosionadas podían verse aún en la piedra unas runas de enanos y marcas secretas.

—¡Sí! —dijo Merry—. Ésta ha de ser la piedra que señala dónde estaba escondido el oro de los enanos. ¿Cuánto queda de la parte de Bilbo, me pregunto? —Frodo miró la piedra y deseó que Bilbo no hubiera traído de vuelta un tesoro tan peligroso, y tan difícil de compartir.

—Nada —dijo—. Bilbo lo regaló todo. Me dijo que no creía que le perteneciera, pues había estado en manos de ladrones.

El Camino se extendía bajo las sombras alargadas del atardecer, apacible y desierto. No había otra ruta posible, de modo que bajaron por el barranco y torciendo a la izquierda marcharon a paso vivo. Pronto la estribación de una loma interceptó la luz del sol que declinaba rápidamente. Un viento frío venía hacia ellos desde las montañas que sobresalían allá adelante.

Empezaban a buscar un sitio fuera del Camino donde pudieran acampar esa noche, cuando oyeron un sonido que los atemorizó de nuevo: unos cascos de caballo que resonaban detrás. Volvieron la cabeza, pero no alcanzaron a ver muy lejos a causa de las vueltas y revueltas del Camino. Dejaron de prisa la calzada y subieron internándose entre los profundos matorrales de brezos y arándanos que cubrían las laderas, hasta que al fin llegaron a un monte de castaños frondosos. Espiando entre la maleza podían ver el Camino, débil y gris a la luz crepuscular allá abajo, a unos treinta pies. El sonido de los cascos se acercaba. Los caballos galopaban, con un leve tiquititac, tiquititac. Luego, débilmente, como si la brisa se lo llevara, creyeron oír un repique apagado, como un tintineo de campanillas.

—¡Eso no suena como el caballo de un Jinete Negro! —dijo Frodo, que escuchaba con atención.





Los otros hobbits convinieron en que así era, esperanzados, aunque con cierta desconfianza. Tenían miedo de que los persiguieran desde hacía tanto tiempo que todo sonido que viniera de atrás les parecía amenazador y hostil. Pero Trancos se inclinaba ahora hacia delante, casi tocando el suelo, la mano en la oreja, y una expresión de alegría en la cara.

La luz disminuía y las hojas de los arbustos susurraban levemente. Más claras y más próximas las campanillas tintineaban, y tiquitacvenía el sonido de un trote rápido. De pronto apareció allá abajo un caballo blanco, resplandeciente en las sombras, que se movía con rapidez. El cabestro centelleaba y fulguraba a la luz del crepúsculo, como tachonado de piedras preciosas que parecían estrellas vivientes. El manto flotaba detrás, y el caballero llevaba quitado el capuchón; los cabellos dorados volaban al viento. Frodo tuvo la impresión de que una luz blanca brillaba a través de la forma y las vestiduras del jinete, como a través de un velo tenue.

Trancos dejó de pronto el escondite y se precipitó hacia el Camino, gritando y saltando entre los brezos, pero aun antes que se moviera o llamara, el jinete ya había tirado de las riendas y se había detenido levantando los ojos a los matorrales donde ellos estaban. Cuando vio a Trancos, saltó a tierra y corrió hacia él gritando: Ai na vedui Dúnadan! Mae gova

Pronto Trancos les hizo señas, y los hobbits dejaron los matorrales y bajaron corriendo al Camino.

—Éste es Glorfindel, que habita en la casa de Elrond —dijo Trancos.

—¡Hola, y feliz encuentro al fin! —le dijo Glorfindel a Frodo—. Me enviaron de Rivendel en tu busca. Temíamos que corrieras peligro en el camino.

—Entonces, ¿Gandalf llegó a Rivendel? —exclamó Frodo alegremente.

—No. No cuando yo partí, pero eso fue hace nueve días —respondió Glorfindel—. Llegaron algunas noticias, que perturbaron a Elrond. Gentes de mi pueblo, viajando por tus tierras más allá del Baranduin 8, oyeron decir que las cosas no andaban bien, y enviaron mensajes tan pronto como pudieron. Decían que los Nueve habían salido, y que tú te habías extraviado llevando una carga muy pesada y sin ningún auxilio, pues Gandalf no había vuelto. Hay pocos en Rivendel que puedan enfrentarse abiertamente a los Nueve, pero a esos pocos Elrond los envió al norte, al oeste y al sur. Se decía que tú harías un largo rodeo para evitar que te persiguieran, y que te perderías en las tierras desiertas.

”Me tocó a mí seguir el Camino, y llegué al Puente de Mitheithel, y dejé una señal allí, hace siete días. Tres de los sirvientes de Sauron llegaron hasta el Puente, pero se retiraron y los perseguí hacia el oeste. Tropecé con otros dos, que se volvieron alejándose hacia el sur. Desde entonces he estado buscando tus huellas. Las descubrí hace dos días y las seguí cruzando el Puente, y hoy advertí que habías bajado otra vez de las lomas. ¡Pero, vamos! No hay tiempo para más noticias. Ya que estás aquí, hemos de arriesgar los peligros del Camino y marchar adelante. Hay cinco detrás de nosotros, y cuando descubran tus huellas en el Camino, nos perseguirán veloces como el viento. Y ellos no son todos. Dónde están los otros cuatro, no lo sé. Temo descubrir que el Vado ya está defendido contra nosotros.

Mientras Glorfindel hablaba, las sombras de la noche se hicieron más densas. Frodo sintió que el cansancio lo dominaba. Desde que el sol había empezado a bajar, la niebla que tenía ante los ojos se le había oscurecido, y sentía que una sombra estaba interponiéndose entre él y las caras de los otros. Ahora tenía un ataque de dolor, y mucho frío. Se tambaleó y se apoyó en el brazo de Sam.