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Al fin del quinto día el terreno comenzó una vez más a elevarse lentamente, saliendo del valle bajo y amplio al que habían descendido. Trancos los guió hacia el nordeste, y en el sexto día llegaron a lo alto de una loma y vieron a la distancia un grupo de colinas boscosas. Allá abajo el Camino bordeaba el pie de las colinas, y a la derecha un rió gris brillaba pálidamente a la débil luz del sol. A lo lejos corría otro río por un valle pedregoso, entre jirones de bruma.

—Temo que ahora tengamos que volver un rato al Camino —dijo Trancos—. Hemos llegado al Río Fontegrís, que los Elfos llaman Mitheithel. Desciende de los Páramos de Etten, la tierra de los trolls al norte de Rivendel, y en el sur allá lejos se une al Sonorona. De ahí en adelante algunos lo llaman Aguada Gris. Es una gran extensión de agua antes de llegar al Mar. No hay otro modo de cruzarlo desde que nace en los Páramos de Etten que el Puente Último sobre el Camino.

—¿Cuál es aquel otro río allá a lo lejos? —preguntó Merry.

—El Sonorona, el Bruinen de Rivendel —respondió Trancos—. El Camino bordea las colinas durante varias leguas, desde el Puente hasta el Vado del Bruinen. Aún no he pensado cómo lo cruzaremos. ¡Un río por vez! Tendremos bastante suerte en verdad si no encontramos algún obstáculo en el Puente Último.

Al otro día, temprano de mañana, descendieron de nuevo al Camino. Sam y Trancos fueron adelante, pero no encontraron señales de viajeros o jinetes. Aquí, a la sombra de las colinas, había llovido bastante. Trancos opinó que el agua había caído dos días atrás, borrando todas las huellas. Desde entonces no había pasado ningún jinete, o así parecía al menos.

Avanzaron rápidamente y luego de una milla o dos vieron ante ellos el Puente Último, al pie de una cuesta empinada y breve. Bajaron temiendo que unas sombras negras los esperasen allí, pero no vieron nada. Trancos hizo que se ocultaran detrás de unas matas a la vera del Camino y se adelantó a explorar.

No mucho después volvió apresuradamente.

—Ningún enemigo a la vista —dijo—, y no entiendo por qué. Pero descubrí algo muy extraño.

Tendió la mano y mostró una piedra de color verde pálido. —La encontré en el barro, en medio del Puente —dijo—. Es un berilo, una piedra élfica. No podría decir si la pusieron allí, o si alguien la perdió, pero me da cierta esperanza. Diría que es un signo de que podemos cruzar el Puente, pero no me atrevería a seguir por el Camino sin otra indicación más clara.

Partieron de nuevo en seguida. Atravesaron el Puente sanos y salvos, sin oír otro sonido que el de las aguas arremolinadas bajo los tres grandes arcos. Una milla más allá llegaron a una hondonada estrecha que llevaba al norte cruzando las tierras escarpadas a la izquierda del Camino. Aquí Trancos dobló a un lado y casi en seguida se encontraron en una región sombría de árboles oscuros que serpeaban al pie de unas lomas adustas.

Los hobbits se alegraron de dejar atrás las tierras desoladas y los peligros del Camino, pero esta nueva región parecía amenazadora e inamistosa. Las colinas iban creciendo ante ellos. Aquí y allá, sobre alturas y crestas, vislumbraban unos antiguos muros de piedra y ruinas de torres de ominoso aspecto. Frodo, que no caminaba, tenía tiempo de mirar adelante y pensar. Recordaba los relatos de Bilbo y las torres amenazadoras que se alzaban en los montes al norte del Camino, en las proximidades del Bosque de los Trolls donde se le había presentado el primer incidente serio del viaje. Frodo adivinó que se encontraban ahora en la misma región, y se preguntó si no pasarían casualmente por el mismo sitio.





—¿Quién vive en estas tierras? —preguntó—. ¿Y quién edificó esas torres? ¿Es éste el País de los Trolls?

—No —dijo Trancos—. Los trolls no construyen. Nadie vive aquí. En otro tiempo moraron Hombres, pero hoy no queda ninguno. Fueron gente mala, así dice la leyenda, pues cayeron bajo la sombra de Angmar. Pero todos murieron en la guerra que acabó con el Reino del Norte. Hace ya tanto tiempo que las colinas han olvidado, aunque una sombra se extiende aún sobre el país.

—¿Dónde aprendiste esas historias si toda la región está desierta y olvidada? —preguntó Peregrin—. Los pájaros y las bestias no cuentan historias de esa especie.

—Los herederos de Elendil no olvidaron el pasado —dijo Trancos—, y sé de otros muchos asuntos que aún se recuerdan en Rivendel.

—¿Has estado con frecuencia en Rivendel? —le dijo Frodo.

—Sí —respondió Trancos—, viví allí un tiempo, y vuelvo siempre que puedo. Mi corazón está allí, pero mi destino no es vivir en paz, ni siquiera en la hermosa casa de Elrond.

Las colinas comenzaron a cercarlos. Del otro lado, el Camino seguía bordeando el Río Bruinen, pero ambos estaban ocultos ahora. Al fin entraron en un valle largo, estrecho, profundo, sombrío y silencioso. Unos árboles de viejas y retorcidas raíces colgaban de los riscos y se amontonaban detrás en laderas de pinos.

Los hobbits estaban muy cansados y avanzaban lentamente, abriéndose paso entre rocas y árboles caídos. Trataban de evitar todo lo posible los terrenos escarpados, en beneficio de Frodo, y era en verdad difícil encontrar un camino que los ayudara a escalar las paredes de los valles. Llevaban dos días caminando por esta región cuando empezó a llover. El viento sopló del oeste vertiendo el agua de los mares lejanos sobre las cabezas oscuras de las lomas en una penetrante llovizna. Cuando llegó la noche estaban calados hasta los huesos, y no les sirvió de mucho acampar, pues no pudieron encender ningún fuego. Al día siguiente los montes se hicieron todavía más altos y escarpados, y se vieron obligados a desviarse de la ruta doblando hacia el norte. Trancos parecía cada vez más inquieto; habían pasado diez días desde que dejaran atrás la Cima de los Vientos y las provisiones comenzaban a escasear. La lluvia no amainaba.

Aquella noche acamparon en una estribación rocosa; una gruta poco profunda, un simple agujero, se abría en el muro de piedra. La herida le dolía más que nunca a Frodo, a causa del frío y la humedad, y sentía el cuerpo helado y no podía dormir. Se volvía, acostado, a un lado y a otro, escuchando medrosamente los furtivos ruidos nocturnos: el viento en las grietas de las rocas, el agua que goteaba, un crujido, una piedra suelta que rodaba por la pendiente. Sintió que unas formas negras se le acercaban queriendo sofocarlo, pero cuando se sentó no vio sino la espalda de Trancos, sentado, con las piernas recogidas, fumando en pipa, y vigilando. Se acostó de nuevo y se deslizó en un sueño intranquilo, y soñó que se paseaba por el césped del jardín de la Comarca, pero el jardín era borroso e indistinto, menos nítido que las sombras altas y oscuras que lo miraban por encima del seto.

Cuando despertó por la mañana, había dejado de llover. Las nubes eran todavía espesas, pero estaban abriéndose, descubriendo pálidas franjas de azul. El viento cambiaba de nuevo. No partieron en seguida. Luego del desayuno frío y escaso, Trancos se alejó solo, diciéndoles a los otros que esperaran al abrigo del acantilado. Trataría de llegar arriba, si le era posible, para observar la configuración del territorio.