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Cuando oyó lo que Frodo tenía que decirle, se mostró de veras preocupado, y meneó la cabeza y suspiró. Luego les ordenó a Pippin y Merry que calentaran la mayor cantidad de agua que fuera posible en las pequeñas marmitas y que le lavaran la herida.

—¡Mantened el fuego encendido y cuidad de que Frodo no se enfríe! —dijo. Luego se incorporó y se alejó, llamando a Sam—. Creo que ahora entiendo mejor —dijo en voz baja—. Parece que los enemigos eran sólo cinco. Por qué no estaban todos aquí, no lo sé, pero no creo que esperaran encontrar resistencia. Por el momento se han retirado, aunque temo que no muy lejos. Regresarán otra noche, si no logramos huir. Ahora se contentan con esperar, pues piensan que ya casi han conseguido lo que desean, y que el Anillo no podrá escapárseles. Me temo Sam, que imaginan que tu amo ha recibido una herida mortal, que lo someterá a lo que ellos decidan. ¡Ya veremos!

Sam sintió que el llanto lo sofocaba.

—¡No desesperes! —dijo Trancos—. Confía en mí ahora. Tu Frodo es de una pasta más firme de lo que yo pensaba, aunque Gandalf ya me lo había insinuado. No está muerto, y creo que resistirá el poder maligno de la herida mucho más de lo que sus enemigos suponen. Haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarlo y curarlo. ¡Cuídalo bien en mi ausencia!

Se volvió rápidamente desapareciendo de nuevo entre las sombras.

Frodo dormitaba, aunque el dolor que le causaba la herida no dejaba de aumentar, y un frío mortal se le extendía desde el hombro hasta el brazo y el costado. Los tres hobbits lo cuidaban, calentándolo y lavándole la herida. La noche pasó lenta y tediosa. El alba crecía en el cielo y una luz gris invadía la cañada, cuando Trancos volvió al fin.

—¡Mirad! —gritó, e inclinándose levantó del suelo una túnica negra que había quedado allí oculta en la oscuridad. Había un desgarrón en la tela, un poco por encima del borde inferior—. La marca de la espada de Frodo —dijo—. El único daño que le causó al enemigo, temo, pues es invulnerable, y las espadas que traspasan a ese rey terrible caen destruidas. Más mortal para él fue el nombre de Elbereth. ¡Y más mortal para Frodo fue esto!

Se agachó de nuevo y tomó un cuchillo largo y delgado. La hoja tenía un brillo frío. Cuando Trancos lo levantó vieron que el borde del extremo estaba mellado, y la punta rota. Pero mientras aún lo sostenía a la luz creciente, observaron asombrados que la hoja parecía fundirse y que se desvanecía en el aire como una humareda, no dejando más que la empuñadura en la mano de Trancos. —¡Ay! —gritó—. Fue este maldito puñal el que ha infligido la herida. Pocos tienen ahora el poder de curar el daño causado por armas tan maléficas. Pero haré todo lo que esté a mi alcance.

Se sentó en el suelo, y tomando la empuñadura del arma se la puso en las rodillas y le cantó una lenta canción en una lengua extraña. En seguida, poniéndola a un lado, se volvió a Frodo y pronunció en voz baja unas palabras que los otros no llegaron a entender. Del saco pequeño que llevaba a la cintura extrajo las hojas largas de una planta.





—Estas hojas —dijo—, caminé mucho para encontrarlas, pues la planta no crece en las lomas desnudas, sino entre los matorrales de allá lejos al sur del Camino; las encontré en la oscuridad por el olor. —Estrujó entre los dedos una hoja, que difundió una fragancia dulce y fuerte—. Fue una suerte que la haya encontrado, pues es una planta medicinal que los Hombres del Oeste trajeron a la Tierra Media. Athelasla llamaron, y ahora sólo crece en los sitios donde ellos acamparon o vivieron hace tiempo; y no se la conoce en el norte excepto por aquellos que frecuentan las tierras salvajes. Tiene grandes virtudes curativas, pero en una herida semejante quizá sean insuficientes.

Trancos echó las hojas en el agua hirviente y le lavó el hombro a Frodo. El aroma del vapor era refrescante, y los otros tres hobbits sintieron que les calmaba y aclaraba las mentes. La hierba actuaba además sobre la herida, pues Frodo notó que le disminuía el dolor, y también aquella sensación de frío que tenía en el costado; pero el brazo continuaba como sin vida, y no podía alzar la mano o mover los dedos. Lamentaba amargamente su propia necedad, y se reprochaba no haberse mostrado más firme pues comprendía ahora que al ponerse el Anillo no había obedecido a sus propios deseos sino a las órdenes imperiosas de los enemigos. Se preguntaba si no quedaría lisiado para siempre, y cómo se las arreglarían para proseguir el viaje. Se sentía tan débil que ni siquiera podía ponerse de pie.

Los otros discutían este mismo problema. Decidieron rápidamente dejar la Cima de los Vientos tan pronto como fuera posible.

—Pienso ahora —dijo Trancos— que el enemigo ha estado vigilando este sitio desde hace varios días. Si Gandalf llega a venir por aquí, tiene que haberse visto obligado a escapar, y no volverá. De todos modos, y luego del ataque de anoche, correríamos grave peligro aquí si nos quedamos después de que oscurezca, y la situación no podría ser peor para nosotros en cualquier otro lugar.

Tan pronto como se hizo de día se prepararon una comida frugal y empacaron. Como Frodo no podía caminar, dividieron la mayor parte del equipaje entre los cuatro y montaron a Frodo en el poney. En los últimos pocos días la pobre bestia había mejorado de modo notable; ya parecía más gorda y fuerte, y había comenzado a mostrar afecto a sus nuevos dueños, sobre todo a Sam. El trato que había recibido de Bill Helechal tenía que haber sido muy duro para que un viaje por tierras salvajes le pareciera mucho mejor que la vida anterior.

Partieron en dirección sur. Esto significaba cruzar el Camino, pero era el modo más rápido de llegar a regiones más arboladas. Y necesitaban combustible, pues Trancos decía que Frodo tenía que estar abrigado, especialmente por la noche, y además el fuego serviría para protegerlos a todos. Planeaba también abreviar el trayecto cortando a través de otra gran vuelta del Camino; al este, más allá de la Cima de los Vientos, la ruta cambiaba de curso describiendo una amplia curva hacia el norte.

Marcharon lenta y precavidamente bordeando las faldas del sudoeste de la colina, y no tardaron en llegar al borde del Camino. No había señales de los Jinetes. Pero en el mismo momento en que cruzaban de prisa alcanzaron a oír dos gritos lejanos: una voz fría que llamaba y una voz fría que respondía. Temblando se precipitaron hacia los matorrales que crecían al otro lado. El terreno descendía allí en pendiente hacia el sur, salvaje y sin ninguna senda; unos arbustos y árboles raquíticos crecían en grupos apretados en medio de amplios espacios desnudos. La hierba era escasa, dura y gris; y los matorrales perdían las hojas secas. Era una tierra desolada, y el viaje se hacía lento y triste. Marchaban penosamente y hablaban poco. Frodo observaba acongojado cómo caminaban junto a él, cabizbajos, inclinados bajo el peso de los bultos. Hasta el mismo Trancos parecía cansado y abatido.

Antes que terminara la primera jornada el dolor de Frodo se acrecentó de nuevo, pero él tardó en quejarse. Pasaron cuatro días y ni el terreno ni el escenario cambiaron mucho, aunque detrás de ellos la Cima de los Vientos bajaba lentamente, y delante de ellos subían las montañas lejanas. Pero luego de aquellos gritos distantes no habían visto ni oído nada que indicara que el enemigo anduviese cerca, o estuviera siguiéndolos. Temían las horas de oscuridad, y montaban guardia en parejas, esperando ver en cualquier momento unas sombras negras que se adelantaban en la noche gris, débilmente iluminada por la luna velada de nubes; pero no veían nada, y no oían otro sonido que el de las hojas secas y la hierba. Ni una sola vez tuvieron aquella impresión de peligro inminente que los había asaltado en la cañada antes del ataque. No se atrevían a suponer que los Jinetes les hubiesen perdido de nuevo el rastro. ¿Esperarían quizá tenderles una emboscada en algún sitio estrecho?