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—¿Qué vendería Helechal, y qué relación tiene con mi accidente? —dijo Frodo, decidido todavía a no entender las insinuaciones de Trancos.

—Noticias de usted, por supuesto —respondió Trancos—. Un relato de la hazaña de usted sería muy interesante para cierta gente. Luego de esto apenas necesitarían saber cómo se llama usted de veras. Me parece demasiado probable que se enteren antes que termine la noche. ¿No le es suficiente? En cuanto a mi recompensa, haga lo que le plazca: tómeme como guía o no. Pero le diré que conozco todas las tierras entre la Comarca y las Montañas Nubladas, pues las he recorrido en todos los sentidos durante muchos años. Soy más viejo de lo que parezco. Le puedo ser útil. Desde esta noche tendrá usted que dejar la carretera, pues los jinetes la vigilarán día y noche. Quizá escape de Bree, y quizá nadie lo detenga mientras el sol esté alto, pero no irá muy lejos. Caerán sobre usted en algún sitio desierto y sombrío donde no habrá nadie que pueda auxiliarlo. ¿Permitirá que le den alcance? ¡Son terribles!

Los hobbits lo miraron, y vieron con sorpresa que retorcía la cara como si soportara algún dolor y que tenía las manos aferradas a los brazos de la silla. La habitación estaba muy tranquila y silenciosa, y la luz parecía más pálida. Trancos se quedó un rato sentado, la mirada vacía, como atento a viejos recuerdos, o escuchando unos sonidos lejanos en la noche.

—¡Sí! —exclamó al fin pasándose la mano por la frente—. Quizá sé más que usted acerca de esos perseguidores. Les tiene miedo, pero no bastante todavía. Mañana tendrá que escapar, si puede. Trancos podría guiarlo por senderos pocos transitados. ¿Lo llevará con usted?

Hubo un pesado silencio. Frodo no respondió, no sabía qué pensar; el miedo y la duda lo confundían. Sam frunció el ceño y miro a su amo. Al fin estalló:

—¡Con el permiso de usted, señor Frodo, yo diría no! Este señor Trancos nos aconseja y dice que tengamos cuidado; y yo digo a eso, y que comencemos por él. Viene del desierto, y nunca oí nada bueno de esa gente. Es evidente que sabe algo, demasiado para mi gusto. Pero eso no es razón para que dejemos que nos lleve a algún lugar sombrío, lejos de cualquier ayuda, como él mismo dice.

Pippin se movió, incómodo. Trancos no replicó a Sam, y volvió los ojos penetrantes a Frodo. Frodo notó la mirada, y torció la cabeza.

—No —dijo lentamente—, no estoy de acuerdo. Pienso, pienso que usted no es realmente lo que quiere parecer. Empezó a hablarme como la gente de Bree, pero ahora tiene otra voz. De cualquier modo hay algo cierto en lo que dice Sam: no sé por qué nos aconseja usted que nos cuidemos, y al mismo tiempo nos pide que confiemos en usted. ¿Por qué el disfraz? ¿Quién es usted? ¿Qué sabe realmente acerca de... acerca de mis asuntos, y cómo lo sabe?

—La lección de prudencia ha sido bien aprendida —dijo Trancos con una sonrisa torcida—. Pero la prudencia es una cosa, y la irresolución es otra. Nunca llegarán a Rivendel por sus propios medios, y tenerme confianza es la única posibilidad que les queda. Tienen que decidirse. Contestaré cualquier pregunta, si eso los ayuda. ¿Pero por qué creerán en la verdad de mi historia, si no confían en mí? Aquí está, sin embargo...

En ese momento llamaron a la puerta. El señor Mantecona había traído velas, y detrás venía Nob, con jarras de agua caliente. Trancos se retiró a un rincón oscuro.

—He venido a desearles buenas noches —dijo el posadero, poniendo las velas sobre la mesa—. ¡Nob! ¡Lleva el agua a los cuartos!

Entró y cerró la puerta.

—El asunto es así —comenzó a decir, titubeando, perturbado—. Si he causado algún mal, lo lamento de veras. Pero todo se encadena, como usted sabe, y soy un hombre ocupado. Esta semana, primero una cosa y luego otra me despertaron poco a poco la memoria, como se dice, y espero que no demasiado tarde. Pues verá usted, me pidieron que buscase a unos hobbits de la Comarca, a un tal Bolsón sobre todo.

—¿Y eso qué relación tiene conmigo? —preguntó Frodo.

—Ah, usted lo sabe sin duda mejor que nadie —dijo el posadero con aire de estar enterado—. No lo traicionaré a usted, señor, pero me dijeron que ese Bolsón viajaría con el nombre de Sotomonte, y además me hicieron una descripción que se le ajusta bastante, si me permite.





—¿De veras? Bien, ¡venga entonces esa descripción! —dijo Frodo interrumpiéndolo imprudentemente.

Un hombrecito rollizo de mejillas rojas—dijo con solemnidad el señor Mantecona.

Pippin rió entre dientes, pero Sam pareció indignado.

Esto no te servirá de mucho, Cebadilla, pues conviene a casi todos los hobbits, me dijeron —continuó el señor Mantecona echándole una ojeada a Pippin—, pero éste es más alto que algunos y más rubio que todos, y tiene un hoyuelo en la barbilla; un sujeto de cabeza erguida y ojos brillantes. Perdón, pero él lo dijo, no yo.

—¿Él lo dijo? ¿Y quién era él? —preguntó Frodo muy interesado.

—¡Ah! Era Gandalf, si usted sabe a quién me refiero. Un mago dicen que es, pero cierto o no cierto, es un buen amigo mío. Pero ahora no se que me dirá, si lo veo otra vez me agriará toda la cerveza o me cambiará en un trozo de madera, no me sorprendería. Es de temperamento vivo. Sin embargo, lo que está hecho no puede deshacerse.

—Bueno, ¿qué ha hecho usted? —dijo Frodo impacientándose ante la lentitud con que se desarrollaban los pensamientos de Mantecona.

—¿Dónde estaba? —preguntó el posadero haciendo una pausa y castañeteando los dedos—. ¡Ah, sí! El viejo Gandalf. Hace tres meses entró directamente en mi cuarto sin llamar a la puerta. Cebadilla, me dijo, salgo a la mañana. ¿Quieres hacerme un favor? Lo que tú quieras, dije. Tengo prisa, dijo él, y me falta tiempo pero quiero que lleven un mensaje a la Comarca. ¿Tienes a alguien a quien mandar y que sea seguro que llegue? Puedo encontrar a alguien, dije, mañana quizá, o pasado mañana. Que sea mañana, me dijo, y luego me dio una carta.

”La dirección es bastante clara —dijo Mantecona sacando una carta del bolsillo y leyendo la dirección lenta y orgullosamente (tenía reputación de hombre de letras):

Señor Frodo Bolsón, Bolsón Cerrado, Hobbiton, en la Comarca. —¡Una carta para mí de Gandalf! —gritó Frodo.

—¡Ah! —dijo el señor Mantecona—. ¿Entonces el verdadero nombre de usted es Bolsón?

—Sí —dijo Frodo—, y será mejor que me dé esa carta en seguida, y me explique por qué nunca la envió. Eso es lo que vino a decirme, supongo, aunque le llevó mucho tiempo.

El pobre señor Mantecona parecía turbado.

—Tiene razón, señor —dijo—, y le pido que me disculpe. Tengo un miedo mortal de lo que diría Gandalf si he causado algún daño. Pero no la he retenido a propósito. La puse a buen recaudo, pero luego no encontré a nadie que quisiera ir a la Comarca al día siguiente, ni al otro día, y mi gente no estaba disponible, y luego vino una cosa detrás de la otra y me olvidé. Soy un hombre ocupado. Haré todo lo que pueda para enderezar el entuerto, y si puedo ayudar en algo, dígamelo por favor.