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y el perro lanza un rugido,

y los huéspedes ya saltan de la cama

y bailan en el piso.

¡Las cuerdas del violín estallan con un pum!

La vaca salta por encima de la Luna,

y el perrito se ríe divertido,

y la fuente del sábado se escapa corriendo

con la cuchara del domingo.

La Luna redonda rueda detrás de la colina,

mientras el Sol levanta la cabeza,

y con ojos de fuego observa estupefacta 6

que aunque es de día todos

volvieron a la cama.

El aplauso fue prolongado y ruidoso. Frodo tenía una buena voz, y la fantasía de la canción había agradado a todos.

—¿Por dónde anda el viejo Cebadilla? —exclamaron—. Tiene que oírla. Bob podría enseñarle al gato a tocar el violín, y tendríamos un baile. —Pidieron una nueva ronda de cerveza y gritaron:— ¡Cántela otra vez, señor! ¡Vamos! ¡Otra vez!

Hicieron tomar una jarra más a Frodo, que recomenzó la canción, y muchos se le unieron, pues la melodía era muy conocida, y se les había pegado la letra. Le tocó a Frodo entonces sentirse satisfecho de sí mismo. Zapateaba sobre la mesa y cuando llegó por segunda vez a la vaca salta por encima de la Luna, dio un salto en el aire demasiado vigoroso. Frodo cayó, bum, sobre una bandeja repleta de jarras, resbaló, y fue a parar bajo la mesa con un estruendo, un alboroto, y un golpe sordo. Todos abrieron la boca preparados para reír, y se quedaron petrificados en un silencio sin aliento, pues el cantor ya no estaba allí. ¡Había desaparecido como si hubiera pasado directamente a través del suelo de la sala sin dejar ni la huella de un agujero!

Los hobbits locales se quedaron mirando mudos de asombro; en seguida se incorporaron de un salto y llamaron a gritos a Cebadilla. Todos se apartaron de Pippin y Sam, que se encontraron solos en un rincón, observados desde lejos con miradas sombrías y desconfiadas. Estaba claro que para la mayoría de la gente ellos eran los compañeros de un mago ambulante con poderes y propósitos desconocidos. Pero había un vecino de Bree, de tez oscura, que los miraba con la expresión de alguien que está sobre aviso, y con una cierta ironía; Pippin y Sam se sentían de veras incómodos. Casi en seguida el hombre se escurrió fuera del salón, seguido por el sureño bizco; los dos se habían pasado gran parte de la noche hablando juntos en voz baja. Harry, el guardián de la puerta, salió también detrás de ellos.

Frodo se daba cuenta de que había cometido una estupidez. No sabiendo qué hacer, se arrastró por debajo de las mesas hacia el rincón sombrío donde Trancos estaba todavía sentado, impasible. Se apoyó de espaldas contra la pared, y se quitó el Anillo. Cómo le había llegado al dedo, no podía recordarlo. Era posible que hubiese estado jugueteando con él en el bolsillo, mientras cantaba, y que en el momento de sacar bruscamente la mano para evitar la caída, se le hubiera deslizado de algún modo en el dedo. Durante un instante se preguntó si el Anillo mismo no le había jugado una mala pasada; quizá había tratado de hacerse notar en respuesta al deseo o la orden de alguno de los huéspedes. No le gustaba el aspecto de los hombres que habían dejado el salón.

—¿Bien? —dijo Trancos cuando Frodo reapareció—. ¿Por qué lo hizo? Cualquier indiscreción de los amigos de usted no hubiera sido peor. Ha metido usted la pata. ¿O tendría que decir el dedo?





—No sé a qué se refiere —dijo Frodo, molesto y alarmado.

—¡Oh, sí que lo sabe! —respondió Trancos—, pero será mejor esperar que pase el alboroto. Luego, si usted me permite, señor Bolsón, me agradaría que tuviésemos una charla tranquila.

—¿A propósito de qué? —preguntó Frodo aparentando no haber oído su verdadero nombre.

—A propósito de un asunto de cierta importancia, tanto para usted como para mí —respondió Trancos mirando a Frodo a los ojos—. Quizá oiga algo que le conviene.

—Muy bien —dijo Frodo tratando de mostrarse indiferente—. Hablaré con usted más tarde.

Mientras, la gente discutía junto a la chimenea. El señor Mantecona había llegado al trote, y ahora trataba de escuchar a la vez varios relatos contradictorios sobre lo que había ocurrido.

—Yo lo vi, señor Mantecona —dijo un hobbit—, por lo menos no lo vi más, si usted me entiende. Se desvaneció en el aire, como quien dice.

—¡No es posible, señor Artemisa! —dijo el posadero, perplejo.

—Sí —replicó Artemisa—. Y además sé muy bien lo que digo.

—Hay algún error en alguna parte —dijo Mantecona sacudiendo la cabeza—. Había demasiado de ese señor Sotomonte para que se desvaneciese así en el aire, o en el humo, lo que sería más exacto si ocurrió en esta habitación.

—Bien, ¿dónde está ahora? —gritaron varias voces.

—¿Cómo podría saberlo? Puede irse a donde quiera, siempre que pague por la mañana. Y aquí está el señor Tuk, que no ha desaparecido.

—Bueno, vi lo que vi, y vi lo que no vi —dijo Artemisa, obstinado.

—Y yo digo que hay aquí algún error —repitió Mantecona recogiendo la bandeja y los restos de las jarras.

—¡Claro que hay un error! —dijo Frodo—. No he desaparecido. ¡Aquí estoy! He tenido sólo una pequeña charla con el señor Trancos en el rincón.

Frodo se adelantó a la luz del fuego, pero la mayoría de los huéspedes dieron un paso atrás, aún más perturbados que antes. No los satisfacía la explicación de Frodo, según la cual se había arrastrado rápidamente por debajo de las mesas luego de la caída. La mayoría de los hobbits y de las gentes de Bree se apresuraron a irse, sin ganas ya de seguir divirtiéndose esa noche. Unos pocos echaron a Frodo una mirada sombría y partieron murmurando entre ellos. Los Enanos y dos o tres Hombres extraños que todavía estaban allí se pusieron de pie y dieron las buenas noches al posadero pero no a Frodo y sus amigos. Poco después no quedaba nadie sino Trancos, todavía sentado en las sombras junto a la pared.

El señor Mantecona no parecía muy preocupado. Pensaba, probablemente, que el salón estaría repleto durante muchas noches, hasta que el misterio actual fuera discutido a fondo.

—Y bien, ¿qué ha estado haciendo, señor Sotomonte? —preguntó—. ¿Asustando a mis clientes y haciendo trizas mis jarras con esas acrobacias?