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—¡Muéstrame ese precioso Anillo! —dijo de repente en medio de la historia: y Frodo, él mismo asombrado, sacó la cadena y desprendiendo el Anillo se lo alcanzó en seguida a Tom.

Pareció que el Anillo se hacía más grande un momento en la manaza morena de Tom. De pronto Tom alzó el Anillo y lo miró de cerca y se rió. Durante un segundo los hobbits tuvieron una visión a la vez cómica y alarmante: el ojo azul de Tom brillando a través de un círculo de oro. Luego Tom se puso el Anillo en el extremo del dedo meñique y lo acercó a la luz de la vela. Durante un momento los hobbits no advirtieron nada extraño. En seguida se quedaron sin aliento. ¡Tom no había desaparecido!

Tom rió otra vez y echó el Anillo al aire, y el Anillo se desvaneció con un resplandor. Frodo dio un grito, y Tom se inclinó hacia delante y le devolvió el Anillo con una sonrisa.

Frodo miró el Anillo de cerca y con cierta desconfianza (como quien ha prestado un dije a un prestidigitador). Era el mismo Anillo, o tenía el mismo aspecto y pesaba lo mismo; siempre le había parecido a Frodo que el Anillo era curiosamente pesado. Pero no estaba seguro, y tenía que cerciorarse. Quizá estaba un poco molesto con Tom a causa de la ligereza con que había tratado algo que para el mismo Gandalf era de una importancia tan peligrosa. Esperó la oportunidad, ahora que la charla se había reanudado, y Tom contaba una absurda historia de tejones y sus raras costumbres, y se deslizó el Anillo en el dedo.

Merry se volvió hacia él para decirle algo y tuvo un sobresalto, reprimiendo una exclamación. Frodo estaba contento (en cierto modo); era en verdad el mismo Anillo, pues Merry clavaba los ojos en la silla y obviamente no podía verlo. Frodo se puso de pie y se escurrió hacia la puerta exterior, alejándose de la chimenea.

—¡Eh, tú! —gritó Tom volviendo hacia él unos ojos brillantes que parecían verlo perfectamente—. ¡Eh! ¡Ven Frodo, ven aquí! ¿Adónde te ibas? El viejo Tom Bombadil todavía no está tan ciego. ¡Sácate ese anillo dorado! Te queda mejor la mano desnuda. ¡Ven aquí! ¡Deja ese juego y siéntate a mi lado! Tenemos que hablar un poco más, y pensar en la mañana. Tom te enseñará el camino justo, ahorrándote extravíos.

Frodo se rió (tratando de parecer complacido) y sacándose el Anillo se acercó y se sentó de nuevo. Tom les dijo entonces que el sol brillaría al día siguiente, y que sería una hermosa mañana y que la partida se presentaba bajo los mejores auspicios. Pero convendría que salieran temprano, pues el tiempo en aquellas regiones era algo de lo que ni siquiera Tom podía estar seguro, pues a veces cambiaba con más rapidez de lo que él tardaba en cambiarse la chaqueta.

—No soy dueño del clima —les dijo—, como ningún ser que camine en dos patas.

De acuerdo con el consejo de Tom decidieron ir hacia el norte desde la casa, por las laderas orientales y más bajas de las Quebradas. De ese modo era posible que llegaran al Camino del Este en una jornada, evitando los Túmulos. Les dijo que no se asustaran, y que atendieran a sus propios asuntos.

—No dejéis la hierba verde. No os acerquéis a las piedras antiguas ni a los fríos Tumularios, ni espiéis los Túmulos, a menos que seáis gente fuerte y de ánimo firme.

Dijo esto una vez más, y les aconsejó que pasaran los Túmulos por el lado oeste, si se extraviaban y se acercaban demasiado. Luego les enseñó a cantar una canción, para el caso de que tuvieran mala suerte y cayeran al día siguiente en alguna dificultad.

¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!

Por el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce,

por el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos!





¡Ven, Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca!

Los hobbits cantaron juntos la canción después de él, y Tom les palmeó las espaldas a todos, y tomando unas velas los llevó de vuelta al dormitorio.

8

NIEBLA EN LAS QUEBRADAS DE LOS TÚMULOS

Aquella noche no oyeron ruidos. Pero en sueños o fuera de los sueños, no hubiera podido decirlo, Frodo oyó un canto dulce que le rondaba en la mente: una canción que parecía venir como una luz cálida del otro lado de una cortina de lluvia gris, y que creciendo cambiaba el velo en cristal y plata, hasta que al fin el velo se abrió, y un país lejano y verde apareció ante él a la luz de un rápido amanecer.

La visión se fundió en el despertar; y allí estaba Tom silbando como un árbol colmado de pájaros; y el sol ya caía oblicuamente por la colina y a través de la ventana abierta. Fuera todo era verde y oro pálido.

Luego del desayuno, que tomaron de nuevo solos, se prepararon para despedirse, el corazón tan oprimido como era posible en una mañana semejante: fría, brillante, y limpia bajo un lavado cielo otoñal de un ligero azul. El aire llegaba fresco del noroeste. Los pacíficos poneys estaban casi retozones, bufando y moviéndose inquietos. Tom salió de la casa, meneó el sombrero y bailó en el umbral, invitando a los hobbits a ponerse de pie, a partir, y a marchar a buen paso.

Cabalgaron a lo largo de un sendero que subía zigzagueando hacia el extremo norte de la loma en que se apoyaba la casa. Acababan de desmontar para ayudar a los poneys en la última pendiente empinada, cuando de pronto Frodo se detuvo.

—¡Baya de Oro! —gritó—. ¡Mi hermosa dama, toda vestida de verde plata! ¡No nos hemos despedido, y no la hemos visto desde anoche!

Se sentía tan desolado que quiso volver atrás, pero en ese momento una llamada cristalina descendió hacia ellos como un rizo de agua. Allá en la cima de la loma, Baya de Oro les hacía señas; los cabellos sueltos le flotaban en el aire, centelleando al sol. Una luz parecida al reflejo del agua en la hierba húmeda de rocío le brillaba bajo los pies, que bailaban.

Subieron de prisa la última pendiente, y se detuvieron sin aliento junto a ella. La saludaron inclinándose, pero con un movimiento de la mano ella los invitó a mirar alrededor; y desde aquella cumbre ellos miraron las tierras a la luz de la mañana. El aire era ahora tan claro y transparente como había sido velado y brumoso cuando llegaron al cerro del Bosque, que ahora se erguía pálido y verde entre los árboles oscuros del oeste. Allí la tierra se elevaba en repliegues boscosos, verdes, amarillos, rosados a la luz del sol, y más allá se escondía el valle del Brandivino. Hacia el sur, sobre la línea del Tornasauce, había un resplandor lejano como un pálido espejo y el río Brandivino se torcía en un lazo sobre las tierras bajas y se alejaba hacia regiones desconocidas para los hobbits. Hacia el norte, más allá de las quebradas decrecientes, la tierra se extendía en llanos y protuberancias de pálidos colores terrosos y grises y verdes, hasta desvanecerse en una lejanía oscura e indistinta. Al este se elevaban las Quebradas de los Túmulos, en crestas sucesivas, perdiéndose de vista hasta no ser más que una conjetura azul y un esplendor remoto y blanco que se confundía con el borde del cielo, pero que evocaba para ellos, en recuerdos y viejas historias, unas montañas altas y distantes.