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—Será bien recibido —dijo Maggot—. Pero tengo una idea. Ya está anocheciendo y cenaremos de un momento a otro, pues por lo general nos vamos a acostar poco después que el sol. Si usted y el señor Peregrin y todos quisiesen quedarse a tomar un bocado con nosotros, nos sentiríamos muy complacidos.

—¡Nosotros también! —dijo Frodo—. Pero tenemos que partir en seguida. Será de noche cuando lleguemos a Balsadera.

—¡Ah!, pero un minuto. Iba a decir que después de cenar sacaré una pequeña carreta y los llevaré a todos a Balsadera. Les evitaré una larga caminata y quizá también otras dificultades.

Frodo aceptó agradecido la invitación, para alivio de Pippin y Sam. El sol se había escondido ya tras las colinas del oeste, y la luz declinaba. Aparecieron dos de los hijos de Maggot y las tres hijas, y sirvieron una cena generosa en la mesa grande. La cocina fue iluminada con velas y reavivaron el fuego. La señora Maggot iba y venía. En seguida entraron uno o dos hobbits del personal de la granja; poco después eran catorce a la mesa. Había cerveza en abundancia y una fuente de setas y tocino, además de otras muchas suculentas viandas caseras. Los perros estaban sentados junto al fuego, royendo cortezas y triturando huesos.

Terminada la cena, el granjero y sus hijos llevaron afuera un farol y prepararon la carreta. Cuando salieron los invitados, ya había oscurecido. Cargaron bultos en la carreta y subieron. El granjero se sentó en el banco del conductor y azuzó con el látigo a los dos vigorosos poneys. La señora Maggot lo miraba de pie desde la puerta iluminada.

—¡Ten cuidado, Maggot! —exclamó—. ¡No discutas con extraños y vuelve aquí directamente!

—Eso haré —dijo Maggot, cruzando el portón.

La noche era apacible, silenciosa y fresca. Partieron sin luces, lentamente. Luego de una o dos millas llegaron al extremo del camino, cruzaron una fosa profunda, y subieron por una pequeña cuesta hasta la calzada.

Maggot descendió y miró a ambos lados, norte y sur, pero no se veía nada en la oscuridad y no se oía ningún sonido en el aire quieto. Unas delgadas columnas de niebla flotaban sobre las zanjas y se arrastraban por los campos.

—La niebla será espesa —dijo Maggot—, pero no encenderé mis faroles hasta dejarlos a ustedes. Oiremos cualquier cosa en el camino, antes de tropezarnos con ella esta noche.

Balsadera distaba unas cinco millas de la casa de Maggot. Los hobbits se arroparon de pies a cabeza, pero con los oídos atentos a cualquier sonido que se elevase sobre el crujido de las ruedas y el espaciado clop-clopde los poneys. El carro le parecía a Frodo más lento que un caracol. Junto a él, Pippin cabeceaba somnoliento, pero Sam clavaba los ojos en la niebla que se alzaba delante.

Por fin llegaron a la entrada de Balsadera, señalada por dos postes blancos que asomaron de pronto a la derecha del camino. El granjero Maggot sujetó los poneys y el carro se detuvo. Empezaban a descargar cuando oyeron lo que tanto temían; unos cascos en el camino, allá adelante. El sonido venía hacia ellos.

Maggot bajó de un salto y sostuvo firmemente la cabeza de los poneys, escudriñando la oscuridad. Clip-clop, clip-clop; el jinete se acercaba. El golpe de los cascos resonaba en el aire callado y neblinoso.

—Es mejor que se oculte, señor Frodo —dijo Sam ansiosamente—. Acuéstese en la carreta y cúbrase con la manta. ¡Nosotros nos ocuparemos del jinete!

Bajó y se unió al granjero. Los Jinetes Negros tendrían que pasar por encima de él para acercarse a la carreta. Clip-clop, clip-clop.

El jinete estaba casi sobre ellos.

—¡Eh, ahí! —llamó el granjero Maggot.

El ruido de cascos se detuvo. Creyeron vislumbrar entre la bruma una sombra oscura y embozada, uno o dos metros más adelante.

—¡Cuidado! —dijo el granjero arrojándole las riendas a Sam y adelantándose—. ¡No dé ni un paso más! ¿Qué busca y adónde va?

—Busco al señor Bolsón, ¿lo ha visto? —dijo una voz apagada: la voz de Merry Brandigamo. Se encendió una linterna y la luz cayó sobre la cara asombrada del granjero.





—¡Señor Merry! —gritó.

—¡Sí, por supuesto! ¿Quién creía que era? —exclamó Merry acercándose.

Cuando Merry salió de la bruma, y los temores de los otros se apaciguaron, pareció que la figura se le empequeñecía hasta tener la talla común de un hobbit. Venía montando un poney, y llevaba una bufanda al cuello y sobre la barbilla para protegerse de la niebla.

Frodo saltó de la carreta para saludarlo.

—¡Así que aquí estás por fin! —dijo Merry—. Comenzaba a preguntarme si aparecerías hoy, y ya me iba a cenar. Cuando se levantó la niebla fui a Cepeda a ver si habías caído en un pantano. Maldito si sé por dónde has venido. ¿Dónde los encontró, señor Maggot? ¿En la laguna de los patos?

—No. Los descubrí merodeando —dijo el granjero—, y casi les suelto los perros, pero sin duda ellos le contarán toda la historia. Ahora, si me permiten, señor Merry, señor Frodo, y todos, lo mejor es que vuelva a casa. La señora Maggot estará preocupada, con esta cerrazón.

Hizo retroceder la carreta, y dio media vuelta.

—Buenas noches a todos —dijo el granjero Maggot—. Ha sido un extraño día, y no me equivoco. Pero todo está bien cuando termina bien. Aunque quizá no podamos decirlo hasta que estemos de vuelta en casa. No negaré que me sentiré feliz entonces.

Encendió los faroles y se levantó. De pronto sacó de debajo del asiento una canasta grande.

—Casi lo olvidaba —dijo—. La señora Maggot lo preparó para el señor Bolsón, con sus recuerdos.

Tendió la canasta y se alejó, seguido por un coro de gracias y buenas noches.

Los hobbits se quedaron mirando los cálidos halos de luz de los faroles, que se perdían en la noche brumosa. De repente, Frodo se echó a reír; de la canasta cubierta que tenía en las manos subía un olor a hongos.

5

CONSPIRACIÓN DESENMASCARADA

—Lo mejor que podemos hacer es irnos también a casa —dijo Merry—. Hay algo extraño en todo esto, me doy cuenta, pero habrá que esperar a que lleguemos.

Doblaron por el sendero de Balsadera, que era recto y bien cuidado, bordeado con grandes piedras blanqueadas a la cal. Unos cien metros más allá desembocaba en la orilla del río, donde había un ancho embarcadero de madera. Una balsa grande estaba amarrada en él. Los bolardos blancos brillaban a la luz de dos linternas instaladas sobre unos postes. Detrás, la bruma de los llanos se alzaba por encima de los matorrales; pero delante el agua era oscura, y unas espirales como de vapor flotaban entre las cañas de la orilla. Parecía haber menos niebla del otro lado.