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—¿Y los Elfos? —dijo Sam, demasiado excitado para preocuparse por el jinete—. ¿No podemos ir a verlos?

—Escucha, vienen hacia aquí —dijo Frodo—. Sólo tenemos que esperar junto al camino.

La canción se acercó. Una voz clara se elevaba sobre las otras. Cantaba en la bella lengua de los Elfos, de la que Frodo conocía muy poco y los otros nada. Sin embargo, el sonido, combinado con la melodía, parecía tomar forma en la mente de los hobbits con palabras que entendían sólo a medias. Ésta era la canción, tal como la oyó Frodo:

¡Blancanieves! ¡Blancanieves! ¡Oh, dama clara!

¡Reina de más allá los Mares del Oeste!

¡Oh Luz para nosotros, peregrinos

en un mundo de árboles entrelazados!

¡Gilthoniel! ¡Oh Elbereth!

Es clara tu mirada, y brillante tu aliento.

¡Blancanieves! ¡Blancanieves! Te cantamos

en una tierra lejana más allá del mar.

Oh estrellas que en un año sin sol

ella sembró con luminosa mano,

en campos borrascosos, ahora brillante y claro

vemos tu capullo de plata esparcido en el viento.

¡Oh Elbereth! ¡Gilthoniel!

Recordamos aún, nosotros que habitamos

en esta tierra lejana bajo los árboles,

tu luz estelar sobre los Mares del Oeste.

La canción terminó.

—¡Son Altos Elfos! ¡Han nombrado a Elbereth! —dijo Frodo sorprendido—. No sabía que estas gentes magníficas visitaran la Comarca. No hay muchos ahora en la Tierra Media, al este del Gran Mar. Ésta es de veras una muy rara ocasión.

Los hobbits se sentaron junto al camino, entre las sombras. Los Elfos no tardaron en bajar por el camino hacia el valle. Pasaron lentamente, y los hobbits alcanzaron a ver la luz de las estrellas que centelleaba en los cabellos y los ojos de los Elfos. No llevaban luces, pero un resplandor semejante a la luz de la luna poco antes de asomar sobre la cresta de las lomas les envolvía los pies. Marchaban ahora en silencio y el último se volvió en el camino, miró a los hobbits, y se rió.

—¡Salud, Frodo! —exclamó—. Es muy tarde para estar fuera. ¿O andas perdido?





Llamó en voz alta a los otros, que se detuvieron y se reunieron en círculo.

—Es realmente maravilloso —dijeron—. Tres hobbits en un bosque, de noche. No hemos visto nada semejante desde que Bilbo se fue. ¿Qué significa?

—Esto sólo significa, Hermosa Gente —dijo Frodo—, que seguimos el mismo camino que vosotros. Me gusta caminar a la luz de las estrellas, y quisiera acompañaros.

—Pero no necesitamos ninguna compañía, y además los hobbits son muy aburridos —rieron—. ¿Cómo sabes que vamos en la misma dirección si no sabes adónde vamos?

—¿Y cómo sabes tú mi nombre? —preguntó Frodo.

—Sabemos muchas cosas —dijeron los Elfos. Te vimos a menudo con Bilbo, aunque tú no nos vieras.

—¿Quiénes sois? ¿Quién es vuestro señor? —preguntó Frodo.

—Me llamo Gildor —respondió el jefe, el primero que lo había saludado—. Gildor Inglorion de la Casa de Finrod. Somos Desterrados; la mayoría de nosotros ha partido hace tiempo, y ahora no hacemos otra cosa que demorarnos un poco antes de cruzar el Gran Mar. Pero algunos viven aún en paz en Rivendel. Vamos, Frodo, dinos qué haces, pues vemos sobre ti una sombra de miedo.

—¡Oh, Gente Sabia —interrumpió ansiosamente Pippin—, decidnos algo de los Jinetes Negros!

—¿Jinetes Negros? —murmuraron los Elfos—. ¿Por qué esa pregunta?

—Porque dos Jinetes Negros nos dieron alcance hoy mismo, o uno lo hizo dos veces —respondió Pippin—. Desapareció minutos antes que vosotros llegarais.

Los Elfos no respondieron en seguida; hablaron entre ellos en voz baja, en su propia lengua, y al fin Gildor se volvió hacia los hobbits.

—No hablaremos de eso aquí —dijo—. Será mejor que vengáis con nosotros; no es nuestra costumbre, pero por esta vez os llevaremos por nuestra ruta, y esta noche os alojaréis con nosotros, si así lo deseáis.

—¡Oh, Hermosa Gente! Esto es más de lo que esperábamos —dijo Pippin.

Sam se había quedado sin habla.

—Te lo agradezco, Gildor Inglorion —dijo Frodo inclinándose—. Elen síla lúme

—¡Cuidado, amigos! —rió Gildor—. ¡No habléis de cosas secretas! He aquí un conocedor de la Lengua Antigua. Bilbo era un buen maestro. ¡Salud, amigo de los Elfos! —dijo inclinándose ante Frodo—. ¡Ven con tus amigos y únete a nosotros! Es mejor que caminéis en el medio, para que nadie se extravíe. Pienso que os sentiréis cansados antes que hagamos un alto.

—¿Por qué? ¿Hacia dónde vais? —preguntó Frodo.

—Esta noche vamos hacia los bosques de las colinas que dominan Casa del Bosque. Quedan a algunas millas de aquí, pero podréis descansar cuando lleguemos, y acortaréis el camino de mañana.

Marcharon todos juntos en silencio, como sombras y luces mortecinas; pues los Elfos (aún más que los hobbits) podían caminar sin hacer ruido, si así lo deseaban. Pippin pronto sintió sueño, y se tambaleó en una o dos ocasiones, pero cada vez un Elfo alto que marchaba a su lado extendía el brazo y evitaba que cayera. Sam caminaba junto a Frodo como en un sueño y con una expresión mitad de miedo y mitad de maravillada alegría.

Los bosques de ambos lados comenzaron a hacerse más densos; los árboles eran más nuevos y frondosos, y a medida que el camino descendía siguiendo un pliegue de las lomas, unos setos profundos de avellanos se sucedían sobre las dos laderas. Por último los Elfos dejaron el camino, internándose por un sendero verde casi oculto en la espesura a la derecha, y subieron por unas laderas boscosas hasta llegar a la cima de una loma que se adelantaba hacia las tierras más bajas del valle del río. De pronto, salieron de las sombras de los árboles, y un vasto espacio de hierba gris se abrió ante ellos bajo el cielo nocturno; los bosques lo encerraban por tres lados, pero hacia el este el terreno caía a pique, y las copas de los árboles sombríos que crecían al pie de las laderas no llegaban a la altura del claro. Más allá, las tierras bajas se extendían oscuras y planas bajo las estrellas. Como al alcance de la mano, unas pocas luces parpadeaban en la aldea de Casa del Bosque.