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—Sí, creo que nos iremos —dijo Frodo—. Pero no por el camino; pudiera ocurrir que el jinete volviera, o lo siguiese algún otro. Hoy tenemos que hacer un buen trecho. Los Gamos está todavía a muchas millas de aquí.

Cuando partieron, las sombras de los árboles eran largas y finas sobre el pasto. Caminaban ahora por la izquierda del camino, manteniéndose a distancia de tiro de piedra y ocultándose todo lo posible; pero la marcha era así difícil, pues la hierba crecía en matas espesas, el suelo era desparejo y los árboles comenzaban a apretarse en montecillos.

El sol enrojecido se había puesto detrás de las lomas, a espaldas de los viajeros, y la noche iba cayendo antes que llegaran al final de la llanura, que el camino atravesaba en línea recta. Allí se desviaba hacia la izquierda y descendía hasta las tierras bajas de La Cerrada en dirección a Cepeda; pero un sendero se bifurcaba a la derecha y se internaba culebreando en un bosque de viejos robles hacia Casa del Bosque.

—Por ahí debemos ir —dijo Frodo.

No muy lejos del cruce de caminos tropezaron con el enorme esqueleto de un árbol; vivía todavía y tenía hojas en las pequeñas ramas que habían brotado alrededor de los muñones rotos; pero estaba hueco, y en el lado opuesto del sendero había un agujero por donde se podía entrar. Los hobbits se arrastraron dentro del tronco y se sentaron sobre un suelo de vieja hojarasca y madera carcomida. Descansaron y tomaron una ligera merienda, hablando en voz baja y escuchando de vez en cuando.

El crepúsculo los envolvió cuando salieron al camino. El viento del oeste suspiraba en las ramas. Las hojas murmuraban. Pronto el camino empezó a descender suavemente, pero sin pausa, en la oscuridad. Una estrella apareció sobre los árboles, ante ellos, en las crecientes tinieblas del oriente. Para mantener el ánimo marchaban juntos y a paso vivo. Después de un rato, cuando las estrellas se hicieron más brillantes y numerosas recobraron la calma y ya no prestaron atención a un posible ruido de cascos. Comenzaron a tararear suavemente, como lo hacen los hobbits cuando caminan, sobre todo cuando vuelven a sus casas por la noche. La mayoría canta entonces una canción de cena o de cuna; pero estos hobbits tarareaban una canción de caminantes (aunque con algunas alusiones a la cena y a la cama, por supuesto). Bilbo Bolsón había puesto letra a una tonada tan vieja como las colinas mismas, y se la había enseñado a Frodo mientras caminaban por los senderos del valle de El Agua y hablaban de la Aventura.

En el hogar el fuego es rojo,

y bajo techo hay una cama;

pero los pies no están cansados todavía,

y quizá aún encontremos detrás del recodo

un árbol repentino o una roca empinada

que nadie ha visto sino nosotros.

Árbol y flor y brizna y pasto,

¡que pasen, que pasen!

Colina y agua bajo el cielo,

¡pasemos, pasemos!

Aun detrás del recodo quizá todavía esperen

un camino nuevo o una puerta secreta,

y aunque hoy pasemos de largo

y tomemos los senderos ocultos que corren

hacia la luna o hacia el sol

quizá mañana aquí volvamos.

Manzana, espino, nuez y ciruela

¡que se pierdan, se pierdan!





Arena y piedra y estanque y cañada,

¡adiós, adiós!

La casa atrás, delante el mundo,

y muchas sendas que recorrer,

hacia el filo sombrío del horizonte

y la noche estrellada.

Luego el mundo atrás y la casa delante;

volvemos a la casa y a la cama.

Niebla y crepúsculo, nubes y sombra,

se borrarán, se borrarán.

Lámpara y fuego, y pan y carne,

¡y luego a cama, y luego a cama!

La canción terminó.

¡Y ahora a cama! ¡Ahora a cama!—cantó Pippin en voz alta.

—¡Calla! —interrumpió Frodo—. Creo oír ruido de cascos otra vez.

Se detuvieron, y se quedaron escuchando en silencio, como sombras de árboles. Había un ruido de cascos en el camino, detrás, bastante lejos, pero se acercaba lenta y claramente traído por el viento. Los hobbits se deslizaron fuera del camino rápida y quedamente, internándose en la espesura, bajo los robles.

—No nos alejemos demasiado —dijo Frodo—. No quiero que me vean, pero quiero ver si es otro Jinete Negro.

—Bien —dijo Pippin—. ¡Pero no olvides el olfateo!

El ruido se aproximó; no tuvieron tiempo de encontrar mejor escondrijo que la oscuridad bajo los árboles. Sam y Pippin se agacharon detrás de un tronco grueso, mientras que Frodo se arrastraba unas pocas yardas hacia el camino descolorido, una línea de luz agonizante que atravesaba el bosque. Arriba, las estrellas se apretaban en el cielo oscuro, pero no había luna.

El sonido de cascos se interrumpió. Frodo vio algo oscuro que pasaba entre el claro luminoso de dos árboles, y luego se detenía. Parecía la sombra negra de un caballo, llevado por una sombra más pequeña. La sombra se alzó junto al lugar en que habían dejado el camino y se balanceó de un lado a otro; Frodo creyó oír la respiración de alguien que olfateaba. La sombra se inclinó y luego empezó a arrastrarse hacía Frodo.

Una vez más Frodo sintió el deseo de ponerse el Anillo, y el deseo era más fuerte que nunca. Tan fuerte era que antes de advertir lo que hacía, ya estaba tanteándose el bolsillo. En ese mismo momento se oyó un sonido de risas y cantos. Unas voces claras se alzaron y se apagaron en la noche estrellada. La sombra negra se enderezó, retirándose de prisa. Montó el caballo oscuro y pareció que se desvanecía en las sombras del otro lado del camino. Frodo recobró el aliento.

—¡Elfos! —exclamó Sam con un murmullo ronco—. ¡Elfos, señor! —Si no lo hubieran retenido, habría saltado afuera, de los árboles, para unirse a las voces.

—Sí, son Elfos —dijo Frodo—. Se los encuentra a veces en Bosque Cerrado. No viven en la Comarca, pero vagabundean por aquí en primavera y en otoño, lejos de sus propias tierras, más allá de las Colinas de la Torre. Y les agradezco la costumbre. No lo visteis, pero el Jinete Negro se detuvo justamente aquí y se arrastraba hacia nosotros cuando empezó el canto. Tan pronto oyó las voces, escapó.