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—Me pregunto si volveré a ver ese valle alguna otra vez —dijo con calma.

Después de tres horas descansaron. La noche era clara, fresca y estrellada, pero unas nubes de bruma ascendían por las faldas de la loma desde los arroyos y las praderas profundas. Unos abedules de follaje escaso, que la brisa movía allá arriba, eran como una trama negra contra el cielo pálido. Devoraron una cena frugal (para los hobbits) y continuaron la marcha. Pronto encontraron un camino muy angosto, que ascendía y descendía, y se perdía luego agrisándose en la oscuridad; era el camino a Casa del Bosque y Cepeda, y a Balsadera de Gamoburgo. Subía desde el camino principal en el valle de El Agua, y zigzagueaba por las laderas de las Colinas Verdes hacia Bosque Cerrado, una región salvaje de la Cuaderna del Este.

Momentos después se hundían en una senda profunda, abierta entre árboles altos; las hojas secas susurraban en la noche. Al principio hablaban o entonaban una canción a media voz, pues estaban lejos ahora de oídos indiscretos. Luego continuaron en silencio, y Pippin comenzó a rezagarse. Al fin, cuando empezaban a subir una cuesta se detuvo y se puso a bostezar.

—Tengo tanto sueño —dijo— que pronto me caeré en el camino. ¿Pensáis dormir de pie? Es casi medianoche.

—Creí que te gustaba caminar en la oscuridad —dijo Frodo—. Pero no corre tanta prisa; Merry nos espera pasado mañana, de modo que tenemos aún cerca de dos días. Nos detendremos en el primer lugar agradable.

—El viento sopla del oeste —dijo Sam—. Si vamos a la ladera opuesta encontraremos un lugar bastante resguardado y cómodo, señor Frodo. Más adelante hay un bosque seco de abetos, si mal no recuerdo.

Sam conocía bien la región en veinte millas a la redonda de Hobbiton, pero nunca había traspasado esos límites.

En la cima misma de la loma estaba el sitio de los abetos. Dejando el camino, se metieron en la profunda oscuridad de los árboles que olían a resina, y juntaron ramas secas y piñas para hacer fuego. Pronto las llamas crepitaron alegremente al pie de un gran abeto y se sentaron alrededor un rato, hasta que comenzaron a cabecear. Cada uno en un rincón de las raíces del árbol, envueltos en capas y mantas, cayeron en un sueño profundo. Nadie quedó de guardia; ni siquiera Frodo temía algún peligro, pues aun estaban en el corazón de la Comarca. Unas pocas criaturas se acercaron a observarlos luego que el fuego se apagó. Un zorro que pasaba por el bosque, ocupado en sus propios asuntos, se detuvo unos instantes, husmeando.

«¡Hobbits! —pensó—. Bien, ¿qué querrá decir? He oído cosas extrañas de esta tierra, pero rara vez de un hobbit que duerma a la intemperie bajo un árbol. ¡Tres hobbits! Hay algo muy extraordinario detrás de todo esto.» Estaba en lo cierto, pero nunca descubrió nada más sobre el asunto.

Llegó la mañana, pálida y húmeda. Frodo despertó primero y descubrió que la raíz del árbol se le había incrustado en la espalda y que tenía el cuello tieso. «¡Caminar por placer! ¿Por qué no habré venido en carro?», pensó como lo hacía siempre al comenzar una expedición. «¡Y todas mis hermosas camas de plumas vendidas a los Sacovilla-Bolsón! Las raíces de estos árboles les hubieran venido bien.» Se desperezó.

—¡Arriba, hobbits! —gritó—. Hermosa mañana.

—¿Qué tiene de hermosa? —preguntó Pippin, asomando un ojo sobre el borde de la manta—. ¡Sam! ¡Prepara el desayuno para las nueve y media! ¿Tienes listo ya el baño caliente?

Sam dio un salto, amodorrado aún.

—No, señor, ¡no todavía! —exclamó.

Frodo arrancó las mantas que envolvían a Pippin, lo hizo rodar y fue hacia el linde del bosque. En el lejano este, el sol se levantaba muy rojo entre las nieblas espesas que cubrían el mundo. Tocados con oro y rojo, los árboles otoñales parecían navegar a la deriva en un mar de sombras. Un poco más abajo, a la izquierda, el camino descendía bruscamente a una hondonada y desaparecía.

Cuando Frodo regresó, Sam y Pippin estaban haciendo un buen fuego.

—¡Agua! —gritó Pippin—. ¿Dónde está el agua?

—No llevo agua en los bolsillos —dijo Frodo.

—Pensamos que habrías ido a buscarla —dijo Pippin, muy ocupado en sacar los alimentos y las tazas—. Es mejor que vayas ahora.





—Tú también puedes venir —respondió Frodo—. Y trae todas las botellas.

Había un arroyo al pie de la loma. Llenaron las botellas y la pequeña marmita en un salto de agua que caía desde un reborde de piedra gris, unos metros más arriba. Estaba helada, y se lavaron la cara y las manos sacudiéndose y resoplando.

Cuando terminaron de desayunar y rehicieron los fardos, eran más de las diez de la mañana; el día estaba volviéndose hermoso y cálido. Bajaron la cuesta, cruzaron el arroyo, subieron la cuesta siguiente, y subiendo y bajando franquearon otra cresta de las colinas. Entonces las capas, las mantas, el agua, los alimentos y todo el equipo empezaron a parecerles una carga pesada.

La marcha de ese día prometía ser agobiante y la carga agotadora. Pocas millas después no hubo más subidas y bajadas. El camino ascendía hasta la cima de una empinada colina por una senda zigzagueante y luego descendía una última vez. Vieron frente a ellos las tierras bajas, salpicadas con pequeños grupos de árboles que a la distancia se confundían en una parda bruma boscosa. Estaban mirando por encima de Bosque Cerrado hacia el río Brandivino. El camino se alargaba como una cinta.

—El camino no tiene fin —dijo Pippin—, pero yo necesito descansar. Es la hora del almuerzo.

Se sentó al borde del camino, mirando hacia el brumoso este; más allá estaba el Río y el fin de la Comarca donde había pasado toda la vida. Sam permanecía de pie junto a él; los ojos redondos muy abiertos, pues veía tierras que nunca había visto, y más allá un nuevo horizonte.

—¿Hay Elfos en esos bosques? —preguntó.

—Que yo sepa, no —respondió Pippin.

Frodo callaba. También él miraba hacia el este a lo largo del camino, como si no lo hubiese visto nunca. De pronto dijo pausadamente y en voz alta, pero como si se hablara a sí mismo:

El Camino sigue y sigue

desde la puerta.

El Camino ha ido muy lejos,

y si es posible he de seguirlo

recorriéndolo con pie fatigado

hasta llegar a un camino más ancho

donde se encuentran senderos y cursos.

¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.

—Me recuerda un poema del viejo Bilbo —dijo Pippin—. ¿Es una de tus imitaciones? No me parece muy alentadora.