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—Tengo que entrenarme un poco —dijo, mirándose en un espejo polvoriento del vestíbulo casi vacío. No hacía caminatas largas desde mucho tiempo atrás y la imagen, opinó, no daba una impresión de vigor.

Después del almuerzo, se aparecieron los Sacovilla-Bolsón, Lobelia y su hijo Lotho, el pelirrojo. Frodo se sintió bastante molesto.

—¡Nuestra al fin! —exclamó Lobelia, al tiempo que entraba.

No era ni cortés ni estrictamente verdadero, pues la venta de Bolsón Cerrado no se realizó hasta la medianoche. Pero se podía perdonar a Lobelia; se había visto obligada a esperar setenta y cinco años a que Bolsón Cerrado fuese suyo, y ahora tenía cien años. De cualquier modo, había vuelto para cuidar que no faltase nada de lo que había comprado, y quería las llaves. Llevó largo rato satisfacerla, pues había traído un inventario completo que verificó punto por punto. Al fin partió con Lotho, la llave de repuesto y la promesa de que podría recoger la otra llave en la casa de Gamyi, en Bolsón de Tirada. Resopló, mostrando claramente que suponía a los Gamyi capaces de meterse de noche en la cueva. Frodo ni siquiera le ofreció una taza de té.

Tomó su propio té en la cocina con Pippin y Sam Gamyi. Se había anunciado oficialmente que Sam se iría a Los Gamos «a ayudar al señor Frodo y cuidar el jardincito». Un arreglo que el Tío apoyó, aunque no lo consoló la perspectiva de tener a Lobelia como vecina.

—¡Nuestra última comida en Bolsón Cerrado! —exclamó Frodo, retirando la silla.

Dejaron a Lobelia el lavado de los platos. Pippin y Sam ataron los tres fardos y los apilaron en el vestíbulo; luego Pippin salió a dar una última vuelta por el jardín. Sam desapareció.

El sol se puso; Bolsón Cerrado parecía triste, melancólico, desmantelado. Frodo vagaba por las habitaciones familiares y vio la luz del crepúsculo que se borraba en las paredes, y las sombras que trepaban por los rincones. Adentro oscureció lentamente. Salió de la habitación, descendió hacia la puerta que estaba en el extremo del sendero, y anduvo un trecho por el camino de la colina. Tenía cierta esperanza de ver a Gandalf subiendo a grandes zancadas en el crepúsculo.

El cielo estaba claro y las estrellas brillaban cada vez más.

—Será una hermosa noche —dijo en voz alta—. Buen comienzo. Tengo ganas de echar a caminar. No puedo seguir esperando. Partiré, y Gandalf tendrá que seguirme.

Volvió sobre sus pasos y se detuvo a oír voces que venían de Bolsón de Tirada. Una voz era sin duda la del Tío, la otra era extraña y en cierto modo desagradable. No pudo entender lo que decía, pero oyó las respuestas del Tío, que eran estridentes. El anciano parecía muy irritado.

—No, el señor Bolsón se ha ido esta mañana y Sam se fue con él. Al menos todo lo que tenía ha desaparecido. Sí, vendió y se fue, le digo. ¿Por qué? El porqué no es asunto suyo ni mío. ¿Hacia dónde? No es un secreto; se mudó a Gamoburgo o a algún otro lugar de allá abajo. Sí, es un largo camino. Nunca he llegado tan lejos; es rara la gente de Los Gamos. No, no llevaré ningún mensaje. ¡Buenas noches!

Los pasos descendieron la colina. Frodo se preguntó vagamente por qué el hecho de que no hubieran subido lo había aliviado tanto. «Estoy harto de preguntas y de la curiosidad de la gente sobre mis asuntos» pensó. «¡Qué preguntones son todos ellos!» Tuvo la idea de alcanzar al Tío y averiguar quién había sido el interlocutor, pero pensándolo mejor (o peor) se volvió y fue rápidamente hacia Bolsón Cerrado.

Pippin esperaba sentado sobre su fardo en el vestíbulo. Frodo atravesó la puerta oscura y llamó: —¡Sam! ¡Sam! ¡Ya es hora!

—¡Voy, señor! —se oyó la respuesta desde dentro, seguida por el mismo Sam que salió secándose la boca.

Había estado despidiéndose del barril de cerveza, en la bodega.





—¿Todo listo, Sam? —preguntó Frodo.

—Sí, señor, tardaré poco ya.

Frodo cerró la puerta con llave y se la dio a Sam.

—¡Corre con ella a tu casa, Sam! —le dijo—. Luego corta a través de Tirada y encuéntranos tan pronto como puedas en la entrada del sendero, más allá de la pradera. No cruzaremos la villa esta noche; hay demasiados oídos y ojos atisbándonos.

Sam partió a toda prisa.

—Bueno, al fin nos vamos —dijo Frodo.

Cargaron los bultos sobre los hombros, tomaron los bastones, y doblaron hacia el oeste de Bolsón Cerrado.

—¡Adiós! —dijo Frodo mirando el hueco oscuro y vacío de las ventanas. Agitó la mano, y luego se volvió; y (como siguiendo a Bilbo) corrió detrás de Peregrin, sendero abajo. Saltaron por la parte menos elevada del cerco y fueron hacia los campos, entrando en la oscuridad como un susurro en la hierba.

Al pie de la colina, por la ladera del oeste, llegaron a la entrada del estrecho sendero. Se detuvieron y ajustaron las correas de los bultos; en ese momento apareció Sam, trotando de prisa y resoplando; llevaba la carga al hombro y se había puesto en la cabeza un deformado saco de fieltro que llamaba sombrero. En las tinieblas se parecía mucho a un enano.

—Estoy seguro de que me han dado el bulto más pesado —dijo Frodo—. Siempre compadecí a los caracoles y a todo bicho que lleve la casa a cuestas.

—Yo podría cargar mucho más, señor, mi fardo es muy liviano —mintió Sam resueltamente.

—No, Sam —dijo Pippin—. Le hace bien. Sólo lleva lo que nos ordenó empacar. Ha estado flojo últimamente. Sentirá menos la carga cuando camine un rato y pierda un poco de su propio peso.

—¡Sean amables con un pobre y viejo hobbit! —rió Frodo—. Estaré tan delgado como una vara de sauce antes de llegar a Los Gamos. Pero hablaba tonterías. Sospecho que has cargado demasiado, Sam; echaré un vistazo la próxima vez que empaquemos. —Tomó de nuevo el bastón—. Bueno, a todos nos gusta caminar en la oscuridad —dijo—. Nos alejaremos unas millas antes de dormir.

Durante un rato siguieron el sendero hacia el oeste. Luego doblaron a la izquierda, volviendo sigilosamente a los campos. Continuaron en fila bordeando setos y malezas, mientras la noche los envolvía en sombras. Cubiertos con mantos oscuros, eran tan invisibles como si todos tuviesen anillos mágicos. Puesto que todos eran hobbits, y trataban de andar en silencio, no hacían ningún ruido que alguien pudiera oír, ni aun otros hobbits. Hasta las criaturas salvajes de los campos y los bosques apenas se daban cuenta de que pasaban.

Momentos más tarde cruzaron El Agua, al oeste de Hobbiton, por un angosto puente de tablas. El arroyo no era allí más que una serpenteante cinta negra, bordeada por inclinados alisos. Una milla o dos más al sur cruzaron con rapidez el camino principal del Puente del Brandivino; ahora se encontraban en las Tierras de Tuk y torciendo al sudeste se encaminaron hacia el País de la Colina Verde. Cuando empezaron a trepar por la primera ladera miraron atrás y pudieron ver las luces de Hobbiton parpadeando en el agradable valle de El Agua. La escena desapareció pronto entre los pliegues del suelo oscurecido, y entonces vieron Delagua, a orillas del lago gris. Cuando la luz de la última granja quedó muy atrás, asomando entre los árboles, Frodo se volvió y agitó la mano en señal de despedida.