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Durante largo tiempo hablaron de lo que harían, y cómo llevarían a cabo la misión que concernía al Anillo; pero no llegaron a ninguna decisión. Era obvio que la mayoría deseaba ir primero a Minas Tirith, y escapar así al menos por un tiempo al terror del Enemigo. Estaban dispuestos a seguir a un guía hasta la otra orilla, y aun entrar en las sombras de Mordor, pero Frodo callaba, y Aragorn vacilaba todavía.

El plan de Aragorn, mientras Gandalf estaba aún con ellos, había sido ir con Boromir y ayudar a la liberación de Gondor. Pues creía que el mensaje del sueño era un mandato, y que había llegado al fin la hora en que el heredero de Elendil aparecería para luchar contra el dominio de Sauron. Pero en Moria había tenido que tomar la carga de Gandalf y sabía que ahora no podía dejar de lado el Anillo, si Frodo se negaba a ir con Boromir. ¿Y sin embargo de qué modo podría él, o cualquier otro de la Compañía, ayudar a Frodo, salvo acompañándolo a ciegas a la oscuridad?

—Iré a Minas Tirith, solo, si fuera necesario, pues es mi deber —dijo Boromir, y luego calló un rato, sentado y con los ojos clavados en Frodo, como si tratara de leer los pensamientos del Mediano. Al fin retomó la palabra, como discutiendo consigo mismo—. Si sólo te propones destruir el Anillo —dijo—, la guerra y las armas no servirán de mucho, y los Hombres de Minas Tirith no podrán ayudarte. Pero si deseas destruir el poder armado del Señor Oscuro, sería una locura entrar sin fuerzas en esos dominios, y una locura sacrificar... —Se interrumpió de pronto, como si hubiese advertido que estaba pensando en voz alta—. Sería una locura sacrificar vidas, quiero decir —concluyó—. Se trata de elegir entre defender una plaza fortificada y marchar directamente hacia la muerte. Al menos, así es como yo lo veo.

Frodo notó algo nuevo y extraño en los ojos de Boromir, y lo miró con atención. Lo que Boromir acababa de decir no era lo que él pensaba, evidentemente. Sería una locura sacrificar ¿qué? ¿El Anillo del Poder? Boromir había dicho algo parecido en el Concilio, aunque había aceptado entonces la corrección de Elrond. Frodo miró a Aragorn, pero el Montaraz parecía hundido en sus propios pensamientos, y no daba muestras de haber oído las palabras de Boromir. Y así terminó la discusión. Merry y Pippin ya estaban dormidos, y Sam cabeceaba. La noche envejecía.

Por la mañana, mientras comenzaban a embalar las pocas cosas que les quedaban, unos Elfos que hablaban la lengua de la Compañía vinieron a traerles regalos de comida y ropa para el viaje. La comida consistía principalmente en galletas, preparadas con una harina que estaba un poco tostada por fuera, y que por dentro era de color cremoso. Gimli tomó una de las galletas y la miró con ojos desconfiados.

Cram—dijo a media voz mientras mordisqueaba una punta quebradiza. La expresión del enano cambió rápidamente y se comió todo el resto de la galleta saboreándola con delectación.

—¡Basta, basta! —gritaron los Elfos riendo—. Has comido suficiente para toda una jornada.

—Pensé que era sólo una especie de cram, como los que preparan los Hombres de Valle para viajar por el desierto —dijo el enano.

—Así es —respondieron los Elfos—. Pero nosotros lo llamamos lembaso pan del camino, y es más fortificante que cualquier comida preparada por los Hombres, y es más agradable que el cram, desde cualquier punto de vista.

—Por cierto —dijo Gimli—. En realidad es mejor que los bizcochos de miel de los Beórnidas, y esto es un gran elogio, pues no conozco panaderos mejores que ellos. Aunque en estos días no parecen estar muy interesados en darles bizcochos a los viajeros. ¡Sois anfitriones muy amables!





—De cualquier modo, os aconsejamos que cuidéis de la comida —dijeron los Elfos—. Comed poco cada vez, y sólo cuando sea necesario. Pues os damos estas cosas para que os sirvan cuando falte todo lo demás. Las galletas se conservarán frescas muchos días, si las guardáis enteras y en las envolturas de hojas en que las hemos traído. Una sola basta para que un viajero aguante en pie toda una dura jornada, aunque sea un hombre alto de Minas Tirith.

Los Elfos abrieron luego los paquetes de ropas y las repartieron entre los miembros de la Compañía. Habían preparado para cada uno, y en las medidas correspondientes, una capucha y una capa, de esa tela sedosa, liviana y abrigada que tejían los Galadrim. Era difícil saber de qué color eran: parecían grises, con los tonos del crepúsculo bajo los árboles; pero si se las movía, o se las ponía en otra luz, eran verdes como las hojas a la sombra, o pardas como los campos en barbecho al anochecer, o de plata oscura como el agua a la luz de las estrellas. Las capas se cerraban al cuello con un broche que parecía una hoja verde de nervaduras de plata.

—¿Son mantos mágicos? —preguntó Pippin mirándolos con asombro.

—No sé a qué te refieres —dijo el jefe de los Elfos—. Son vestiduras hermosas, y la tela es buena, pues ha sido tejida en este país. Son por cierto ropas élficas, si eso querías decir. Hoja y rama, agua y piedra: tienen el color y la belleza de todas esas cosas que amamos a la luz del crepúsculo en Lórien, pues en todo lo que hacemos ponemos el pensamiento de todo lo que amamos. Sin embargo son ropas, no armaduras, y no pararán ni la flecha ni la espada. Pero os serán muy útiles: son livianas para llevar, abrigadas o frescas de acuerdo con las necesidades del momento. Y os ayudarán además a manteneros ocultos de miradas indiscretas, ya caminéis entre piedras o entre árboles. ¡La Dama os tiene en verdad en gran estima! Pues ha sido ella misma y las doncellas que la sirven quienes han tejido esta tela, y nunca hasta ahora habíamos vestido a extranjeros con las ropas de los nuestros.

Después de un almuerzo temprano la Compañía se despidió del prado junto a la fuente. Todos sentían un peso en el corazón, pues el sitio era hermoso, y había llegado a convertirse en un hogar para ellos, aunque no sabían bien cuántos días y noches habían pasado allí. Se habían detenido un momento a mirar el agua blanca a la luz del sol cuando Haldir se les acercó cruzando el pasto del claro. Frodo lo saludó con alegría.

—Vengo de las Defensas del Norte —dijo el Elfo—, y he sido enviado para que os sirva otra vez de guía. En el Valle del Arroyo Sombrío hay vapores y nubes de humo, y las montañas están perturbadas. Hay ruidos en las profundidades de la tierra. Si alguno de vosotros ha pensado en regresar por el norte, no podría cruzar. ¡Pero adelante! Vuestro camino va ahora hacia el sur.

Caminaron atravesando Caras Galadon y las sendas verdes estaban desiertas, pero arriba en los árboles se oían muchas voces que murmuraban y cantaban. El grupo marchaba en silencio. Al fin Haldir los llevó cuesta abajo por la pendiente meridional de la colina, y llegaron así de nuevo a la puerta iluminada por faroles y al puente blanco; y por allí salieron dejando la ciudad de los Elfos. Casi en seguida abandonaron la ruta empedrada, y tomaron un sendero que se internaba en un bosque espeso de mallorn, y avanzaron serpeando entre bosques ondulantes de sombras de plata, descendiendo siempre al sur y al este hacia las orillas del Río.

Habían recorrido ya unas diez millas y el mediodía estaba próximo cuando llegaron a una alta pared verde. Pasaron por una abertura y se encontraron fuera de la zona de árboles. Ante ellos se extendía un prado largo de hierba brillante, salpicado de elanordoradas que brillaban al sol. El prado concluía en una lengua estrecha entre márgenes relucientes: a la derecha y al oeste corría centelleando el Cauce de Plata; a la izquierda y al este bajaban las aguas amplias, profundas y oscuras del Río Grande. En las orillas opuestas los bosques proseguían hacia el sur hasta perderse de vista, pero las orillas mismas estaban desiertas y desnudas. Ningún mallorn alzaba sus ramas doradas más allá de las Tierras de Lórien.