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—¿Qué es eso? —exclamó Gandalf. Se mostró un instante aliviado cuando Pippin confesó lo que había hecho, pero en seguida montó en cólera, y Pippin pudo ver que le relampagueaban los ojos—. ¡Tuk estúpido! —gruñó el mago—. Éste es un viaje serio, y no una excursión hobbit. Tírate tú mismo la próxima vez, y no molestarás más. ¡Ahora quédate quieto!

Nada más se oyó durante algunos minutos, pero luego unos débiles golpes vinieron de las profundidades: tom-tap, tap-tom. Hubo un silencio, y cuando los ecos se apagaron, los golpes se repitieron: tap-tom, tom-tap, tap-tap, tom. Sonaban de un modo inquietante, pues parecían señales de alguna especie, pero al cabo de un rato se apagaron y no se oyeron más.

—Eso era el golpe de un martillo, o nunca he oído uno —dijo Gimli.

—Sí —dijo Gandalf—, y no me gusta. Quizá no tenga ninguna relación con la estúpida piedra de Peregrin, pero es posible que algo haya sido perturbado, y hubiese sido mejor dejarlo en paz. ¡Por favor, no vuelvas a hacer algo parecido! Espero que podamos descansar sin más dificultades. Tú, Pippin, harás la primera guardia, como recompensa —gruñó mientras se envolvía en una manta.

Pippin se sentó miserablemente junto a la puerta en la cerrada oscuridad, pero no dejaba de volver la cabeza, temiendo que alguna cosa desconocida saliera arrastrándose fuera del pozo. Hubiese querido cubrir el agujero, por lo menos con una manta, pero no se atrevía a moverse ni a acercarse, aunque Gandalf parecía dormir.

Gandalf en realidad estaba despierto, aunque acostado y en silencio, y trataba de recordar todos los detalles de su viaje anterior a las Minas, preguntándose ansiosamente qué rumbo convendría tomar; una media vuelta equivocada podía ser desastrosa. Al cabo de una hora se incorporó y fue hacia Pippin.

—Vete a un rincón y trata de dormir, mi muchacho —dijo en un tono amable—. Quieres dormir, supongo. Yo no he cerrado un ojo, de modo que puedo reemplazarte en la guardia.

”Ya sé lo que me ocurre —murmuró mientras se sentaba junto a la puerta—. ¡Necesito un poco de humo! No he fumado desde la mañana anterior a la tormenta de nieve.

Lo último que vio Pippin, mientras el sueño se lo llevaba, fue la sombra del viejo mago encogida en el piso, protegiendo un fuego incandescente entre las manos nudosas, puestas sobre las rodillas. La luz temblorosa mostró un momento la nariz aguileña y una bocanada de humo.

Fue Gandalf quien los despertó a todos. Había estado sentado y vigilando solo alrededor de seis horas, dejando que los otros descansaran.

—Y mientras tanto tomé mi decisión —dijo—. No me gusta la idea del camino del medio, y no me gusta el olor del camino de la izquierda: el aire está viciado allí, o no soy un guía. Tomaré el pasaje de la derecha. Es hora de que volvamos a subir.

Durante ocho horas oscuras, sin contar dos breves paradas, continuaron marchando; y no encontraron ningún peligro, ni oyeron nada, y no vieron nada excepto el débil resplandor de la luz del mago, bailando ante ellos como un fuego fatuo. El túnel que habían elegido llevaba regularmente hacia arriba, torciendo a un lado y al otro, describiendo grandes curvas ascendentes; y a medida que subía se hacía más elevado y más ancho. No había a los lados aberturas de otras galerías o túneles, y el suelo era llano y firme, sin pozos o grietas. Habían tomado evidentemente lo que en otro tiempo fuera una ruta importante, y progresaban con mayor rapidez que en la jornada anterior.





De este modo avanzaron unas quince millas, medidas en línea recta hacia el este, aunque en realidad debían de haber caminado veinte millas o más. A medida que el camino subía, el ánimo de Frodo mejoraba un poco; pero se sentía aún oprimido, y aún oía a veces, o creía oír, detrás de la Compañía, más allá de los ajetreos de la marcha, pisadas que venían siguiéndolos y que no eran un eco.

Habían marchado hasta los límites de las fuerzas de los hobbits, y estaban todos pensando en un lugar donde pudieran dormir, cuando de pronto las paredes de la izquierda y la derecha desaparecieron; luego de atravesar una puerta abovedada habían salido a un espacio negro y vacío. Una corriente de aire tibio soplaba detrás de ellos, y delante una fría oscuridad les tocaba las caras. Se detuvieron y se apretaron inquietos unos contra otros.

Gandalf parecía complacido.

—Elegí el buen camino —dijo—. Por lo menos estamos llegando a las partes habitables, y sospecho que no estamos lejos del lado este. Pero nos encontramos en un sitio muy alto, más alto que la Puerta del Arroyo Sombrío, a menos que me equivoque. Tengo la impresión de que estamos ahora en una sala amplia. Me arriesgaré a tener un poco de verdadera luz.

Alzó la vara, que relampagueó brevemente. Unas grandes sombras se levantaron y huyeron, y durante un segundo vieron un vasto cielo raso sostenido por numerosos y poderosos pilares tallados en la piedra. Ante ellos y a cada lado se extendía un recinto amplio y vacío: las paredes negras, pulidas y lisas como el vidrio, refulgían y centelleaban. Vieron también otras tres entradas; un túnel negro se abría ante ellos y corría en línea recta hacia el este, y había otros dos a los lados. Luego la luz se apagó.

—No me atrevería a nada más, por el momento —dijo Gandalf—. Antes había grandes ventanas en los flancos de la montaña, y túneles que llevaban a la luz en las partes superiores de las Minas. Creo que hemos llegado ahí, pero fuera es otra vez de noche, y no podremos saberlo hasta la mañana. Si no me equivoco, quizá veamos apuntar el amanecer. Pero mientras tanto será mejor no ir más lejos. Descansemos, si es posible. Las cosas han ido bien hasta ahora, y la mayor parte del camino oscuro ha quedado atrás. Pero no hemos llegado todavía al fin, y hay un largo trayecto hasta las Puertas que se abren al mundo.

La Compañía pasó aquella noche en la gran sala cavernosa, apretados todos en un rincón para escapar a la corriente de aire frío que parecía venir del arco del este. Todo alrededor de ellos pendía la oscuridad, hueca e inmensa, y la soledad y vastedad de las salas excavadas y las escaleras y pasajes que se bifurcaban interminablemente eran abrumadoras. Las imaginaciones más descabelladas que unos sombríos rumores hubiesen podido despertar en los hobbits, no eran nada comparadas con el miedo y el asombro que sentían ahora en Moria.

—Tiene que haber habido aquí toda una multitud de enanos en otra época —dijo Sam—, y todos más atareados que tejones durante quinientos años haciendo todo esto, ¡y la mayor parte en roca dura! ¿Para qué, me pregunto? Seguramente no vivirían en estos agujeros oscuros.

—No son agujeros —dijo Gimli—. Esto es el gran reino y la ciudad de la Mina del Enano. Y antiguamente no era oscura sino luminosa y espléndida, como lo recuerdan aún nuestras canciones.

El enano se puso de pie en la oscuridad y empezó a cantar con una voz profunda, y los ecos se perdieron en la bóveda.

El mundo era joven y las montañas verdes,