Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 116 из 153

Luego de doblar a un lado y a otro unas pocas veces el pasadizo empezó a descender. Siguió así un largo rato, en un descenso regular y continuo, hasta que corrió otra vez horizontalmente. El aire era ahora cálido y sofocante, aunque no viciado, y de vez en cuando sentían en la cara una corriente de aire fresco que parecía venir de unas aberturas disimuladas en las paredes. Había muchas de estas aberturas. Al débil resplandor de la vara del mago, Frodo alcanzaba a ver escaleras y arcos, y pasadizos y túneles, que subían, o bajaban bruscamente, o se abrían a las tinieblas de ambos lados. Hubiera sido fácil extraviarse, y nadie hubiera podido recordar el camino de vuelta.

Gimli ayudaba a Gandalf muy poco, excepto mostrando resolución y coraje. Al menos no parecía perturbado por la mera oscuridad, como la mayoría de los otros. El mago lo consultaba a menudo cuando la elección del camino se hacía dudosa, pero la última palabra la daba siempre Gandalf. Las Minas de Moria eran de una vastedad y complejidad que desafiaban la imaginación de Gimli, hijo de Glóin, nada menos que un enano de la raza de las montañas. A Gandalf los borrosos recuerdos de un viaje hecho en el lejano pasado no le servían de mucho, pero aun en la oscuridad y a pesar de todos los meandros del camino él sabía adónde quería ir, y no cejaría mientras hubiera un sendero que llevase de algún modo a la meta.

—¡No temáis! —dijo Aragorn. Hubo una pausa más larga que de costumbre, y Gandalf y Gimli murmuraron entre ellos; los otros se apretaron detrás, esperando ansiosamente—. ¡No temáis! Lo he acompañado en muchos viajes, aunque en ninguno tan oscuro, y en Rivendel se cuentan hazañas de él más extraordinarias que todo lo que yo haya visto alguna vez. No se extraviará, si es posible encontrar un camino. Nos ha conducido aquí contra nuestros propios deseos, pero nos llevará de vuelta afuera, cueste lo que cueste. Estoy seguro de que en una noche cerrada encontraría el camino de vuelta más fácilmente que los gatos de la Reina Berúthiel.

Era bueno para la Compañía contar con un guía semejante. No disponían de combustible ni de ningún material para preparar una antorcha. En la huida precipitada hacia la puerta habían dejado atrás muchos bultos. Pero sin luz hubieran caído pronto en la desesperación. No sólo eran muchas las sendas posibles, también abundaban agujeros y fosas, y a lo largo del camino se abrían pozos oscuros que devolvían el eco de los pasos. Había fisuras y grietas en las paredes y el piso, y de cuando en cuando aparecía un abismo justo ante ellos. El más ancho medía cerca de dos metros, y Pippin tardó bastante en animarse a saltar. De muy abajo venía un rumor de aguas revueltas, como si una gigantesca rueda de molino estuviera girando en las profundidades.

—¡Una cuerda! —murmuró Sam—. Sabía que la necesitaría, si no la traía conmigo.

A medida que estos peligros eran más frecuentes, la marcha se hacía más lenta. Les parecía ya que habían estado caminando y caminando, interminablemente, hacia las raíces de la montaña. La fatiga los abrumaba, y sin embargo no tenían ganas de detenerse. Frodo había recuperado un poco el ánimo luego de la comida y un sorbo del cordial, pero ahora una profunda inquietud, que llegaba al miedo, lo invadía otra vez. Aunque le habían curado la herida en Rivendel, la terrible cuchillada había tenido algunas consecuencias. Se le habían agudizado los sentidos, y advertía ahora la presencia de muchas cosas que no podían ser vistas. Un síntoma de esos cambios, y que había notado muy pronto, era que podía ver en la oscuridad quizá más que cualquiera de los otros, excepto Gandalf. Y de todos modos él era el Portador del Anillo; le colgaba de la cadena sobre el pecho, y a veces lo sentía como una carga pesada. Estaba seguro de que el mal los esperaba allá delante, y que a la vez venía siguiéndolos, pero no hacía ningún comentario. Apretaba aún más la empuñadura de la espada, y se adelantaba, decidido.

Detrás de él la Compañía hablaba poco, y nada más que en murmullos apresurados. Sólo se oía el sonido de las pisadas: el golpe sordo de las botas de enano de Gimli; los pesados pies de Boromir; el paso liviano de Legolas; el trote ligero y casi imperceptible de los hobbits; y en la retaguardia las pisadas lentas y firmes de Aragorn, que caminaba a grandes trancos. Cuando se detenían un momento, no oían nada, excepto el débil goteo ocasional de un hilo de agua que se escurría invisible. No obstante, Frodo comenzó a oír, o a imaginar que oía, alguna otra cosa: el blando sonido de unos pies descalzos. El sonido no era nunca bastante alto, ni bastante próximo, como para que él estuviera seguro de haberlo oído, pero una vez que empezaba ya no cesaba nunca, mientras la Compañía continuara marchando. Pero no era un eco, pues cuando se detenían proseguía un rato, solo, antes de apagarse.

Ya caía la noche cuando habían entrado en las Minas. Habían caminado durante horas, haciendo breves escalas, y Gandalf tropezó de pronto con el primer problema serio. Ante él se alzaba un arco amplio y oscuro que se abría en tres pasajes; todos iban en la misma dirección, hacia el este; pero el pasaje de la izquierda bajaba bruscamente, el de la derecha subía, y el del medio parecía correr en línea recta, liso y llano, pero muy angosto.

—¡No tengo ningún recuerdo de este sitio! —dijo Gandalf titubeando bajo el arco. Sostuvo en alto la vara con la esperanza de encontrar alguna marca o inscripción que lo ayudara a elegir, pero no había nada de esta especie—. Estoy demasiado cansado para decidir —dijo, meneando la cabeza—. Y supongo que todos vosotros estáis tan cansados como yo, o más. Mejor que nos detengamos aquí por lo que queda de la noche. ¡Sé que me entendéis! Aquí está siempre oscuro, pero fuera la luna tardía va hacia el oeste y la medianoche ha quedado atrás.

—¡Pobre viejo Bill! —exclamó Sam—. Me pregunto dónde anda. Espero que esos lobos todavía no lo hayan atrapado.





A la izquierda del gran arco encontraron una puerta de piedra; estaba a medio cerrar pero un leve empellón la abrió fácilmente. Más allá parecía haber una sala amplia tallada en la roca.

—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! —les gritó Gandalf mientras Merry y Pippin empujaban hacia delante, contentos de haber encontrado un sitio donde podían descansar sintiéndose más amparados que en el corredor—. Tranquilos. Todavía no sabéis lo que hay dentro. Iré primero.

Entró con cuidado y los otros lo siguieron en fila.

—¡Mirad! —dijo el mago apuntando al suelo con la vara.

Todos miraron y vieron un agujero grande y redondo, como la boca de un pozo. Unas cadenas rotas y oxidadas colgaban de los bordes y bajaban al pozo negro. Cerca había unos trozos de piedra.

—Uno de vosotros pudo haber caído aquí, y todavía estaría preguntándose cuándo golpearía el fondo —le dijo Aragorn a Merry—. Deja que el guía vaya delante, mientras tienes uno.

—Esto parece haber sido una sala de guardia, destinada a la vigilancia de los tres pasadizos —dijo Gimli—. El agujero es evidentemente un pozo para uso de los guardias, y que se tapaba con una losa de piedra. Pero la losa está rota, y hay que tener cuidado en la oscuridad.

Pippin se sentía curiosamente atraído por el pozo. Mientras los otros desenrollaban mantas y preparaban camas contra las paredes del recinto, se arrastró hasta el borde y se asomó. Un aire helado pareció pegarle en la cara, como subiendo de profundidades invisibles. Movido por un impulso repentino, tanteó alrededor buscando una piedra suelta, y la dejó caer. Sintió que el corazón le latía muchas veces antes que hubiera algún sonido. Luego, muy abajo, como si la piedra hubiera caído en las aguas profundas de algún lugar cavernoso, se oyó un pluf, muy distante, pero amplificado y repetido en el hueco del pozo.