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Era la hora de frío glacial que precede a la aparición del alba, y la luna había descendido. Frodo alzó los ojos al cielo. De pronto vio o sintió que una sombra cruzaba por delante de las estrellas, como si se hubieran apagado un momento y en seguida brillaran otra vez. Se estremeció.

—¿Viste algo que pasó por allá arriba? —le susurró a Gandalf que marchaba delante.

—No, pero lo sentí, fuese lo que fuese —respondió Gandalf—. Quizá no era nada, sólo un jirón de nube.

—Se movía rápido entonces —dijo Aragorn—, y no con el viento.

Ninguna otra cosa ocurrió esa noche. A la mañana siguiente el alba fue todavía más brillante, pero de nuevo hacía mucho frío, y ya el viento soplaba otra vez del este. Marcharon dos noches más, subiendo siempre pero más lentamente a medida que el camino torcía hacia las lomas, y las montañas subían acercándose. En la tercera mañana el Caradhras se elevaba ante ellos, una cima majestuosa, coronada de nieve plateada, pero de faldas desnudas y abruptas, de un rojo cobrizo, como tinto en sangre.

El cielo parecía negro, y el sol era pálido. El viento había cambiado ahora al nordeste. Gandalf husmeó el aire y se volvió.

—El invierno avanza detrás de nosotros —le dijo en voz baja a Aragorn—. Las cimas aquellas del norte están más blancas; la nieve ha descendido a las estribaciones. Esta noche estaremos ya a bastante altura, camino de la Puerta del Cuerno Rojo. En ese sendero angosto es muy posible que nos vean, y hasta quizá nos tiendan alguna trampa; pero creo que el mal tiempo será nuestro peor enemigo. ¿Qué piensas ahora de este itinerario, Aragorn?

Frodo alcanzó a oír estas palabras, y entendió que Gandalf y Aragorn estaban continuando una discusión que había comenzado mucho antes. Prestó atención, con cierta ansiedad.

—No pienso nada bueno del principio al fin, y tú lo sabes bien, Gandalf —respondió Aragorn—. Y a medida que vayamos adelante aumentarán los peligros, conocidos y desconocidos. Pero tenemos que seguir; de nada serviría demorar el cruce de las montañas. Más al sur no hay desfiladeros hasta llegar al Paso de Rohan. Desde tus informes sobre Saruman, no me atrae ese camino. Quién sabe a qué bando sirven ahora los mariscales de los Señores de los Caballos.

—¡Quién sabe, en verdad! —dijo Gandalf—. Pero hay otro camino, que no es el paso de Caradhras: el camino secreto y oscuro del que ya hablamos una vez.

—¡No volvamos a nombrarlo! No todavía. No digas nada a los otros, te lo suplico, no hasta estar seguros de que no hay otro remedio.

—Tenemos que decidirnos antes de continuar —respondió Gandalf.

—Entonces consideremos ahora el asunto, mientras los otros descansan y duermen —dijo Aragorn.

Al atardecer, mientras los demás concluían el desayuno, Gandalf y Aragorn se hicieron a un lado y se quedaron mirando el Caradhras. Los flancos parecían ahora sombríos y lúgubres, y había una nube sobre la cima. Frodo los observaba, preguntándose qué rumbos tomaría la discusión. Por fin los dos volvieron al grupo, y Gandalf habló, y Frodo supo que habían decidido enfrentar el mal tiempo y los peligros del paso. Se sintió aliviado. No imaginaba qué podía ser ese otro camino, oscuro y secreto, pero había bastado que Gandalf lo mencionase para que Aragorn pareciera espantado. Era una suerte que hubieran abandonado ese plan.





—Por los signos que hemos visto últimamente —dijo Gandalf—, temo que estén vigilando la Puerta del Cuerno Rojo, y tengo mis dudas sobre el tiempo que está preparándose ahí detrás. Puede haber nieve. Tenemos que viajar lo más rápido posible. Aun así necesitaremos dos jornadas de marcha para llegar a la cima del paso. Hoy oscurecerá pronto. Partiremos en cuanto estéis listos.

—Yo añadiría una pequeña advertencia, si se me permite —dijo Boromir—. Nací a la sombra de las Montañas Blancas, y algo sé de viajes por las alturas. Antes de descender del otro lado, encontraremos un frío penetrante, si no peor. De nada servirá ocultarnos hasta morir de frío. Cuando dejemos este lugar, donde hay todavía unos pocos árboles y arbustos, cada uno de nosotros ha de llevar un haz de leña, tan grande como le sea posible.

—Y Bill podrá llevar un poco más, ¿no es cierto, compañero? —dijo Sam.

El poney lo miró con aire de pesadumbre.

—Muy bien —dijo Gandalf—. Pero no usaremos la leña... no mientras no haya que elegir entre el fuego y la muerte.

La Compañía se puso de nuevo en marcha, muy rápidamente al principio; pero pronto el sendero se hizo abrupto y dificultoso; serpeaba una y otra vez subiendo siempre y en algunos lugares casi desaparecía entre muchas piedras caídas. La noche estaba oscura, bajo un cielo nublado. Un viento helado se abría paso entre las rocas. A medianoche habían llegado a las faldas de las grandes montañas. El estrecho sendero bordeaba ahora una pared de acantilados a la izquierda, y sobre esa pared los flancos siniestros del Caradhras subían perdiéndose en la oscuridad; a la derecha se abría un abismo de negrura en el sitio en que el terreno caía a pique en una profunda hondonada.

Treparon trabajosamente por una cuesta empinada y se detuvieron arriba un momento. Frodo sintió que algo blando le tocaba la mejilla. Extendió el brazo y vio que unos diminutos copos de nieve se le posaban en la manga.

Continuaron. Pero poco después la nieve caía apretadamente, arremolinándose ante los ojos de Frodo. Apenas podía ver las figuras sombrías y encorvadas de Gandalf y Aragorn, que marchaban delante a uno o dos pasos.

—Esto no me gusta —jadeó Sam, que caminaba detrás—. No tengo nada contra la nieve en una mañana hermosa, pero prefiero estar en cama cuando cae. Sería bueno que toda esta cantidad llegara a Hobbiton. La gente de allí le daría la bienvenida.

Excepto en los páramos altos de la Cuaderna del Norte las nevadas copiosas eran raras en la Comarca, y se las recibía como un acontecimiento agradable y una posibilidad de diversión. Ningún hobbit viviente (excepto Bilbo) podía recordar el Invierno Cruel de 1311, cuando los lobos blancos invadieron la Comarca cruzando las aguas heladas del Brandivino.

Gandalf se detuvo. La nieve se le acumulaba sobre la capucha y los hombros, y le llegaba ya a los tobillos.

—Esto es lo que me temía —dijo—. ¿Qué opinas ahora, Aragorn?

—También yo lo temía —respondió Aragorn—, pero menos que otras cosas. Conozco el riesgo de la nieve, aunque pocas veces cae copiosamente tan al sur, excepto en las alturas. Pero no estamos aún muy arriba; estamos bastante abajo, donde los pasos no se cierran casi nunca en el invierno.

—Me pregunto si esto no será una treta del Enemigo —dijo Boromir—. Dicen en mi país que él gobierna las tormentas en las Montañas de la Sombra, que se alzan alrededor de Mordor. Dispone de raros poderes y de muchos aliados.