Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 106 из 153

Hizo una pausa.

—Sí, ¿y luego qué? —preguntó Merry.

—Hacia nuestro destino, el fin del viaje —dijo Gandalf—. No podemos mirar demasiado adelante. Alegrémonos de que la primera etapa haya quedado felizmente atrás. Creo que descansaremos aquí, no sólo hoy sino también esta noche. El aire de Acebeda tiene algo de sano. Muchos males han de caer sobre un país para que olvide del todo a los Elfos, si alguna vez vivieron ahí.

—Es cierto —dijo Legolas—. Pero los Elfos de esta tierra no eran gente de los bosques como nosotros, y los árboles y la hierba no los recuerdan. Sólo oigo el lamento de las piedras, que todavía los lloran: Profundamente cavaron en nosotras, bellamente nos trabajaron, altas nos erigieron; pero han desaparecido. Han desaparecido. Fueron en busca de los Puertos mucho tiempo atrás.

Aquella mañana encendieron un fuego en un hueco profundo, velado por grandes macizos de acebos, y por vez primera desde que dejaran Rivendel tuvieron un almuerzo-desayuno feliz. No corrieron en seguida a la cama, pues esperaban tener toda la noche para dormir, y no partirían de nuevo hasta la noche del día siguiente. Sólo Aragorn guardaba silencio, inquieto. Al cabo de un rato dejó la Compañía y caminó hasta el borde del hoyo; allí se quedó a la sombra de un árbol, mirando al sur y al oeste, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando. Luego se volvió y miró a los otros que reían y charlaban.

—¿Qué pasa, Trancos? —llamó Merry—. ¿Qué estás buscando? ¿Echas de menos el Viento del Este?

—No por cierto —respondió Trancos—. Pero algo echo de menos. He estado en el país de Acebeda en muchas estaciones. Ninguna gente las habita ahora, pero hay animales que viven aquí en todas las épocas, especialmente pájaros. Ahora sin embargo todo está callado, excepto vosotros. Puedo sentirlo. No hay ningún sonido en muchas millas a la redonda, y vuestras voces resuenan como un eco. No lo entiendo.

Gandalf alzó la vista con repentino interés.

—¿Cuál crees que sea la razón? —preguntó—. ¿Habría otra aparte de la sorpresa de ver a cuatro hobbits, para no mencionar el resto, en sitios donde no se ve ni se oye a casi nadie?

—Ojalá sea así —respondió Trancos—. Pero tengo una impresión de acechanza y temor que nunca conocí aquí antes.

—Entonces tenemos que cuidarnos —dijo Gandalf—. Si traes a un Montaraz contigo, es bueno prestarle atención, y más aún si el Montaraz es Aragorn. No hablemos en voz alta. Descansemos tranquilos, y vigilemos.

Ese día le tocaba a Sam hacer la primera guardia, pero Aragorn se le unió. Los otros se durmieron. Luego el silencio creció de tal modo que hasta Sam lo advirtió. La respiración de los que dormían podía oírse claramente. Los meneos de la cola del poney y los ocasionales movimientos de los cascos se convirtieron en fuertes ruidos. Sam se movía y alcanzaba a oír cómo le crujían las articulaciones. Un silencio de muerte reinaba alrededor, y por encima de todo se extendía un cielo azul y claro, mientras el sol ascendía en el este. A lo lejos, en el sur, apareció una mancha oscura, y creció, y fue hacia el norte como un humo llevado por el viento.

—¿Qué es eso, Trancos? No parece una nube —le susurró Sam a Aragorn.





Aragorn no respondió; tenía los ojos clavados en el cielo. Pero Sam no tardó en reconocer lo que se acercaba. Bandadas de pájaros que volaban muy rápidamente y en círculos, yendo de un lado a otro, como buscando algo; y estaban cada vez más próximas.

—¡Échate al suelo y no te muevas! —siseó Aragorn, arrastrando a Sam a la sombra de una mata de acebos; pues todo un regimiento de pájaros acababa de desprenderse de la bandada principal, y se acercaba volando bajo. Sam pensó que eran una especie de grandes cuervos. Mientras pasaban sobre la loma, en una columna tan apretada que la sombra los seguía oscuramente por el suelo, se oyó un único y ronco graznido.

No hasta que los pájaros hubieran desaparecido en la distancia, al norte y al oeste, y el cielo se hubo aclarado otra vez, se incorporó de nuevo Aragorn. Dio un salto entonces y fue a despertar a Gandalf.

—Regimientos de cuervos negros están volando de aquí para allá entre las Montañas y el Aguada Gris —dijo—, y han pasado sobre Acebeda. No son nativos de aquí; son crebainde Fangorn y de las Tierras Brunas. No sé qué les ocurre; quizá hay algún problema allá en el sur del que vienen huyendo; pero creo que están espiando la región. He visto además algunos halcones volando alto en el cielo. Pienso que tendríamos que partir de nuevo esta misma noche. Acebeda ya no es un lugar seguro para nosotros; es un lugar vigilado.

—Y en ese caso lo mismo será en la Puerta del Cuerno Rojo —dijo Gandalf—. Y no alcanzo a imaginar como podríamos pasar por allí sin ser vistos. Pero lo pensaremos cuando sea el momento. En cuanto a partir cuando oscurezca, temo que tengas razón.

—Por suerte nuestro fuego humeó poco, y sólo quedaban unas brasas cuando vinieron los crebain—dijo Aragorn—. Hay que apagarlo y ya no encenderlo más.

—Bueno, ¡qué calamidad y qué fastidio! —dijo Pippin. Las noticias: no más fuego y caminar otra vez de noche, le habían sido transmitidas tan pronto como despertó al cabo de la media tarde—. ¡Todo por una bandada de cuervos! Yo había estado esperando que esta noche comiésemos bien, algo caliente.

—Bueno, puedes seguir esperando —dijo Gandalf—. Quizá tengas todavía muchos banquetes inesperados. En cuanto a mí me gustaría fumar cómodamente una pipa y calentarme los pies. Sin embargo, de algo al menos estamos seguros: habrá más calor a medida que vayamos hacia el sur.

—Demasiado calor, no me sorprendería —le murmuró Sam a Frodo—. Pero empiezo a pensar que es tiempo de echarle un vistazo a esa Montaña de Fuego, y ver el fin del Camino, por así decir. Yo creía al principio que este Cuerno Rojo, o como se llame, sería la Montaña, hasta que Gimli nos habló. Qué hermoso lenguaje éste de los Enanos, ¡para romperle a uno las mandíbulas!

Los mapas no le decían nada a Sam, y en estas tierras desconocidas todas las distancias parecían tan vastas que él ya había perdido la cuenta.

Todo aquel día la Compañía permaneció oculta. Los pájaros oscuros pasaron sobre ellos una y otra vez, y cuando el sol poniente enrojeció desaparecieron en el sur. Al anochecer, la Compañía se puso en marcha, y volviéndose ahora un poco al este se encaminaron hacia el lejano Caradhras, que era todavía un débil reflejo rojo a la última luz del sol desvanecido. Una tras otra fueron asomando las estrellas blancas, en el cielo que se apagaba.

Guiados por Aragorn encontraron un buen sendero. Le pareció a Frodo que eran los restos de un antiguo camino, en otro tiempo ancho y bien trazado, y que iba de Acebeda al paso montañoso. La luna, llena ahora, se alzó por encima de las montañas, y difundió una pálida luz en donde las sombras de las piedras eran negras. Muchas de ellas parecían trabajadas a mano, aunque ahora yacían tumbadas y arruinadas en una tierra desierta y árida.