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— ¿Aquí? — preguntó una voz áspera junto a la ventana.

— Sí, me parece que es aquí.

— ¡Alto!

Se oyó un taconeo por los escalones de la entrada, e inmediatamente varios puños empezaron a golpear la puerta. Kira se estremeció y se abrazó a Rumata.

— Espera, pequeña — dijo él, apartando la colcha.

— Vienen a por mí — susurró Kira -. Lo sabía.

Rumata se soltó de los brazos de Kira y corrió hacia la ventana.

— ¡En nombre del Señor! — gritaron abajo -. ¡Abrid! ¡Si derribamos la puerta será peor!

Rumata descorrió la cortina, y la luz vacilante de las antorchas penetró en la habitación. Abajo se agolpaban muchos jinetes vestidos de negro, con capuchones puntiagudos. Rumata los estuvo contemplando durante varios segundos, y luego se fijó en el marco de la ventana. Como de costumbre, era un marco fijo que no permitía abrirla. Empezaron a golpear la puerta con algo muy pesado. Rumata buscó su espada en la oscuridad y rompió los vidrios con la empuñadura. Se oyó como los trozos caían en el empedrado.

— ¡Eh! — gritó Rumata -. ¿Qué estáis haciendo? ¿Acaso estáis ya hartos de la vida?

Los golpes en la puerta cesaron.

— Siempre han de meter la pata — gruñó alguien abajo -. El noble Don está en la casa. . — ¿Y eso qué importa? — dijo otro.

— Claro que importa. Es la primera espada del mundo.

— Decían que se había marchado, y que no regresaría hasta mañana.

— ¿Acaso os habéis asustado?

— Asustado no, pero contra él no nos han ordenado nada. Y a lo mejor tenemos que matarlo.

— Lo que hace falta es que no nos hiera él a nosotros.

— Lo ataremos. Lo heriremos primero, y luego lo ataremos. ¡Hey! ¿Quién tiene por aquí una ballesta?

— No nos herirá. Todo el mundo sabe que ha jurado no matar a nadie.

— ¡Juro que os mataré a todos! — gritó entonces Rumata, y su voz tenía un tono de horrible certeza.

Kira se apretó contra él. Rumata sintió cómo su corazón latía apresuradamente.

— ¡Derribad la puerta, hermanos! — dijo alguien abajo -. ¡En nombre del Señor!

Rumata se giró y observó a Kira. La muchacha lo miraba como antes, con pánico y esperanza mezclados. En sus secos ojos danzaban los reflejos de las antorchas.

— ¿Estás asustada, pequeña? — le dijo tiernamente -. ¿De esa chusma? Ve a vestirte: aquí ya no tenemos nada que hacer — Rumata empezó a colocarse su cota de malla metaloplástica -. Ahora verás: los haré huir como conejos, y luego nos marcharemos. Iremos al castillo de Pampa.



Ella estaba junto a la ventana, mirando hacia abajo. Los rojizos reflejos de las antorchas danzaban por su rostro. Abajo seguían golpeando. Algo crujió. Rumata sintió como el corazón se le oprimía de lástima y ternura. Los echaré a palos, pensó; como si fueran perros. Se agachó para buscar a tientas su segunda espada, y cuando volvió a incorporarse Kira ya no estaba mirando por la ventana, sino aferrándose desesperadamente a la cortina para no caer. — ¡Kira! — gritó.

Corrió hacia ella. Una saeta de ballesta atravesaba su garganta, y otra estaba profundamente enterrada en su pecho. La tomó en brazos, y la llevó rápidamente a la cama.

— ¡Kira! — sollozó. Ella lanzó una mezcla de suspiro y estertor y se envaró. Notó la frenética presión de su mano -. ¡Kira! — repitió. Pero ella no respondió.

Rumata permaneció unos momentos a su lado. Había lágrimas en sus ojos. Luego se levantó penosamente, empuñó las espadas, bajó despacio las escaleras, llegó al vestíbulo, y esperó a que derribaran la puerta.

Epilogo

— ¿Y después? — preguntó Anka.

Pashka apartó los ojos de ella, se dio una palmada en la rodilla, se inclinó y cogió una fresa que crecía allí mismo, bajo sus pies. Anka aguardó.

— Después… — murmuró él -. Nadie sabe lo que pasó después, Anka. Dejó el transmisor arriba, y cuando la casa comenzó a arder los del dirigible de patrulla comprendieron que algo malo ocurría y se dirigieron a Arkanar. Previsoramente, echaron sobre la ciudad unos cuantos cartuchos de gas somnífero. De la casa ya sólo quedaban unos rescoldos, y al principio no supieron qué hacer. No sabían si estaba vivo ni dónde buscarlo. Pero entonces vieron… — Pashka se interrumpió -. Bueno, no tardaron en ver por dónde había pasado.

Pashka hizo una pausa y fue metiéndose en la boca varias fresas, una tras otra.

— Por fin llegaron a palacio… y allí estaba.

— ¿Cómo?

— Dormido por el gas somnífero. En cuanto a los demás… bueno, unos estaban dormidos, y los otros… entre ellos Don Reba. — Pashka miró por unos instantes a Anka y volvió a retirar la vista -. Recogieron a Antón y lo llevaron a la Base. Pero comprende, Anka, él no quiere contar nada. Y, en general; ahora habla muy poco.

Anka estaba sentada, pálida y envarada. Miraba, por encima de la cabeza de Pashka, el claro que había delante de la casa. Los pinos se balanceaban y susurraban suavemente. Unas vaporosas nubes recorrían perezosamente el espacio azul del cielo. — ¿Y la muchacha? — preguntó. — No sé — respondió Pashka secamente. — Oye, Pashka… ¿crees que hice mal en venir? — Al contrario. Creo que se alegrará de verte. — Me parece que debe haberse escondido tras algún matorral desde el que puede vernos sin que nosotros lo veamos a él, y está esperando a que yo me vaya. Pashka se echó a reír.

— En absoluto. Antón no es de los que se esconden en los matorrales. Simplemente, no sabe que estás aquí. Debe estar pescando, como siempre. — Y contigo, ¿cómo se comporta? — De ninguna manera. Me soporta, simplemente. Pero contigo es distinto.

Permanecieron en silencio durante un buen rato.

— Anka — dijo de pronto Pashka -, ¿recuerdas la carretera anisótropa?

Anka frunció el ceño.

— ¿Cuál?

— La anisótropa. Aquélla en que estaba colgado el «ladrillo». ¿Recuerdas? Fuimos los tres.

— Sí, lo recuerdo. Fue Antón quien dijo que era anisótropa.

— Antón siguió entonces la dirección prohibida, y cuando regresó nos dijo que había visto un puente volado y el esqueleto de un fascista encadenado a una ametralladora.

— Sí, lo recuerdo — dijo Anka -. Pero, ¿qué quieres decir con ello?

— A menudo suelo recordar esa carretera — dijo Pashka -. Como si existiera alguna relación… Aquella carretera era anisótropa, como la historia. Por ella no se podía ir hacia atrás. Pero Antón lo hizo… y tropezó con el esqueleto.