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La Guarida del Borracho estaba relativamente limpia, el suelo barrido, la mesa fregada, y unos manojos de hierbas y ramas de pino que había por los rincones aromatizaban el aire. El padre Kabani, pulcro, sereno y callado, estaba sentado en un banco con las manos sobre las rodillas. Mientras esperaban a que Budaj se quedara dormido, hablaron de cosas sin importancia. Budaj, que estaba sentado a la mesa junto a Rumata, escuchaba la charla de los nobles Dones con una sonrisa benévola, mientras se estremecía de vez en cuando a medida que iba adormilándose. Sus flacas mejillas parecían arder debido a la dosis brutal de tetraluminal que habían mezclado en su bebida. El anciano estaba muy excitado y no acababa de quedarse dormido. Don Gug entretenía su impaciencia doblando y enderezando una herradura de camello, con las manos ocultas bajo la mesa, pero su rostro tenía una expresión alegre y despreocupada. Rumata hacía migas de pan y miraba con atención de hombre cansado cómo a Don Kondor le iba subiendo la bilis. El Custodio de los Sellos de Soán iba a llegar tarde a una reunión nocturna extraordinaria de la Conferencia de los Doce Negociantes convocada con motivo del golpe de Estado en Arkanar, y él era precisamente el presidente. — ¡Nobles amigos! — dijo finalmente Budaj con voz sonora; se puso en pie, y se desplomó sobre Rumata.
Rumata lo sostuvo cuidadosamente por los hombros.
— ¿Listo? — preguntó Don Kondor.
— No se despertará hasta mañana — dijo Rumata, mientras tomaba a Budaj en brazos y lo llevaba hasta el lecho del padre Kabani.
— Esto no está bien — profirió éste con envidia -. Quién es doctor tiene derecho a emborracharse, mientras que el padre Kabani debe abstenerse, porque esto le perjudica.
— Me queda un cuarto de hora de tiempo — dijo Don Kondor en ruso.
— Con cinco minutos tengo bastante — respondió Rumata, conteniendo a duras penas su irritación -. Os he hablado tanto de este asunto que ahora con unos minutos sobra. De acuerdo con la teoría básica del feudalismo — sus ojos se fijaron furiosos en Don Kondor -, este movimiento ordinario de los ciudadanos contra los barones — Rumata desvió la mirada hacia Don Gug — se ha convertido en una intriga provocadora de la Orden Sacra que ha transformado Arkanar en una base de agresión feudal — fascista. Y mientras nosotros nos rompemos la cabeza intentando inútilmente situar una figura tan contradictoria, compleja y enigmática como la de nuestro águila Don Reba a la altura de Richelieu, Necker, Tokugawa leyasu y Monk, resulta que no es más que un patán imbécil que ha vendido y traicionado todo lo que podía vender y traicionar, se ha enredado en sus propias empresas, se ha visto abrumado por un miedo cerval y se ha puesto en manos de la Orden Sacra para que lo salve. Dentro de medio año lo matarán, pero la Orden seguirá aquí. Las consecuencias que puede traer esto para los territorios de más allá del estrecho y para todo el Imperio son difíciles de imaginar. En cualquier caso, todo el trabajo que hemos realizado durante veinte años dentro de los límites del Imperio se ha derrumbado. Bajo el poder de la Orden no será fácil moverse. Lo más probable es que Budaj sea la última persona a la que yo pueda salvar. En adelante, no vamos a tener a quién ayudar. Eso es todo.
Don Gug partió la herradura, miró unos instantes, asombrado, los dos trozos, y terminó arrojándolos a un rincón.
— Efectivamente, no nos hemos dado cuenta — dijo -. Pero tal vez no sea tan horrible como tú imaginas, Antón.
Rumata lo miró fijamente, pero no dijo nada.
— Debías haber quitado de en medio a Don Reba — dijo Don Kondor.
— ¿Qué significa eso de «quitar de en medio»?
El rostro de Don Kondor se llenó de manchas púrpuras.
— ¡Quitarlo de en medio físicamente! — exclamó con acento brusco.
— ¿Quieres decir matarlo?
— ¡Sí, si es necesario! ¡Raptarlo! ¡Desplazarlo! ¡Encerrarlo! Debías haber hecho algo y no buscar el consejo de dos idiotas que no entendían ni palabra de lo que estaba pasando.
— Yo tampoco lo entendía.
— Pero al menos lo presentías.
Hubo un corto silencio.
— ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Algo como la matanza de Barkán? — preguntó Don Kondor, a media voz y mirando hacia otra parte.
— Sí, algo parecido. Aunque mejor organizado.
Don Kondor se mordió los labios.
— ¿Es tarde ya para quitarlo de en medio?
— Ya no tiene objeto — dijo Rumata -. En primer, lugar, porque otros se encargarán de este trabajo, y en segundo lugar, porque hacerlo ahora aún sería peor. A él, por lo menos, lo tengo en mis manos.
— ¿Cómo?
— Me teme. Sospecha que detrás de mí hay otra gran fuerza. Hasta me ha ofrecido su colaboración.
— ¿Sí? — susurró Don Kondor -. Entonces no hará falta.
Don Gug dijo, tartamudeando:
— Camaradas… ¿estáis hablando seriamente?
— ¿De qué? — preguntó Don Kondor.
— De todo eso… Matar, eliminar físicamente… ¿Os habéis vuelto locos?
— El noble Don ha sido herido en el talón — dijo Rumata en voz muy baja.
Don Kondor habló marcando exageradamente las palabras:
— Cuando se presentan circunstancias extraordinarias, tan sólo las medidas extraordinarias pueden dar resultado.
Don Gug movía los labios sin decir nada y miraba sucesivamente a sus dos compañeros.
— ¿Sa… sabéis hasta dónde se puede llegar por este camino? — dijo.
— Cálmate, por favor — dijo Don Kondor -. No ocurrirá nada. Y por ahora ya basta. ¿Qué vamos a hacer con la Orden? Propongo bloquear la región de Arkanar. ¿Qué pensáis de ello, camaradas? Pero decidid aprisa: tengo que marcharme.
— Yo aún no he pensado nada — respondió Rumata -. Y Pashka aún menos. Hay que pedir consejo a la Base. Hay que esperar. Podemos reunimos dentro de una semana y tomar una determinación.
— De acuerdo — dijo Don Kondor, levantándose -. Vamos.
Rumata se echó a Budaj al hombro y salió de la isba. Don Kondor iba alumbrándole el camino con una linterna. Llegaron al helicóptero, y Rumata depositó a Budaj en el asiento trasero. Don Kondor, haciendo un tremendo ruido con la espada y enredándose en su capa, se sentó en el sillón del piloto.
— ¿Puedes llevarme hasta casa? — preguntó Rumata -. Estoy deseando dormir de una vez por todas.
— Por supuesto — gruñó Don Kondor -. Pero date prisa.