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Rumata abrió una ventana y saltó por ella al jardín. Se detuvo bajo un árbol y respiró profundamente durante unos minutos. Luego recordó la maldita pluma blanca, se la arrancó, la estrujó y la tiró. Pashka tampoco hubiera podido hacer nada, pensó. Ninguno de nosotros. «¿Estás seguro?». «Sí, seguro». «Entonces, todos juntos no servís para nada». «¡Pero esto da náuseas!». «¿Y qué tiene que ver el experimento con tus escrúpulos? Si no sirves, ¿para qué te metes?». «Pero yo no soy un animal». «Si el experimento lo requiere, hay que ser un animal». «El experimento no puede exigir esto de nosotros». «Te equivocas, sí puede». «Entonces…». «¿Qué ocurre con entonces?». Rumata no sabía qué contestarse a sí mismo. «Entonces… entonces… Bueno, admitamos que soy un mal sociólogo», pensó, encogiéndose de hombros. «Procuraré enmendarme. Aprenderemos a convertirnos en cerdos».
Era cerca de la medianoche cuando Rumata regresó a su casa. Se soltó las hebillas y, sin desnudarse, se echó en el diván que había en el gabinete y se quedó dormido en el acto.
No tardaron en despertarlo los indignados gritos de Uno y un rugido bajo y cordial que exclamaba:
— ¡Quita de ahí, lobezno, o te aplastaré una oreja!
— ¡Os digo que está durmiendo!
— ¡Largo, no te me pongas delante!
— ¡Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie!
Por fin se abrió la puerta y el enorme barón de Pampa, señor de Bau, irrumpió en el gabinete, con sus mofletes colorados, sus dientes blancos, su enhiesto bigote, el birrete de terciopelo ladeado y una riquísima capa de color frambuesa ocultando la coraza de cobre. Tras él entró Uno, aferrado a la pernera derecha de los calzones del barón.
— ¡Barón! — exclamó Rumata, saltando del diván -. ¿Cómo estáis en la ciudad? ¡Uno, deja tranquilo al barón!
— ¡Qué muchacho más pegajoso! — bramó el barón, yendo al encuentro de Rumata con los brazos abiertos -. Promete mucho. ¿Cuánto queréis por él? Bueno, ya hablaremos luego de esto. ¡Dejadme que os abrace!
Se abrazaron. El barón olía reconfortantemente a polvo de la carretera, a sudor de caballo y a todo un bouquet de vinos surtidos.
— Por lo que veo, querido amigo, también vos tenéis la cabeza despejada — dijo el barón con desánimo -. Claro que vos nunca estáis borracho. ¡Siempre sois feliz!
— Sentaos, amigo — dijo Rumata -. ¡Uno, trae vino de Estoria!
El barón levantó una manaza.
— ¡No probaré ni gota!
— ¿No queréis vino de Estoria? ¡Uno, no lo traigas de Estoria, tráelo de Irukán!
— ¡No quiero ninguna clase de vino! — dijo amargadamente el barón -. No bebo.
Rumata lo miró con honda sorpresa.
— ¿Qué os pasa? — preguntó preocupado -. ¿Estáis enfermo?
— Estoy sano como un toro. Pero esas malditas discusiones familiares… Bueno, la verdad es que me he peleado con la baronesa, y aquí estoy.
— ¿Qué os habéis peleado con la baronesa? ¡Eso sí que es una buena broma, barón!
— Sí, yo también pienso que ha de ser una broma. ¡He galopado doscientos kilómetros como entre nubes!
— Amigo mío — dijo Rumata -, ahora mismo tomamos los caballos y nos vamos a Bau.
— Imposible. Mi jaca está agotada. Además, esta vez estoy dispuesto a castigarla.
— ¿A quién?
— ¡A la baronesa, diablos! ¡Para algo soy un hombre! ¿Qué os parece? A ella no le gusta que Pampa esté borracho. ¡Muy bien, pues que me vea despejado! Prefiero pudrirme aquí bebiendo agua que volver al castillo.
Uno se acercó a Rumata y murmuró:
— Decidle que no me tire de las orejas.
— ¡Largo de aquí, lobezno! — rugió el barón bonachonamente -. ¡Y trae cerveza! He sudado infernalmente, y necesito reponer los humores perdidos.
El barón compensó los humores perdidos durante media hora, y se achispó un poco. En los intervalos que hizo entre los tragos fue informando a Rumata de sus desdichas. La culpa de todo lo tenían «esos malditos vecinos borrachines que se meten en el castillo. Llegan por la mañana diciendo que van a cazar, y en un abrir y cerrar de ojos ya están borrachos perdidos rompiendo todos los muebles. Andan por todo el castillo, lo ensucian todo, ofenden a la servidumbre, maltratan a los perros, y son un detestable ejemplo para el baroncito. Luego cada cual se va a su casa, y yo me quedo con una curda que no me deja dar un paso y a solas con la baronesa».
Cuando terminó su narración, el barón estaba tan apesadumbrado que incluso pidió un poco de estoria. Pero después lo reconsideró y exclamó:
— ¡Rumata, Vámonos de aquí! ¡Vuestra bodega está demasiado bien surtida! ¡Vamos a otro lado!
— ¿Adonde?
— ¡Y qué más da! Aunque sea a La Alegría Gris.
— Hum — refunfuñó Rumata -. ¿Y qué vamos a hacer en La Alegría Gris?
El barón permaneció un rato en silencio, tirándose del bigote, y finalmente dijo:
— ¿Que qué vamos a hacer? Simplemente, nos sentaremos y charlaremos un rato.
— ¿En La Alegría Gris? — volvió a preguntar Rumata.
— ¡Por supuesto que sí! — respondió el Barón -. Os comprendo, aquello es horroroso, pero a pesar de todo iremos. Porque si no lo hacemos así, mientras esté aquí sentiré deseos de beber estoria. ¿Comprendéis?
— ¡Mi caballo! — ordenó Rumata a Uno, y fue al gabinete a buscar su transmisor. Al cabo de unos minutos ambos hombres iban a caballo por una calle estrecha y completamente a oscuras. El barón, que se había despejado un poco, iba hablando en voz alta, contando que anteayer había cazado un jabalí con los perros, alabando las buenas cualidades del baroncito, relatando el milagro del monasterio de San Tuki, donde el padre rector había parido por la cadera un niño con seis dedos… todo ello sin olvidarse de aullar de tanto en tanto como un lobo, ululando y dando fustazos a los cerrados postigos de las ventanas.
Cuando llegaron a La Alegría Gris, el barón frenó su corcel y se quedó pensativo. Rumata aguardó. Por las sucias ventanas de la taberna salía mucha luz. Atados a un poste había varios caballos. Unas jóvenes pintarrajeadas, sentadas en un banco situado bajo las ventanas, discutían entre sí perezosamente. Dos mozos rodaron dificultosamente un enorme barril y lo metieron por la puerta.
— Solo — murmuró tristemente el barón -. ¡Toda la noche solo! Y ella allí…
— No os pongáis así, amigo mío — dijo Rumata -. Al fin y al cabo, ella está con el baroncito, y vos estáis conmigo.
— Es distinto — dijo el barón -. Vos no me comprendéis. Todavía sois demasiado joven y despreocupado. Incluso quizá os resulte agradable contemplar a esas busconas.