Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 24 из 58



Los oficiales de la guardia se acercaban, con las copas preparadas.

— Estáis pálidos — dijo Don Tameo en voz baja -. Claro: el amor, la pasión… Pero, ¡por San Miki bendito!, el Estado está por encima de todo. Esto es jugar con fuego, mi querido amigo… y ofender sentimientos.

En el rostro de Don Tameo se produjo de pronto un cambio, y empezó a retroceder y a separarse de Rumata, haciendo reverencias. En aquel momento llegaron los de la guardia, rodearon a Rumata y le ofrecieron una copa llena hasta el borde.

— ¡Por el honor y el Rey! — brindó uno de ellos.

— ¡Y por el amor! — añadió otro.

— Demostradle lo que es la guardia, noble Don Rumata — dijo un tercero.

Rumata no había hecho más que coger su copa cuando vio a Doña Okana. Estaba en la puerta, abanicándose y moviendo perezosamente los hombros. Sí, desde lejos parecía incluso hermosa. No era el tipo de mujer preferido de Rumata, sino una gallinita tonta y lasciva, pero era hermosa. Tenía unos enormes ojos azules, aunque sin sombra de sentimiento ni de calor, una boca suave y experimentada, y un cuerpo magnífico cuyas insinuantes desnudeces apenas ocultaba el elegante traje. El oficial que estaba tras Rumata simuló un ruidoso beso. Rumata le entregó su copa sin mirarlo y se dirigió al encuentro de Doña Okana. Todos los presentes apartaron la vista de ellos y empezaron a hablar de cosas intrascendentes.

— Vuestra belleza deslumbra — dijo Rumata en voz baja, haciendo una profunda reverencia -. Permitidme postrarme a vuestras plantas, cual galgo a los pies de la bella desnuda e indiferente.

Doña Okana se cubrió el rostro con el abanico y entornó los ojos.

— Sois muy decidido, mi noble Don — dijo -. Nosotras, las pobres provincianas, somos incapaces de resistir semejantes asaltos -. Hablaba pronunciando las palabras en voz baja y un poco ronca -. No puedo hacer más que abriros las puertas del fuerte y dejaros entrar triunfalmente.

Rumata rechinó los dientes de furia y vergüenza, y aún se inclinó más. Doña Okana descendió el abanico y dijo en voz alta:

— ¡Distraeos, nobles amigos! ¡Don Rumata y yo volveremos pronto! Quiero enseñarle mis nuevos tapices de Irukán.

— ¡No nos abandonéis por mucho tiempo, encanto! — pareció balar uno de los vejestorios.

— ¡Seductora! — pronunció dulcemente otro de los viejos -. ¡Hada!

Los oficiales de la guardia hicieron sonar sus espadas.

— La verdad es que sabe aprovechar las ocasiones — comentó con voz muy clara el personaje de sangre real.

Doña Okana tomó a Rumata del brazo y se lo llevó. Cuando ya estaban en el pasillo, Rumata oyó cómo Don Sera decía, con tono de envidia:

— No veo ninguna razón que impida que un noble Don pueda contemplar unos tapices de Irukán…

Al llegar al extremo del corredor, Doña Okana se detuvo de repente, pasó los brazos alrededor del cuello de Rumata, exhaló un suspiro afónico que quería expresar la pasión que la desbordaba, y le sorbió la boca con sus labios. Rumata dejó de respirar. El hada olía a sudor y a perfumes estorianos. Sus labios eran calientes, húmedos, y estaban pegajosos de dulces. Rumata procuró sobreponerse a sí mismo y corresponder al beso. Y por lo visto lo consiguió, puesto que Doña Okana volvió a suspirar y se abandonó en sus brazos con los ojos cerrados. Aquella escena duró una eternidad. Ahora vas a ver lo que es bueno, buscona, pensó Rumata, y la abrazó con fuerza. Se oyó un chasquido, como si se le hubiera roto una ballena del corsé o una costilla, y la mujer lanzó un quejido, abrió unos ojos admirados y se revolvió queriendo soltarse. Rumata abrió inmediatamente los brazos.

— ¡Sois un bárbaro! — dijo ella, respirando dificultosamente pero con admiración en su voz -. Por poco me partís.



— Es el amor que me abrasa — murmuró él en tono de disculpa.

— Y a mí también. ¡Si supierais cómo os he esperado! ¡Venid, venid aprisa!

Lo llevó por una serie de oscuras y frías habitaciones. Rumata sacó el pañuelo y se limpió los labios. Aquella aventura empezaba a parecerle imposible. Pero era necesaria. ¿Qué culpa tengo yo? Este asunto no se resuelve con buenas palabras. ¡San Miki bendito, ¿por qué la gente de palacio no se lava nunca?! ¡Y qué temperamento! Preferiría que se presentara Don Reba. Mientras iba pensando estas cosas, ella lo arrastraba de igual forma que una hormiga a un gusano muerto. Rumata, que imaginaba ser el último de los idiotas, decidió retener a Doña Okana halagándola con unas banales palabras alusivas a sus veloces pies y a sus rojos labios. Ella lanzó una estridente carcajada, pero no se detuvo. Por fin se vio empujado a un gabinete donde hacía mucho calor, y que efectivamente tenía las paredes cubiertas con tapices de Irukán. Doña Okana se dejó caer inmediatamente en un enorme lecho que ocupaba completamente uno de los lados, y apenas se hubo acomodado entre las almohadas clavó en él sus hiperesténicos ojos. Rumata permanecía envarado como un poste. El gabinete olía a chinches.

— ¡Oh, qué bello sois! — murmuró ella en voz muy baja -. Venid: ¡me hicisteis esperar tanto!

Rumata inspiró profundamente. Sentía náuseas. Gotas de sudor corrían por sus mejillas. No puedo más, pensó. Al cuerno con toda esta información. Huele a zorra… o a mona. Es algo antinatural, sucio… La suciedad es preferible al derramamiento de sangre, ¡pero esto es mucho más que suciedad!

— ¿Qué hacéis, noble Don? ¡Venid aquí! ¿No veis que os estoy esperando? — gritó Doña Okana con voz chillona.

— ¡Iros al diablo! — respondió Rumata.

Ella se levantó y se le acercó.

— ¿Qué os pasa? ¿Estáis borracho?

— No sé. Me falta aire.

— ¿Queréis que pida una palangana?

— ¿Qué palangana?

— No os preocupéis, todo pasará — dijo ella, y empezó a desabrocharle la camisa con manos temblorosas de impaciencia -. Sois hermoso… — murmuró, sofocada — pero tímido como un novato. ¿Quién iba a pensarlo? Esto es seductor, os lo juro por Santa Bara.

Rumata tuvo que sujetarle las manos. Mirándola desde su mayor altura, podía ver su cabello sin asear pegajoso de grasa, sus redondos y desnudos hombros con bolillas de polvos, y sus pequeñas orejas color carmesí. Todo esto es repugnante, pensó. No puedo soportarlo. Y es una lástima, porque algo tiene que saber. Don Reba es de los que hablan mientras duermen. Además, a veces la lleva a los interrogatorios. A ella le gustan. Pero no puedo.

— Bien… ¿qué? — dijo ella, irritada.

— Vuestros tapices son magníficos — respondió él en voz alta -. Pero debo irme.

En un primer momento ella no comprendió. Luego, su cara se descompuso.

— ¿Cómo os atrevéis? — comenzó a decir. Pero él ya había abierto la puerta, salido al pasillo y echado a correr. Desde mañana mismo dejaré de lavarme, iba pensando. En este lugar hay que ser un cerdo y no un dios. — ¡Capón! — le gritó ella desde lejos -. ¡Castrado mocoso! ¡Ni empalado vas a pagar…!