Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 20 из 196



En el Prat no hay aviones para Madrid. Mejor dicho, no hay aviones españoles ni franceses. Los Douglas gubernamentales, con el correo diplomático, vuelan una vez a la semana. Pero el Junker alemán sigue volando, cada día hace el recorrido Madrid-París ida y vuelta, sigue transportando pasajeros alemanes, carga, paquetes y unas máquinas. Nadie se ha atrevido hasta ahora a romper el contrato con la Lufthansa.

La escuadrilla de André se ha trasladado ya toda a Madrid. Guides se ha demorado aquí para cumplir unos encargos. Es vivaracho, simpático, bromista. Cuenta: al pasar por la pequeña plaza del Prat, bajo la enorme tela con el «Visca Sandino!»,preguntó a un hombre del lugar quién había colgado aquel letrero. El hombre se sorprendió de tanta candidez: «¿Cómo, quién? ¡Sandino!»

Comunicado sobre un ataque fascista contra Tardienta. Los facciosos comenzaron con una incursión aérea, luego lanzaron al ataque la infantería, apoyada por la artillería. Los rechazaron con fuego de ametralladora, con granadas de cinta y luchando cuerpo a cuerpo. Combatió magníficamente el batallón Carlos Marx. A uno de los fascistas muertos se le ha encontrado una carta sin mandar: «Mañana vamos a Tardienta a matar abisinios y a comer.» Los facciosos se llaman a sí mismos italianos y llaman a las tropas gubernamentales abisinios.

En La Publicitat,ha aparecido un largo telegrama del colega periodista sobre la victoria lograda. El telegrama termina con una nota: «El puesto de redacción de nuestro periódico en Tardienta (se trata del dormitorio del molinero fusilado) se ha convertido en constante lugar de visita de destacadas personalidades políticas. Así, ayer vino a vernos el representante del periódico bolchevique Pravda.»

17 de agosto

Hasta hoy, sin noticia alguna y sin informaciones de Moscú. La prensa está totalmente absorbida por los asuntos del país.

De pronto, hoy, en todos los periódicos, fotografías de las manifestaciones celebradas en Moscú en honor del pueblo español y, además, otra gran foto: el victorioso Chikálov, sonriente, feliz, al lado de Stalin, Voroshílov...

Esto ha animado el día, pues resulta aburrido estar acostado, inactivo, con la clavícula rota. Sigue sin haber avión para Madrid y las noticias del frente no son buenas.

18 de agosto

Esta mañana, en un destartalado aparato inglés Dragón, hemos levantado el vuelo en Barcelona. Antes de partir, reunión de los pasajeros con el piloto y el director francés del aeródromo para tratar de cómo volar a Madrid, si dando la vuelta, por la costa, pasando por Valencia, o en línea recta sobre el territorio de los sublevados.

Los pasajeros somos ocho, todos de distinta nacionalidad, desconocidos, todos sospechosos uno a otro, todos sospechosos al piloto y él sospechoso para todos. No se sabe de dónde es ni si el avión es suyo ni de dónde procede el avión mismo. El director del aeródromo, señor jovial de roja cara, lo sabe todo, pero no explica nada. A todos se dirige con una misma expresión: «Mi pobre amigo.»



Después de mucho discutir, se ha convenido lo siguiente, de acuerdo con el piloto: volar en línea recta, pero al cruzar territorio enemigo, nos elevaremos por lo menos a dos mil quinientos metros. El avión queda abarrotado de un equipaje indefinido; la gente se apretuja entre cajas y maletas.

Volamos, primero, a lo largo de la costa; luego, en dirección suroeste. Cuarenta minutos más tarde, llegamos a las cadenas de montañas. Debido al calor y a las corrientes de aire, en los desfiladeros el avión oscila mucho. Las maletas empiezan a deslizarse por el interior de la cabina... Ahí están la Sierra de Cucalón, Va de Gúdar, la de Albarracín. Ésta es la parte meridional de la región aragonesa ocupada por los sublevados. Pronto comenzará Castilla la Nueva. Llevamos una hora de vuelo. Hasta Madrid, falta aún otra hora. Pero de súbito el piloto cambia de rumbo. En vez de seguir hacia Guadalajara, damos la vuelta hacia el oeste. Las montañas se van haciendo menos imponentes, ceden el lugar a colinas onduladas, luego a la llanura. ¿Por qué? Volamos hacia Valencia. ¿A qué se debe? Falta carburante. ¡Pero hasta Madrid, la distancia es la misma! ¡Y la zona de los facciosos está recorrida en sus tres cuartas partes! De todos modos, aquí es difícil entrar en discusiones. Una hora más de vuelo y en la filigrana sin límites de las plantaciones de.olivos, de precisión geométrica, divisamos a Valencia azul, verde, rosa, envuelta en una luminosa calina.

En el aeródromo, un guardia civil intenta comprobar los pasaportes de los viajeros que acaban de tomar tierra. Sólo lo intenta —la mayor parte de los viajeros sacan, en respuesta, documentos de aspecto más que raro—. Uno presenta simplemente una tarjeta de visita. El guardia civil menea la cabeza y se aparta.

En el aeródromo no hay gasolina —mientras la traen, es posible dar una vuelta en coche por la ciudad—. Aquí, todo parece tranquilo y en paz. Hermosas plazas con altos edificios se mueren de calor. En las orillas de las calles, bajo las palmeras, se toma café y vermut, se escucha la radio. A veces, después de meter un dedo en agua o de mojarlo con saliva, lo levantan, a ver si sopla la brisa del mar.

En el puerto y en el antepuerto, hay muchos barcos; se descarga petróleo, barras de hierro coladoyganado de Yugoslavia.

A eso de las tres de la tarde, están llenos, por fin, los depósitos del avión. Emprendemos el vuelo. Pronto se terminan las limpias plantaciones de olivos en la rojiza tierra llana. Nos acercamos a una sierra hosca, rocosa, requemada.

El viejo Dragón deshaciéndose en arroyos de aceite caldeado, repta hacia lo alto. Dos motorcitos Gipsy, de ciento setenta caballos cada uno, penan por transportar a ocho hombres, a un piloto, a un mecánico y una montaña de bagajes. Y en Moscú, en Leningrado, en todos los pueblos de mi patria, se celebra hoy el Día de la aviación. En Moscú son, ahora, las seis de la tarde. Centenares de aviones, miles de paracaidistas, decenas de miles de ciudadanos se encuentran en el aeródromo de Tushino. La escuadrilla Gorki debe de estar arrojando nubes de octavillas. Y el aire es fresco, se puede respirar, no es como en esta carraca, encima de la pétrea sartén castellana.

Por fin, en la meseta, calcárea masa gris, entre una nube de polvo, emerge Madrid. Parece solitario entre montañas. Sus arrabales quedan cortados en seco. Se ve poco verdor, sólo hay una gran mancha verde, el bosque de la Casa de Campo.

En el aeródromo se ve a mucha gente, casi todos militares. Por allí va y viene André —cansado, flaco, irritado; lleva muchas noches sin dormir—. Tan pronto le llaman a una parte como a otra; el mando de la escuadrilla se efectúa de pie, sobre la marcha, en apresuradas conversaciones.

Nos trasladamos a la ciudad. Después de Barcelona, el ambiente parece aquí más sosegado, más habitual. Hay menos aparatosidad, menos banderas y carteles. Los automóviles no están pintarrajeados con enormes consignas, en las calles el movimiento es relativamente normal. Relativamente, teniendo en cuenta de qué modo corren los chóferes españoles.