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—Alguien tiene que ordenar —ha replicado Durruti sonriendo—. Esto es una manifestación de la iniciativa. Esto es utilizar la autoridad que tengo entre las masas. Desde luego, a los comunistas no puede gustarles... —Ha lanzado una mirada a Trueba, quien se ha mantenido aparte durante todo este tiempo.

—Los comunistas nunca hemos negado el valor de la personalidad y de la autoridad personal. La autoridad personal no es un obstáculo para el movimiento de las masas, a menudo las cohesiona y fortalece.

Usted es un comandante, no finja ser un combatiente de filas, esto no da nada ni aumenta la capacidad combativa de la columna.

—Con nuestra muerte —ha dicho Durruti—, con nuestra muerte, mostraremos a Rusia y a todo el mundo lo que significa el anarquismo en acción, lo que significan los anarquistas de Iberia.

—Con la muerte no se demuestra nada —he replicado—, hay que demostrar con la victoria. El pueblo soviético desea con toda el alma la victoria del pueblo español, desea la victoria a los obreros anarquistas y a sus dirigentes con el mismo fervor que la desea a los obreros comunistas, socialistas y a todos los demás luchadores contra el fascismo.

Se ha vuelto hacia la muchedumbre que nos rodeaba y pasando del francés al español, ha exclamado:

—Este camarada ha venido para transmitirnos a nosotros, combatientes de la CNT-FAI, un caluroso saludo del proletariado ruso y sus votos para que alcancemos la victoria sobre los capitalistas. ¡Viva la CNT-FAI! ¡Viva el comunismo libertario!

—¡Viva! —ha exclamado la muchedumbre. Las caras se han vuelto más alegres y mucho más amistosas.

—¿Cómo está la situación? —he preguntado.

Durruti ha sacado un mapa y ha mostrado la disposición de los destacamentos.

—Nos retiene la estación ferroviaria de Pina. El pueblo está en nuestras manos, pero la estación la tienen ellos. Mañana o pasado mañana, cruzaremos el Ebro, nos dirigiremos hacia la estación y la limpiaremos de enemigos (entonces nuestro flanco derecho quedará libre, ocuparemos Quinto, Fuentes de Ebro y nos plantaremos ante los muros de Zaragoza. Belchite se entregará por sí mismo), quedará cercado en nuestra retaguardia. Y ellos —señaló con la cabeza a Trueba— ¿siguen entretenidos con Huesca?

—Estamos dispuestos a esperar en Huesca para apoyar vuestro golpe desde el flanco derecho —ha dicho modestamente Trueba—. Desde luego, si el ataque es serio.



Durruti ha permanecido un rato en silencio. Luego ha respondido, de mala gana:

—Si lo deseáis, ayudad; si no lo deseáis, no ayudéis. La operación de Zaragoza es mía, en el aspecto militar, en el político y en el político-militar. Yo respondo de ella. ¿Creéis que por darnos un millar de hombres, vamos a repartir Zaragoza con vosotros? En Zaragoza o habrá comunismo libertario o fascismo. ¡Tomad para vosotros a toda España, pero dejadme a mí tranquilo con Zaragoza!

Luego ha suavizado el tono y ha seguido conversando sin causticidad. Ha visto que hemos ido a visitarle sin malas intenciones, pero que a las palabras duras se le respondería con no menor dureza. (Aquí, pese a la igualdad universal, nadie se atreve a discutir con él.) Ha hecho muchas ávidas preguntas sobre la situación internacional, sobre las posibilidades de ayuda a España, sobre cuestiones militares y tácticas, ha preguntado cómo se llevaba el trabajo político durante la guerra civil en Rusia. Ha dicho que la columna está bien armada y dispone de muchas municiones, pero que hay serias dificultades de dirección. El «técnico» sólo tiene funciones consultivas. Todo lo resuelve él mismo, Durruti. Según propias palabras, Durruti pronuncia unos veinte discursos al día, y esto le agota. Ejercicios de instrucción militar, casi no se hacen; a los combatientes no les gustan, y el caso es que no tienen experiencia, sólo han peleado en las calles de Barcelona. Es bastante elevada la deserción. Ahora quedan en la columna mil doscientos hombres.

De pronto ha preguntado si habíamos comido, nos ha propuesto esperar hasta que traigan la marmita. No hemos aceptado por no quitar raciones a los combatientes. Entonces Durruti ha dado una nota a Marina.

Al despedirme le he dicho con toda sinceridad:

—Hasta la vista, Durruti. Iré a verle a Zaragoza. Si no le matan aquí, si no le matan en las calles de Barcelona peleando con los comunistas, dentro de unos seis años quizá se haga usted bolchevique.

Ha sonreído y en seguida, volviendo sus anchas espaldas, se ha puesto a hablar con alguien que casualmente se encontraba allí.

En un depósito de Bujaraloz, contra la nota, nos han dado una excelente ración: una lata de sardinas, tres grandes cabezas de dulces cebollas valencianas, tomates, pan, carne ahumada y una gallina viva. Nos hemos instalado a comer en la primera casa campesina que hemos encontrado. Hemos regalado la gallina al ama, que nos ha preparado una ensalada y nos ha traído agua. Aquí el agua es amarga y le echan un poquitín de azúcar. La hija del ama se pasea con un gorro de anarquista; el padre, bracero, se fue a combatir.

Nos hemos despedido de Trueba y hemos pasado viajando el resto de la jornada. De noche, otra vez la Barcelona en ebullición, insomne, de luces encendidas. Dan caza aun automóvil fascista. Es la tercera noche que corre (¿o son varios?) por la ciudad disparando contra los plantones y matándolos; ayer tiró contra unos panaderos al salir del trabajo.

15 de agosto

Hoy ha sido un día perdido —el primer día perdido desde que salí de Moscú, pero, sin duda, no será el último—. A las ocho de la mañana he mandado a Marina a telégrafos para que se enterara de si había llegado por la noche mi largo telegrama enviado desde Lérida. Media hora más tarde me llama: el telegrama ha llegado a Barcelona, pero no va más allá; existe un nuevo decreto del gobierno sobre la censura de los telegramas para el extranjero. He ido a telégrafos, edificio enorme; han empezado las idas y venidas y el discursear por todos los pasillos, las conversaciones en catalán, en español, en francés, en inglés, esas inacabables conversaciones de pesadilla con los funcionarios españoles, tortura como no hay otra en ningún otro país. Cada nuevo interlocutor es extraordinariamente amable, activo y sencillo; explica que la cuestión es una pequeñez y que puede arreglarse en un instante, él mismo la arreglará. Comienzan el intercambio de palabras de agradecimiento, las palmaditas en el hombro. Luego le conducen a usted a alguna parte, su acompañante entra en el despacho de alguien, sale de él cariacontecido y en compañía de un nuevo interlocutor. Vociferan furiosamente, discuten, luego, de pronto, se ponen de acuerdo y piden amablemente que vuelva usted al día siguiente. Usted insiste, ellos cambian de parecer y le conducen aun tercero. El tercero es efusivamente amable —de nuevo unas palmaditas en el hombro y todo vuelve a empezar desde el comienzo—. En resumidas cuentas, todo depende del jefe de telégrafos. Pero el viejo jefe ha sido destituido hace tres días, y el nuevo aún no ha tomado posesión de su cargo; según dicen, es muy severo.