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Sevilla es hermosa, coronada por la femenina torre de la Giralda, alegre, con mantilla, con una flor en los labios, predilecta de los turistas. En Sevilla vi a José Díaz por primera vez.

—Y Adata, ¿la recuerdas?

—La recuerdo, claro está. También la llamaban América.

—América no, ¡Estados Unidos! Lo has olvidado todo.

—No he olvidado nada. Me acuerdo de Adata, el barrio de pesadilla de los pobres sin albergue en los alrededores de Sevilla. Me acuerdo incluso del perro muerto con la panza abierta en medio de la avenida principal de Adata. La avenida misma no era más que una quebrada llena de baches, polvorienta, de unos ocho pasos de anchura, entre dos filas de lo que, por lo visto, se denominaban viviendas.

En la «avenida» se destacaban las manchas negruzcas de las hoyas y cuevas, con una profundidad de medio hombre. La asfaltada superficie de las maravillosas calles sevillanas parecía, desde allí, a un kilómetro de distancia, un sueño irrealizable.

Deformes perreras construidas con planchas de hierro y hojalata de deshecho. Arpillera agujereada, tendida entre cuatro palos. Primitivos hogares, montados con cuatro piedras. Yacijas para dormir formadas con unas brazadas de hierba acre. Hedor sofocante de descomposición. ¿Quién moraba y, probablemente, mora aún allí? ¿Personas, ganado? Allí moraban diez mil ciudadanos del Estado español. Una de las ciudadanas se me acercó mientras yo buscaba el lugar designado para una cita. A primera vista, se trataba de una vieja enclenque, jorobada, lenta, espantosa como la peste en sus negros andrajos. Pero no era vieja, resultó ser una muchacha joven. Por milagro se le conservaban dos hileras de espléndidos dientes blancos, era sólo la escara la que le había deformado el rostro, le había corroído cara y ojos. Escara de la «mala sangre», de la enfermedad crónica de nutrición alterada del organismo, de muchos años de ayuno incesante, calmada con unas cuantas aceitunas, unos cuantos sorbos de agua al día. Era una sevillana. Los ricos americanos cruzaban el océano para admirar a las célebres sevillanas, ¿sabían que Sevilla tiene sus Estados Unidos y que hay allí tan espléndidas mujeres? Gente con los pechos hundidos se preparaba la comida. Quemaban algunas astillitas entre dos ladrillos y removían sobre el fuego una lata de conservas, con restos de carne en el fondo, recogida en la ciudad. Metieron en la lata algunos garbanzos, unas patatas, y ya tuvieron un plato preparado. Figuras encorvadas, con paso tardo, paralítico, cruzaban de vez en cuando entre las barracas y las tiendas. Cada paso les provocaba dolor e irritación. ¿Eran españoles? ¿Eran andaluces, ese pueblo de personas esbeltas, hermosas, que danzan tan impetuosamente?

¿Quién vivía en el espantoso barrio de Adata? ¿Las heces y residuos de la humanidad? ¿Vagabundos desclasificados?

No, allí vivían obreros, proletarios, trabajadores. Antes acudían a la fábrica al toque de sirena. Pero incluso quienes conservaban el trabajo, debido a lo ínfimos que eran los salarios, sólo podían vivir ahí, en tiendas agujereadas hechas con sus propias manos. Los sevillanos dieron el nombre de Estados Unidos a este refugio del hambre y la miseria sevillanos, de ese Estado particular de los miserables. Allí, en una covacha, se había refugiado después de una razzia policíaca, y allí se reunía el comité sevillano del Partido Comunista. Allí trabajaba José Díaz.

—¿Y recuerdas Lucena? ¿Y Cinco Casas, recuerdas, José?

Él sonrió.

—Lo recuerdo. Entonces sólo comenzaba el verdadero trabajo en el campo. Qué tiempos...

íbamos en un mismo tren de Sevilla. En un mismo tren, pero en diferentes vagones. Al entrar en la estación de Lucena, me puse a observar por la ventanilla, para no equivocarme. Todo salió bien. En la estación, saltó del tren un joven. Yo, tras él.

Era un joven moreno, o simplemente un mocito, o incluso un chaval. Hay rostros de personas al margen de la edad. No sabes si una persona así dos años atrás aún jugaba a piedrecitas con otros niños o si ella misma tiene ya tres hijos.

El joven saltó del tren y se acercó a la muchedumbre excitada y emocionada, allí reunida.



La muchedumbre de la estación de Lucena esperaba a alguien. Para alguien tenía preparado un ramo de encendidos claveles, fuertemente atados con tostada paja de trigo.

El joven se unió a la muchedumbre y en seguida el extremo vacío del andén comenzó a acrecentarse rápidamente. La gente salió de la estación. Esperaba precisamente a ese joven moreno. El ramo era para él.

La extraña procesión, después de salir del andén de Lucena, se encaminó hacia el campo, dejando a un lado la ciudad. Era extraña para unos ojos no españoles y también para los españoles. Extraña entonces, y también ahora.

Delante iban diez campesinos, vestidos con sus usados pantalones cortos de todos los días, con sus gruesas medias blancas de hilo, con abigarrados pañuelos en las cabezas. Llevaban buenos garrotes, como si limpiaran el camino, aunque enfrente no había nadie, nadie les entorpecía el paso.

Seguía luego el hombre moreno de Sevilla, rodeado de un séquito jovial, lleno de amistoso respeto.

Llevaba las flores en las manos y sonreía; a su lado, un fuerte zagalón levantaba reverentemente, bien altos, una simple hoz y un simple martillo de herrero, con el mango chamuscado.

Esto, como bandera. Pero resultaba mucho más terrible que una bandera.

Esos objetos simples, arrancados de su sitio habitual, transformados en emblema, se percibían como amenazadores símbolos.

Los campesinos no tenían aún una bandera con la hoz y el martillo. Levantaron la hoz y el martillo como bandera.

Tras las primeras filas, caminaba una muchedumbre bastante desordenada, pero compacta y, en cierto modo, organizada. Los campesinos y jornaleros españoles no habían sido instruidos a marchar en formación. El país llevaba cien años sin participar en guerras. Terminado su servicio militar, los soldados olvidaban al instante el poco adiestramiento que habían recibido en el cuartel.

Esa vez, la gente se esforzaba por marcar el paso. Esto los entretenía, y no sólo les servía de diversión, sino que, además, constituía para ellos como una tarea, aunque pequeña, seria. Querían demostrar al propagandista recién llegado que sabían marcar el paso.

Tres gendarmes, tres números de la guardia civil, se apresuraban a seguir a la muchedumbre. Los correajes color limón de su equipo con cartucheras se les ladearon, los tricornios de charol se les inclinaron sobre la nuca, los fusiles se les agitaban en distintos sentidos.

Cambiaban impresiones sobre la marcha. Había de qué hablar. A Lucena, casi abiertamente, había llegado un agitador comunista de Sevilla. Le habían recibido casi abiertamente con flores en la estación, le llevaban a intervenir en un mitin rural.

La procesión dobló desde la ancha carretera por un camino vecinal. Serpenteó por unos altozanos, entre olivos. Jornaleros semidesnudos mullían con azadas la tierra roja, seca y agrietada debajo de los olivos. Muchos de ellos, después de contemplar la columna, al oír las llamadas y las consignas, arrojaban las azadas y se sumaban a la multitud.