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—Ahora concentramos todas nuestras fuerzas en la toma de Zaragoza, uno de los tres focos de la sublevación. La toma de Zaragoza, donde se hallan agrupadas importantes unidades militares, tanques, cañones y aviación, requiere serios esfuerzos. Pero nos dejará las manos libres para otras acciones militares. Seguimos creando nuevos destacamentos de milicia obrera que, más tarde, se convertirán en unidades regulares del Ejército Popular. Al mismo tiempo, el gobierno de Cataluña tomará todas las medidas necesarias para normalizar la vida en la capital y en todo nuestro país.

Casanovas se despide y se va con Sandino a una reunión de gobierno. Yo he regresado al hotel andando, he buscado mi Chevrolet y en vez de cenar en el propio hotel, me he ido en busca de algún figón. Lejos de las Ramblas, en cada esquina examinan los coches. A las mujeres, si no tienen documentos de servicio, las hacen bajar. La medida se debe a que en los coches requisados sacan mucho a pasear a chicas jóvenes. A mí, que iba solo, me han hecho prestar varios servicios —llevar a un enfermo al hospital, transportar unos sacos con vajilla y conducir a unos policías. Yo no estoy obligado a hacerlo, pero ha sido interesante. Se sorprendían de que no conozca las calles y me indicaban el camino. En muchos puntos de la ciudad hay tiroteo. Pero el público no se dispersa al oír los tiros, por el contrario, sale al centro de la calle haciendo cábalas sobre el lugar donde se dispara. Casi siempre se dispara desde los pisos altos de los edificios que hacen esquina.

He cenado en una taberna detrás del Paralelo. Me han servido aceitunas verdes, saladas, sepia en su tinta, carne de cordero con cebolla, queso y un buen vino sencillo sacado de un tonel. Los dueños, marido y mujer, estaban sentados en taburetes a la entrada; su hija era la que servía la mesa; alrededor, todo estaba tranquilo, como si no sucediera absolutamente nada.

11 de agosto

Tarde, después de desayunar, hemos salido de Barcelona en dirección oeste por una excelente carretera asfaltada. Hemos pasado por delante de numerosas barricadas en los suburbios y alrededores, hemos encontrado numerosas patrullas, en su mayor parte anarquistas, vestidas con andrajos románticos; es gente alborotadora, a menudo está un poco achispada. Tienen maneras distintas de controlar a los viajeros: unos lo hacen escrupulosa y desconfiadamente; otros, con pintoresca amabilidad, con sonrisas y exclamaciones de saludo. Pero ni a unos ni a otros les preocupa mucho la parte efectiva del control; sencillamente, sienten curiosidad por saber quién viaja en los coches, de qué gente se trata, quieren charlar un poco con esa gente o disputarse un poco con ella. La mayor parte de las patrullas no tienen poderes de nadie; entre sus miembros hay, sin duda, enemigos y espías.

Más lejos de Barcelona, las patrullas son más escasas y cambian de carácter. Ahorase trata de puestos de guardia a la entrada y a la salida de los pueblos —son campesinos, jóvenes y de edad madura, campesinos catalanes y aragoneses, con blusas y boinas negras con alpargatas puestas en el pie desnudo—; es gente fornida, ancha de hombros, con rostro atezado por el eterno sol, con viejas escopetas de caza en las manos. Sosegados y dignos, mandan detenerse al coche y piden los papeles a los viajeros:

—¡Documentos!

Les presentan abultados paquetes de mandatos y certificados, pero aquellos hombres no entienden mucho de documentos y los devuelven con una sonrisa modesta, aveces confusa. Indican de buena gana el camino y, en general, tienen muy buena voluntad y son muy correctos. Siguen llamando a todo el mundo, como antes, «señor», pero al despedirse levantan el puño a lo Rot-Front.

Junto a las patrullas, a menudo hay mujeres con cántaros en el hombro. Suelen ofrecer, hospitalariamente y de manera que conmueve, para que se elija:





—¿Agua? ¿Vino?

Julio Jiménez Orgue —también Vladimir Konstantínovich Glinoiedski— me ha pedido permiso para acompañarme a Aragón. Es atento y sentimental. Cuando estalló la guerra civil en Rusia, era teniente coronel de artillería. Cuidó de algunos parques de artillería con los blancos, luego evacuó de Novorosisk, fue sochantre en París, trabajó luego diez años en la fábrica Renault, entró en la Unión para el regreso a la patria y, después, en el Partido Comunista de Francia.

Ha venido a España a ayudar, como dice él, a los «nuevos rojos».

Ayer le mandé a buscar planos de las carreteras. Recorrió cuidadosamente todas las tiendas de Barcelona y me trajo toda una colección. En el coche permanece sentado con mucha compostura, erguido el cuerpo, y se seca el sudor con un pañuelo. Le inquieta el desconocimiento que de sus armas tienen las patrullas y el poco cuidado con que las tratan. A menudo salta a la carretera, toma los fusiles de las manos de los combatientes y les enseña cómo han de sostenerlos. Ellos aceptan estas demostraciones con mucho respeto, y durante largo rato las agradecen, con gestos entusiasmados. Come y bebe poco porque padece del estómago, pero después de haber bebido, habla con mucho sentimiento de Rusia y de Francia.

En la carretera hay mucho movimiento. Corren a velocidades de locura camiones, autobuses, autos con carrocería cerrada, llevando combatientes, víveres y gente civil. Cada quince o veinte kilómetros, en los taludes, se ven automóviles deshechos, víctimas de choques o, simplemente, de la excesiva velocidad y poca maestría en la conducción. Durante los primeros días que siguieron al levantamiento, los garajes de Barcelona se vieron invadidos por una muchedumbre de aficionados al automovilismo; todos declaraban que eran chóferes, y en España sólo se considera chófer quien corre a una velocidad no inferior a los cien kilómetros por hora.

Al ponerse el sol, hemos llegado a Lérida, hermosa y coquetona ciudad sobre el río Segre, con puentes, pintorescos arcos y animada muchedumbre. Es un importante centro textil, con fábricas de seda. Pese a la proximidad del frente, reina la tranquilidad, y se ven menos militares que en Barcelona. Hemos tomado café y naranjada. Lleno de gasolina el depósito del automóvil, tomados la naranjada y el café, hemos proseguido la marcha por la carretera de Huesca. Los campos polícromos de Cataluña se trocan en una abrasada y monótona llanura arenosa, seca, polvorienta, desierta. Anochecido, llegamos a Barbastro, vieja ciudad de calles estrechas y una plaza pequeña, apretujada. En la casa del obispo se ha instalado el Estado Mayor del coronel Villalba. Bajo los arcos de piedra del portal del siglo xvi, unos soldados con uniforme del viejo ejército regular juegan a las cartas. A través de una galería iluminada por la luna, me he dirigido a la estancia del obispo, ahora cuartel general del frente Zaragoza-Huesca. Sobre una mesa con mapas militares, cuelga un enorme crucifijo de marfil. El coronel se ha levantado y se ha dirigido a mi encuentro. Es un hombre magro, severo, tímido. Él y su ayudante, el capitán Medrano, artillero, forman parte del pequeño número de oficiales que en Aragón y Cataluña han permanecido fieles al gobierno. Villalba ha conservado con él a todo su regimiento.

Las posiciones de los fascistas tienen en el flanco izquierdo las montañas de la cadena pirenaica; en el flanco derecho, la ciudad de Teruel. El frente queda dividido casi en el centro por el río Ebro. Las unidades gubernamentales se proponen cortar de los Pirineos a los fascistas, romper el frente entre Zaragoza y Huesca y, finalmente, tomar estas dos ciudades, que cubren la provincia de Navarra, el centro más reaccionario de la sublevación. Al mismo tiempo, abajo, en el sur, una columna formada en Valencia se acerca a Teruel para tomar la ciudad y asestar un golpe a los fascistas por su flanco derecho.