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En la fachada de una de las pocas casas de esa calle, vio una muestra que anunciaba a los transeúntes la “Confitería Italiana de Giova
—¿No hay nadie aquí?
En el mismo instante abrióse la puerta de la pieza vecina... Sanin se estremeció de asombro.
II
Una joven de unos diecinueve años, con los negros cabellos flotando, esparcidos sobre los hombros desnudos, se precipitó en la tienda extendiendo ante sí los brazos, igualmente desnudos. Vio a Sanin, lanzóse hacia él, le agarró una mano y trató de llevárselo consigo, diciéndole con voz entrecortada:
—¡Pronto, pronto, por aquí, sálvelo usted!
Sanin no siguió a la joven; no porque vacilase en obedecerla, sino porque el exceso de su asombro le dejó clavado en el sitio. Jamás había visto semejante belleza. Volvióse ella hacia él, y su voz, su mirada, el movimiento de las manos juntas oprimiendo su mejilla pálida expresaban tal desesperación mientras le repetía: “¡Pero venga usted!” que se precipitó en pos de ella por la entornada puerta.
En la segunda estancia vio tendido en un diván de crin pasado de moda a un muchacho de catorce años, parecidísimo a la joven; evidentemente era su hermano. Aquel niño estaba muy pálido, blanco más bien, con reflejos amarillos como la cera o como un mármol antiguo. Tenía los ojos cerrados; la sombra de sus espesos cabellos negros le cubrían la frente inmóvil y lisa, las cejas finamente dibujadas e inertes; veíanse brillar los dientes apretados entre los labios azulencos. Tenía la apariencia de no respirar ya; uno de los brazos estaba debajo de la cabeza, y el otro colgando pesadamente hasta el suelo. El niño estaba vestido de pies a cabeza y abotonado de arriba abajo; tenía puesta la corbata, oprimiéndole el cuello.
La joven se lanzó hacia él exhalando un grito de angustia: —¡Está muerto, está muerto! Ahora mismo estaba sentado ahí; charlábamos juntos... De pronto se ha caído, y no ha hecho ya ningún movimiento... ¡Dios mío! ¿Es posible que no se le pueda socorrer? ¡Y mamá que no está aquí!... ¡Pantaleone! ¡Pantaleone! ¡Vamos! ¿Y el doctor? —añadió en italiano—. ¿Has ido en busca del doctor?
—Signora, no he ido; he enviado a Luisa hijo una voz cascada, detrás de la puerta.
Y un vejete, vestido con un frac de color de lila y botones negros, con alta corbata blanca, pantalón de nankinmuy corto y medias de lana azul, entró en el cuarto renqueando con las piernas torcidas. Su pequeñísima cara desaparecía casi por completo bajo una inmensa maraña de cabellos grises como acero. Erizados en todos sentidos y cayendo en mechones despeluznados, esos cabellos daban a la fisonomía del viejo cierta semejanza con la de una gallina moñuda, semejanza tanto más chocante cuanto que bajo esa pelambrera gris oscura sólo podían distinguirse una nariz picuda y unos ojos amarillos y redondos por completo.
—Luisa tiene buenas piernas, y yo no puedo correr prosiguió en italiano el viejecillo, levantando uno tras otro los pies gotosos y planos, calzados con zapatos de cordones—. Pero he traído agua.
Con los dedos flacos y nudosos apretaba el estrecho gollete de una botella.
—¡Pero Emilio se morirá entre tanto! —exclamó la joven, y extendió las manos hacia Sanin—. ¡Oh caballero! O mein herr! ¿No puede usted socorrerlo?
—Hay que sangrarle; esto es un ataque de apoplejía hizo observar el viejo llamado Pantaleone.
Sanin no tenía ni las más ligeras nociones de medicina, pero sabía que los niños de catorce años no suelen tener ataques de apoplejía.
—Esto es un síncope y no... lo que usted pretende —dijo a Pantaleone—. ¿Tiene usted cepillos?
El viejo volvió hacia él su carita.
—¿Cómo?
—¡Cepillos, cepillos! —repitió Sanin en alemán y en francés; y haciendo el ademán de quien cepilla ropa, volvió a repetir—: ¡Cepillos!
El vejete acabó por comprender.
—¡Ah, cepillos! ¿Spazzete?Ciertamente, tenemos cepillos. Tráigalos usted aquí, vamos a quitarle la corbata y el paletot, y después le daremos friegas.
—¡Bien... benone! ¿Yno hay que echarle agua por la cabeza? No... más tarde. Por ahora, vaya usted muy pronto a buscar los cepillos.
Pantaleone dejó en el suelo la botella, salió a escape y regresó enseguida con dos cepillos, uno para la ropa y otro para la cabeza. Acompañábale un perro de aguas, rizado de lanas, quien meneando de prisa la cola se puso a mirar curioso al viejo, a la joven y hasta a Sanin, como si hubiera querido saber qué significaba todo aquel bullebulle.
Sin perder tiempo, Sanin quitó el paletot al muchacho siempre inmóvil, le desabrochó el cuello levantó las mangas de la camisa, y armado con un cepillo, se puso a darle friegas con todas sus fuerzas en el pecho y en los brazos. Pantaleone paseaba no menos enérgicamente el otro cepillo, el cepillo de cabeza, por sus botas y sus pantalones. La joven se había arrodillado junto al diván, y con la cabeza entre ambas manos, contemplaba a su hermano con los ojos fijos, sin pestañear siquiera. Sanin frotaba siempre y la miraba a veces de reojo. ¡Dios, qué hermosura era!
III
Tenía la nariz un poco grande, pero de bella forma aguileña; un ligero bozo sombreaba imperceptiblemente su labio superior. Su tez de un mate uniforme y una palidez de ámbar, las ondas lustrosas de sus cabellos, recordaban la Judith de Allori, en el palacio Pitti. ¡Y qué ojos, sobre todo! Ojos de un gris oscuro con un círculo negro en la pupila, ojos magníficos, ojos triunfantes, aun en ese momento en que el espanto y el dolor apagaban su brillo. Involuntariamente le vino a Sanin a la memoria el maravilloso país que acababa de abandonar. Pero ni aun en Italia misma había encontrado nunca nada parecido. La respiración de la joven era rara y desigual; hubiérase dicho que para respirar aguardaba cada vez a que su hermano recobrase el aliento.
Sanin frotaba sin descanso. No se limitaba a mirar a la joven: llamábale la atención la original figura de Pantaleone. Desfallecido, sin resuello, el viejo se estremecía a cada movimiento de cepillos, exhalando un gañido quejumbroso; y sus enormes mechones de pelo, bañados en sudor, balanceábanse con pesadez de un lado a otro, como las raíces de alguna planta grande descalzadas por una corriente de agua.