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—¡Esperemos —exclamó Dónhof— que nuestra antigua hermosura franco-furtense viva aún, y no haya abandonado Nueva York! A propósito —añadió, bajando la voz—; ¿vive todavía aquella dama rusa, ¿sabe usted? Que estaba en Wiesbaden por aquel entonces, la señora Po... von Polozoff?
—No —respondió Sanin—; hace mucho que ha muerto.
Dónhof levantó los ojos; pero al ver que Sanin había vuelto la cara con aire sombrío, se retiró sin añadir una palabra.
Aquel mismo día Sanin escribió a la señora Gemma Slocum, en Nueva York. Le dijo en su carta que le escribía desde Francfort, donde había ido para buscar sus huellas; que sabía muy bien hasta qué punto había perdido el derecho a pedir alguna respuesta; que por nada había merecido el perdón de ella, y que sólo tenía una esperanza, y es que en medio de la ventura de que ella gozaba, hubiese perdido desde largo tiempo hasta el recuerdo de su existencia. Añadió que, sin embargo, se había decidido a acordarse de ella a consecuencia de una circunstancia fortuita que había despertado en él vivamente la memoria del pasado; le habló de su vida solitaria, sin familia, sin goces, le suplicó que comprendiese los motivos que le impelían a dirigirse a ella, que no le dejase llevar a la tumba la amarga conciencia de una falta expiada desde mucho tiempo atrás, pero no perdonada aún, y que se dignase dirigirle cuatro letras diciéndole cuál era su vida en ese nuevo mundo donde se había establecido. “Escribiendo esas cuatro letras, terminaba Sanin, hará usted una buena obra, digna de su hermosa alma, y le daré gracias por ello hasta mi último suspiro. Permaneceré aquí, en la fonda del Cisne Blanco(subrayó estas dos palabras), esperando su respuesta hasta la primavera próxima.”
Escribió esta carta y se decidió a esperar. Pasó en la fonda seis semanas largas, sin salir casi de su cuarto y sin ver a nadie. Ninguno podía escribirle de Rusia ni de cualquiera otra parte, lo cual era de su agrado. Cuando llegase una carta a su nombre, sabría de antemano que era la que esperaba. Leía desde la mañana a la noche, no periódicos, sino libros serios, obras históricas. Esas lecturas prolongadas, ese silencio, esa existencia retirada, esa vida de molusco, todo eso estaba muy de acuerdo con la disposición de su ánimo. Sólo por eso hubiera dado gracias a Gemma. Pero ¿vivía aún? ¿Le respondería?
Por fin recibió una carta con franqueo americano, una carta de Nueva York. El carácter de letra del sobre era inglés... y luego buscó, ante todo, la firma. ¡Gemma! Brotaron lágrimas de sus ojos. Ese nombre bautismal solo, sin apellido de familia, era para él una prenda de perdón y de reconciliación. Desdobló el pliego de papel, fino y azulado... y cayó una fotografía. Recogióla enseguida y se quedó estupefacto. ¡Gemma, la misma Gemma joven, tal como la había conocido treinta años antes! ¡Los mismos ojos, losmismos labios, el mismo tipo de cara! En el dorso de la tarjeta fotográfica leyó: “Mi hija Mariana”.
Toda la carta era muy sencilla y muy bondadosa. Gemma daba las gracias a Sanin por no haber dudado en dirigirse a ella, por haber tenido confianza; no le ocultaba que, en efecto, después de aquella brusca ruptura, había pasado momentos muy penosos; pero añadía que, a pesar de todo, consideraba y había considerado su encuentro con él como una cosa feliz, pues era lo quede había impedido casarse con HerrKlüber; y, por consiguiente, aunque de una manera indirecta aquel encuentro había sido causa de su enlace con su marido actual, de quien era, desde veintiocho años a la fecha, compañera perfectamente dichosa. Su casa era rica y muy conocida en todo Nueva York. Genima añadía tener cuatro hijos varones y una hija de dieciocho, prometida ya, cuyo retrato le enviaba, puesto que, según opinión general, parecíase mucho a su madre. Gemma había reservado para el final de su carta las noticias aflictivas, FrauLenore había muerto en Nueva York, adonde había ido con su hija y su yerno; pero antes de morir había tenido tiempo de gozar de la felicidad de sus hijos y las caricias de sus nietos. También Pantaleone había querido partir para América, pero murió antes de poder abandonar Francfort. “Y Emilio, nuestro querido, nuestro incomparable Emilio, murió gloriosamente en Sicilia por la independencia de la patria. Hemos llorado amargamente la muerte de nuestro adorable hermano; pero, al llorarle, estábamos orgullosos de él, y siempre lo estaremos de conservar su memoria, sagrada para nosotros. ¡Su alma noble y desinteresada era digna de la corona del martirio! Después expresaba Gemma su sentimiento de que la vida de Sanin, por lo que él decía, fuese tan triste; le deseaba ante todo el sosiego y la paz del alma, y decíale que hubiera tenido sumo gusto en verle, aunque confesaba que semejante entrevista tenía pocas probabilidades de realización...
No describiremos los sentimientos que la lectura de esta carta hizo experimentar a Sanin. Ninguna expresión podría manifestar de una manera suficiente esos sentimientos profundos y poderosos, pero harto poco claros para poder expresarse con palabras; sólo la música podría traducirlos. Sanin respondió inmediatamente y envió a Mariana Slocum, como regalo a la joven desposada, de parte de un amigo desconocido, la crucecita de granates pendientes de un collar de perlas finas. Este regalo, aunque muy precioso, no le arruinó. Durante los treinta años transcurridos desde su primera estancia en Francfort había reunido una bonita fortuna. Regresó a Petersburgo en los primeros días de mayo, no para mucho tiempo. Dícese que vende todas sus propiedades y que se prepara a partir para América.
Fin